Grace apoyó la frente en la mano; eso era señal de debilidad, debilidad que normalmente procuraba no dejar ver delante de la viuda, pero ya no había manera de mantener una fachada de fría tranquilidad. Lo iban a secuestrar. Ella, Grace Catriona Eversleigh, que jamás había robado ni siquiera una cinta de un penique en una feria, iba a tomar parte en algo que tenía que ser, con toda seguridad, un delito grave.
– Santo Dios -susurró.
– Calle y hágase útil -ladró la viuda.
Grace apretó los dientes. ¿Cómo diablos pensaba la viuda que ella podría ser útil? Sin duda, cualquier trabajo físico que fuera necesario lo harían los lacayos, cada uno de los cuales medía, por norma en Belgrave, sólo una pulgada menos de seis pies [2] . Y no, no dudaba de cuál era la finalidad de llevarlos en el coche; cuando miró interrogante a la viuda, la respuesta de esta fue contundente: «Podría ser necesario convencer a mi nieto».
– Mire por la ventanilla -gruñó la viuda, en un tono que daba a entender que creía que ella se había vuelto idiota de la noche a la mañana-. Usted fue la que lo vio mejor.
Buen Dios, agradecida perdería cinco años de su vida sólo para estar en cualquier lugar menos dentro de ese coche.
– Señora, como dije… estaba al final del camino de entrada. No lo vi en realidad.
– Lo vio anoche.
Grace había intentado no mirarla, pero ante eso no pudo evitar hacerlo.
– La vi besándolo -siseó la viuda-. Y se lo advierto ahora. No intente elevarse por encima de su posición.
– Señora, él me besó.
– Es mi nieto -ladró la viuda-, y muy bien podría ser el verdadero duque de Wyndham, así que no se haga ninguna ilusión. Usted es valorada como mi acompañante, pero nada más.
Grace no logró encontrar la indignación para reaccionar a ese insulto. Lo único que pudo hacer fue mirarla horrorizada, sin poder creer que hubiera dicho esas palabras: «El verdadero duque de Wyndham».
La sola sugerencia era escandalosa. ¿Abandonaría con tanta facilidad a Thomas, despojándolo de su patrimonio, de su identidad? Wyndham no sólo era el título de Thomas, era también lo que era él.
Pero si la viuda defendía públicamente al bandolero como al verdadero heredero, buen Dios, no lograba ni imaginarse las proporciones del escándalo que se armaría. Claro que se demostraría que el bandolero era hijo ilegítimo, un impostor, pues no podía ser de otra manera, pero el daño ya estaría hecho. Siempre habría personas que murmurarían que «posiblemente» Thomas no era el verdadero duque, que no debería ser tan presumido y orgulloso, porque realmente no tenía el derecho de serlo, ¿no?
No lograba imaginarse qué le haría eso a él. A todos.
– Señora -dijo, y la voz le salió algo temblorosa-, no puede creer que este hombre pueda ser legítimo.
– Por supuesto que puedo. Sus modales fueron impecables.
– ¡Es un bandolero!
– Uno de muy buen porte y pronunciación absolutamente perfecta -replicó la viuda-. Sea cual sea su rango actual, tuvo buena crianza y recibió la educación de un caballero.
– Pero eso no significa…
– Mi hijo murió en un barco -interrumpió la viuda en tono duro-, después de pasar ocho meses en Irlanda. Ocho malditos meses que deberían haber sido cuatro semanas. Fue para asistir a una boda. Una boda. -Se le puso rígido el cuerpo y rechinó los dientes por el recuerdo-. Y no la boda de alguien digno de mencionar; sólo un amigo del colegio cuyos padres compraron un título y con este forzaron la entrada del chico en Eton, como si eso los fuera a hacer mejor de lo que eran.
Grace agrandó los ojos. La voz de la viuda había bajado a un siseo maligno, venenoso; sin siquiera tener la intención, se deslizó hacia la ventanilla; le resultó insoportable estar tan cerca de ella.
– Y entonces -continuó la viuda-. ¡Y entonces!, sólo recibí una nota, con tres frases, escritas por otra persona, diciendo que lo estaba pasando tan bien que creía que se quedaría ahí.
