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Julia Quinn: El Duque de Wyndham

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Julia Quinn El Duque de Wyndham

El Duque de Wyndham: краткое содержание, описание и аннотация

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Jack Audley ha sido muchas cosas: salteador de caminos, soldado… y un auténtico granuja. Lo que no es, y nunca será, es un par del reino responsable de una antigua herencia que da de comer a cientos de personas. Pero cuando es reconocido como el hijo perdido de la casa de Wyndham, se acaba su vida despreocupada. Y si se demuestra que su nacimiento es legítimo, entonces se verá con un título que nunca ha deseado: duque de Wyndham. Grace Eversleigh ha pasado los últimos cinco años de su vida trabajando duramente como dama de compañía de la duquesa viuda de Wyndham. Es un trabajo nada agradecido, en el que apenas queda espacio para salir de la rutina… hasta que Jack Audley entra en su vida, un hombre que es todo sonrisas pícaras y afable encanto. Jack no es la clase de hombre que acepta un no por respuesta, y cuando Grace se encuentra en sus brazos, se convierte una mujer que lo último que desea es decir que no. Pero si es el verdadero duque, entonces Jack es el único hombre al que nunca podrá tener…

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– ¿Estás segura de que te sientes bien, Grace? -dijo Elizabeth, cogiéndole la mano-. Te veo muy cansada.

Grace pestañeó, tratando de enfocar la cara de su amiga.

– Lo siento -dijo automáticamente-, estoy bastante cansada, pero eso no es disculpa para mi falta de atención.

Elizabeth hizo un gesto de pena; conocía a la viuda. Todos la conocían.

– ¿Te tuvo en pie hasta tarde anoche?

Grace asintió.

– Sí, aunque en realidad no fue culpa suya.

Elizabeth miró hacia la puerta para asegurarse de que no había nadie oyendo, y entonces contestó:

– Siempre es culpa suya.

Grace sonrió irónica.

– No, esta vez no, de verdad. Nos… -Bueno, ¿había algún motivo para no contárselo a Elizabeth? Thomas ya lo sabía, y al caer la noche ya lo sabrían en todas partes de la región-. Nos asaltaron unos bandoleros.

– ¡Uy, santo cielo! ¡Grace! -Dejó la taza en la mesilla-. No me extraña que estés tan distraída.

– ¿Mmm? -musitó Amelia.

Había estado mirando hacia el espacio, como solía hacer mientras ellas conversaban, pero eso le captó la atención.

– Estoy bastante recuperada -la tranquilizó Grace-. Me parece que sólo estoy un poco cansada. Es que no dormí bien.

– ¿Qué pasó? -preguntó Amelia.

Elizabeth le dio un empujón.

– ¡A Grace y a la viuda la asaltaron unos bandoleros!

– No me digas.

Grace asintió.

– Anoche, cuando volvíamos del baile.

Entonces le pasó por la cabeza el pensamiento: «Buen Dios, si el bandolero es el nieto de la viuda y es legítimo, ¿qué le ocurrirá a Amelia?»

Pero no era legítimo, no podía serlo. Bien podía ser Cavendish por su sangre, pero no por derecho de nacimiento. Los hijos de duques no van dejando hijos legítimos repartidos por el campo. Eso simplemente no ocurre.

– ¿Se llevaron algo? -preguntó Amelia.

– ¿Cómo puedes hablar con tanta tranquilidad? -exclamó Elizabeth-. La apuntaron con una pistola -miró a Grace-, ¿verdad?

Grace volvió a ver la pistola en la mente; el frío extremo redondo, la seductora mirada del bandolero. No le habría disparado; eso ya lo sabía. De todos modos, contestó:

– Sí.

– ¿Te aterraste? -preguntó Elizabeth, en un resuello-. Yo me habría aterrado. Me habría desmayado.

– Yo no me habría desmayado -dijo Amelia.

– Bueno, tú no, claro -repuso Elizabeth, irritada-. Ni siquiera emitiste una exclamación cuando Grace lo contó.

– La verdad es que lo encuentro bastante emocionante -dijo Amelia, mirando a Grace con mucho interés-. ¿Lo fue?

Y Grace, santo cielo, sintió subir el rubor a la cara.

Amelia se inclinó hacia ella con los ojos brillantes.

– ¿Era guapo, entonces?

Elizabeth miró a su hermana como si se hubiera vuelto loca.

– ¿Quién?

– El bandolero, lógicamente.

Grace tartamudeó algo y se llevó la taza de té a los labios, simulando beber.

– Lo era -dijo Amelia, triunfante.

– Llevaba un anfifaz -señaló Grace.

– Pero de todos modos viste que era guapo.

– ¡No!

– Pues entonces su acento era terriblemente romántico -insistió Amelia-. ¿Francés? ¿Italiano? -Agrandó más los ojos-. Español.

– Te has vuelto loca -dijo Elizabeth.

