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Julia Quinn: El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever

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Julia Quinn El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever

El Diario Secreto De La Señorita Miranda Cheever: краткое содержание, описание и аннотация

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A la edad de diez años, Miranda Cheever no mostraba indicios de Gran Belleza. E incluso a los diez, Miranda aprendió a aceptar las expectativas que la sociedad tenía para ella… hasta la tarde en que Nigel Belvestoke, el guapo y gallardo vizconde Turner, besó su mano solemnemente y le prometió que un día ella se convertiría en ella misma, que un día sería tan hermosa como inteligente. E incluso a los diez años, Miranda supo que lo amaría para siempre. Turner siempre ha considerado a Miranda como de la familia. Tras un desastroso matrimonio, Turner sabe que el amor que pudiera sentir lo destruyeron las infidelidades de su difunta esposa. Pero a pesar de su cinismo, Turner se sorprende a sí mismo al darse cuenta del incontrolable deseo que Miranda empieza a despertar en él.

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Miranda alzó la vista hacia la gris casa de piedra que era su hogar. Estaba emplazada justo en una de las muchas calles que conectaba los lagos del distrito, y uno tenía que cruzar por un pequeño puente empedrado para llegar a la puerta principal.

– Muchas gracias por traerme a casa, Turner. Te prometo que nunca te llamaré Nigel.

– ¿También me prometes pellizcar a Olivia si me llama Nigel?

Miranda soltó una risita y se puso la mano en la boca. Asintió.

Turner desmontó y entonces se giró hacia la pequeña y la ayudó a bajar.

– ¿Sabes lo que creo que deberías hacer, Miranda? -dijo de pronto.

– ¿El qué?

– Creo que deberías llevar un diario.

Parpadeó sorprendida.

– ¿Por qué? ¿Quién iba a querer leerlo?

– Nadie, tonta. Para ti misma. Y quizás algún día, después de que mueras, tus nietos lo leerán y sabrán cómo eras cuando eras joven.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Qué pasa si no tengo nietos?

Turner alargó la mano impulsivo y la despeinó.

– Haces demasiadas preguntas, gatita.

– ¿Pero qué pasa si no tengo nietos?

Dios, era persistente.

– Quizás serás famosa. -Suspiró-. Y los niños que te estudien en la escuela querrán saber cosas sobre ti.

Miranda le lanzó una dubitativa mirada.

– Oh, muy bien, ¿quieres saber la verdadera razón de por qué creo que deberías llevar un diario?

Ella asintió.

– Porque algún día vas a crecer, y serás tan bonita como lista eres ya. Y entonces podrás mirar hacia atrás en tu diario y darte cuenta de lo tontas que son las niñas pequeñas como Fiona Bennet. Y te reirás cuando recuerdes a tu madre diciéndote que las piernas te empiezan en los hombros. Y quizás me guardarás una pequeña sonrisa cuando recuerdes la agradable charla que hemos tenido hoy.

Miranda lo miró, pensando que debía ser uno de aquellos dioses griegos sobre los que su padre siempre leía.

– ¿Sabes lo que creo? -susurró-. Creo que Olivia es muy afortunada de tenerte como hermano.

– Y yo creo que es muy afortunada al tenerte como amiga.

A Miranda le temblaron los labios.

– Te guardaré una gran, gran sonrisa para ti, Turner -susurró.

Él se inclinó y besó grácilmente el dorso de la mano de ella como si fuera la dama más hermosa de Londres.

– Ocúpate de que así sea, gatita.

Sonrió y asintió antes de subirse al caballo, llevando a la yegua de Olivia detrás.

Miranda lo miró hasta que desapareció tras el horizonte, y luego se quedó mirando durante unos buenos diez minutos más.

Más tarde aquella noche, Miranda entró en el estudio de su padre. Éste estaba inclinado sobre un texto, inconsciente de la cera de la vela que chorreaba sobre el escritorio.

– Papá, ¿cuántas veces tengo que decirte que vigiles las velas? -suspiró y puso la vela en su soporte adecuado.

– ¿Qué? Oh, querida.

– Y necesitas más de una. Está demasiado oscuro aquí para leer.

– ¿Sí? No me había dado cuenta. -Parpadeó y entrecerró los ojos-. ¿No pasó ya la hora de irse a la cama?

– La niñera dice que podía quedarme despierta media hora más esta noche.

– ¿Sí? Bueno, lo que ella diga entonces. -Se inclinó sobre su manuscrito otra vez, despachándola efectivamente.

– ¿Papá?

Él suspiró.

– ¿Qué pasa, Miranda?