Grace pestañeó.
– ¿No la escribió él? -preguntó, sin saber por qué encontraba tan curioso ese detalle.
– La firmó -dijo bruscamente la viuda-. Y la selló con su anillo. Sabía que yo no descifraría su letra. -Se apoyó en el respaldo, con la cara contorsionada por décadas de ira y resentimiento-. Ocho meses. Ocho estúpidos meses inútiles. ¿Quién podría decir que no se casó con una ramera que conoció ahí? Tuvo tiempo de sobra.
Grace la observó un buen rato. Tenía la nariz levantada en gesto altivo, y todo indicaba que estaba furiosa, pero algo no andaba bien. Tenía los labios apretados en un rictus y los ojos le brillaban de modo sospechoso.
– Señora -dijo, amablemente.
– No -dijo la viuda, y su voz sonó cascada.
Grace pensó si tal vez no sería prudente hablar, pero llegó a la conclusión que había demasiadas cosas en juego y no podía guardar silencio.
– Excelencia, sencillamente no puede ser -dijo, aferrándose al valor a pesar de la furiosa expresión que vio en la cara de la viuda-. Esta no es una humilde propiedad rural. Esto no es Sillsby -añadió, tragándose el bulto que se le formó en la garganta al hablar del hogar de su infancia-. Esto es Belgrave, un ducado. Los posibles herederos no desaparecen en la niebla. Si su hijo hubiera tenido un hijo, lo habríamos sabido.
La viuda la miró fijamente durante un incómodo momento y luego dijo:
– Probaremos en la Happy Hare en primer lugar. Es la menos desmañada de las posadas de la localidad. -Se acomodó en el asiento, mirando al frente y continuó-: Si él se parece en algo a su padre, le gustarán tanto las comodidades que no se conformará con nada inferior.
Jack ya se sentía un idiota cuando le arrojaron un saco sobre la cabeza.
Había ocurrido, pues. Era consciente de que se había quedado demasiado tiempo. Durante todo el trayecto de vuelta se había regañado por lo tonto que era. Debería haberse marchado después del desayuno. Debería haberse marchado al alba. Pero no, esa noche se emborrachó y luego fue a mirar el maldito castillo. Y entonces la vio.
Si no la hubiera visto, no se habría quedado tanto tiempo en ese extremo del camino de entrada. Y no se habría tenido que marchar a tanta velocidad, y no habría tenido que parar para dejar descansar a su caballo.
Y no habría estado ahí junto al abrevadero como sirviendo de blanco cuando alguien lo atacó por detrás.
– Atadlo -dijo una voz bronca.
Eso bastó para poner todos los poros de su cuerpo en modalidad lucha. Un hombre no pasa su vida tan cerca del dogal del verdugo sin estar preparado para esa palabra.
Qué más daba que no viera nada; qué más daba que no supiera quiénes eran ni por qué habían ido a buscarlo. Luchó. Y sabía luchar, de manera limpia y de manera sucia. Pero eran tres, por lo menos, posiblemente más, y sólo consiguió dar dos puñetazos antes de quedar tendido boca abajo en el suelo, con las manos cogidas a la espalda y atadas con…
Bueno, no era una cuerda. Por el tacto le pareció que era una cinta de seda, dicha fuera la verdad.
– Perdón -masculló uno de sus captores.
Y eso era muy extraño. A los hombres encargados de atar o otros hombres rara vez se les ocurre pedir disculpas.
– No hay de qué -dijo, y al instante se maldijo por su insolencia.
Lo único que consiguió con su broma fue que se le llenara la boca con el polvo del saco de arpillera.
– Por aquí -dijo uno de los hombres, ayudándolo a ponerse de pie.
Y él no pudo hacer otra cosa que obedecer.
– Esto…, si me hace el favor -dijo la primera voz, la del hombre que ordenó que lo ataran.
– ¿Seríais tan amables de decirme adónde vamos? -consiguió preguntar.
Entonces lo rodearon y le dieron unos suaves empujones. Secuaces. Esos eran sólo unos mandados. Exhaló un suspiro. Los secuaces nunca saben las cosas importantes.
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