– No hablaba con acento -replicó Grace. Entonces recordó esa entonación cantarina, esa traviesa elevación de la voz que no lograba localizar-. Bueno, no con mucho acento. ¿Escocés, tal vez? ¿Irlandés? No sabría decirlo.

Amelia se apoyó en el respaldo, suspirando feliz.

– Un bandolero. Qué romántico.

– ¡Amelia Willoughby! -la regañó Elizabeth-. A Grace la asaltaron a punta de pistola ¿y lo encuentras romántico?

Amelia abrió la boca para contestar, pero justo entonces se oyeron pasos en el corredor.

– ¿La viuda? -susurró Elizabeth, con una expresión que decía que le gustaría muchísimo estar equivocada.

– No creo -contestó Grace-. Cuando bajé seguía en la cama. Estaba algo… esto… alterada.

– Me lo imagino -comentó Elizabeth, y entonces exclamó-: ¿Se llevaron sus esmeraldas?

Grace negó con la cabeza.

– Las escondimos. Debajo del cojín del asiento.

– ¡Ah, qué ingenioso! -exclamó Elizabeth, aprobadora-. ¿No te parece, Amelia? -Sin esperar respuesta, miró a Grace y añadió-: Fue idea tuya, ¿verdad?

Grace abrió la boca para decir que habría entregado alegremente el collar, pero justo entonces pasó Thomas por delante de la puerta abierta de la sala de estar.

Paró la conversación. Elizabeth miró a Grace, Grace miró a Amelia, y esta simplemente continuó mirando la puerta. Pasado un momento de silencio, Elizabeth soltó el aliento retenido y dijo a Amelia:

– Creo que no sabe que estamos aquí.

– No me importa -declaró Amelia, y Grace le creyó.

– Me gustaría saber adónde iba -musitó Grace.

Pero le pareció que no la oyeron; las dos hermanas seguían mirando hacia la puerta, para ver si él volvía.

Entonces se oyeron gruñidos y luego un golpe. Grace se levantó, pensando si debería ir a investigar.

– ¡Maldita sea! -oyó exclamar a Thomas.

Hizo un mal gesto y miró a sus amigas, que también se habían levantado.

– Cuidado ahí -oyeron decir a Thomas.

Y entonces, mientras las tres miraban en silencio, pasó el retrato de John Cavendish por delante de la puerta, llevado por dos lacayos, con muchas dificultades para mantenerlo derecho y equilibrado.

– ¿De quién es ese retrato? -preguntó Amelia, después que lo vieran pasar.

– Del hijo mediano de la viuda -explicó Grace-. Murió hace veintinueve años.

– ¿Por qué lo trasladan?

– La viuda desea tenerlo en su habitación -contestó Grace, pensando que esa respuesta debería bastar; ¿quién sabía por qué hacía las cosas la viuda?

Al parecer Amelia quedó satisfecha con esa respuesta, porque no hizo más preguntas. O tal vez eso se debió a que Thomas eligió ese momento para reaparecer en la puerta.

– Señoras -dijo.

Las tres hicieron sus reverencias.

Él hizo un gesto de asentimiento, de esa manera tan suya, cuando era evidente que sólo quería ser educado.

– Perdón -dijo, y se alejó.

– Bueno -dijo Elizabeth.

Grace no supo si con eso quería expresar su agravio por la grosería o simplemente llenar el silencio. Si era lo último, no le resultó, porque nadie dijo nada más. Finalmente, Elizabeth añadió:

– Tal vez deberíamos marcharnos.

– No, no podéis -dijo Grace, sintiéndose fatal por ser la portadora de la mala noticia-. Todavía no. La viuda desea ver a Amelia.

Amelia emitió un gemido.

– Lo siento -dijo Grace, y lo dijo en serio.

Amelia se sentó, miró la bandeja del té y declaró:

– Me voy a comer la última galleta.

Grace asintió. Amelia necesitaba sustento para la horrible entrevista que la esperaba.

– ¿Tal vez debería ordenar que traigan más?

Pero justo en ese instante volvió Thomas.

– Casi lo rompemos en la escalera -le dijo a Grace, moviendo la cabeza-. Se inclinó hacia la derecha y casi se enterró en la baranda.

– Uy, caramba.

– Habría sido como clavarle una estaca en el corazón -dijo él, con macabro humor-. Habría valido la pena sólo por verle la cara.

Grace se dispuso a levantarse para subir. Si la viuda estaba levantada, quería decir que había acabado su reunión con las hermanas Willoughby.

– ¿Su abuela se levantó, entonces? -preguntó.

– Sólo para supervisar el traslado -repuso él-. Por el momento estás a salvo. -Movió la cabeza y puso los ojos en blanco-. No puedo creer que haya tenido la temeridad de pedirte que se lo llevaras anoche. O -añadió con mucha intención-, que tú hayas creído que podías llevarlo.

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