– ¿Tienes un cuaderno de sobra? ¿Cómo los que usas cuando estás traduciendo pero antes de que copies el borrador final?

– Supongo que sí. -Abrió el último cajón de su escritorio y hurgó en él-. Aquí. ¿Pero qué deseas hacer con él? Es un cuaderno de calidad, ¿sabes?, y no uno barato.

– Voy a escribir un diario.

– ¿Ahora? Bueno, supongo que es un esfuerzo encomiable. -Le tendió el cuaderno.

Miranda sonrió radiante ante el elogio de su padre.

– Gracias. Te dejaré saber cuando se me acabe el espacio y necesite otro.

– De acuerdo, entonces. Buenas noches, querida. -Volvió a sus papeles.

Miranda abrazó el cuaderno contra el pecho y corrió escaleras arriba hacia su habitación. Sacó un bote de tinta y una pluma y abrió el libro por la primera página. Escribió la fecha, y después de mucho pensarlo, escribo una única frase. Parecía ser todo lo necesario.

2 de Marzo de 1810

Hoy me he enamorado.

CAPÍTULO 1

Nigel Bevelstoke, más conocido como Turner por todo aquel que se preocupaba por intentar congraciarse con él, sabía muchas cosas.

Sabía leer latín y griego, y sabía cómo seducir a una mujer en francés e italiano.

Sabía dispararle a un objetivo en movimiento desde lo alto de un caballo en marcha, y sabía exactamente cuánto podía beber antes de abandonar su dignidad.

Podía lanzar un puñetazo o defenderse como un experto, y podía hacer ambos mientras recitaba a Shakespeare o a Donne.

Resumiendo, sabía todo lo que un caballero tenía que saber, y, según se decía, sobresalía en todas las áreas.

La gente lo miraba.

La gente alzaba la vista para observarlo.

Pero nada -ni un segundo de su prominente y privilegiada vida- lo había preparado para aquel momento. Y nunca había sentido tanto el peso de una mirada como ahora, mientras daba un paso adelante y tiraba un trozo de tierra sobre el ataúd de su esposa.

Lo siento tanto , seguía diciendo la gente. Lo siento mucho. Lo sentimos mucho .

Y mientras tanto, Turner no podía evitar pensar si Dios lo castigaría, porque todo en lo que podía pensar era:

Yo no .

Ah, Leticia. Tenía tanto que agradecerle.

Veamos. ¿Por dónde empezar? Por supuesto, estaba la pérdida de su reputación. Sólo el demonio sabía cuántas personas eran conscientes de que le había puesto los cuernos.

Varias veces.

Luego estaba la pérdida de su inocencia. Era difícil recordarlo en ese momento, pero una vez le había dado a la humanidad el beneficio de la duda. En general, había creído lo mejor de las personas -que si trataba a los demás con honor y respeto, ellos harían lo mismo respecto a él.

Y luego estaba la pérdida de su alma.

Porque mientras retrocedía, juntando las manos rígidamente tras él mientras escuchaba al sacerdote enviar el cuerpo de Leticia al suelo, no podía escapar del hecho de que había deseado aquello. Había querido librarse de ella.

Y no iba - no lloraría su muerte.

– Es una pena -susurró alguien a sus espaldas.

La mandíbula de Turner se contrajo. Aquello no era una pena. Era una farsa. Y ahora pasaría el próximo año vistiendo de negro por una mujer que había llegado a él llevando el hijo de otro hombre. Lo había hechizado, atormentado hasta que no había podido pensar en otra cosa que no fuese poseerla. Había dicho que le quería, y había sonreído con suave inocencia y deleite cuando él le había declarado su devoción y prometido su alma.

Ella había sido su sueño.

Y más tarde su pesadilla.

Perdió al bebé, el que había apresurado el matrimonio. El padre fue un conde italiano, o al menos es lo que Leticia decía. Estaba casado, o era poco conveniente, o quizás ambas cosas. Turner había estado preparado para perdonarla; todos cometían errores, ¿y no quiso él también seducirla antes de su noche de bodas?

Pero Leticia no había querido su amor. No sabía qué demonios quería, poder, quizás, la embriagadora sensación de satisfacción cuando otro hombre caía bajo su hechizo.

Turner se preguntaba si Leticia habría sentido eso cuando él sucumbió. O quizás había sido simplemente alivio. Estaba embarazada de tres meses cuando se casaron. No tenía tiempo que perder.

Y ahora aquí estaba ella. O más bien, allí estaba ella. Turner no estaba muy seguro de qué pronombre de lugar era más adecuado para un cuerpo sin vida bajo tierra.

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