Ella (¿cómo se llamaría?, deseaba saber su nombre) se ató las cintas de la papalina y después apuntó hacia algo en la distancia. Él miró en esa dirección, pero eran tantos los árboles que bordeaban el largo camino de entrada que no vio lo que había captado su interés.
Entonces ella se giró.
Quedó de cara a él.
Lo vio.
No hizo ninguna exclamación, ningún gesto, pero él supo que lo había visto por su forma de…
Tal vez simplemente por su manera de «estar», porque no le veía la cara a esa distancia. Pero lo supo.
Sintió un hormigueo de percepción, y se le ocurrió que ella lo había reconocido también. Eso era ridículo, porque estaba en el otro extremo del camino de entrada y no llevaba su ropa de bandolero, pero supo que ella sabía que estaba mirando al hombre que la besó.
El momento (que sólo pudo durar unos segundos) se alargó hasta la eternidad. Entonces graznó un pájaro detrás de él, sacándolo del trance, y por la cabeza le pasó rápido el pensamiento:
«Momento de marcharme.»
Nunca se quedaba mucho rato en un mismo sitio, y ese, sin duda, era el más peligroso.
Echó una última mirada; no una mirada de anhelo; no deseaba eso. Y en cuanto a la chica del coche, tragó saliva para pasar algo extraño y agrio que le quemó la garganta, tampoco la desearía a ella.
Algunas cosas son sencillamente insostenibles.
– ¿Quién era ese hombre? -preguntó Elizabeth.
Grace la oyó, pero simuló que no la había oído. Estaban sentadas en el cómodo coche de los Willoughby, pero al feliz grupo de tres se había añadido una cuarta persona.
Una vez que la viuda se levantó de la cama, le echó una sola mirada a las mejillas besadas por el sol de Amelia (que, en opinión de Grace, había dado un largo paseo con Thomas, tomado todo en cuenta) y soltó una parrafada apenas inteligible sobre el decoro que corresponde a una futura duquesa. No todos los días se oía un discurso que contuviera dinastía, procreación y manchas dejadas por el sol en una sola frase.
Pero la viuda lo consiguió, y ya todas se sentían fatal, principalmente Amelia. A la viuda se le metió en la cabeza que necesitaba hablar con lady Crowland (muy probablemente sobre las supuestas manchas en la piel de Amelia) y por lo tanto se invitó a acompañarlas en el trayecto, y envió la orden al establo de que prepararan un coche que las siguiera, para la vuelta.
Grace tuvo que acompañarlas también, porque, francamente, no tenía otra opción.
– ¿Grace? -dijo Elizabeth.
Grace frunció los labios y clavó la mirada en un punto del respaldo del asiento de enfrente, a la izquierda de la cabeza de la viuda.
– ¿Quién era? -insistió Elizabeth.
– Nadie -contestó Grace-. ¿Estamos listas para partir?
Miró por la ventanilla, haciendo como que estaba interesada en ver si había algún obstáculo en el camino de entrada que les impidiera pasar. En cualquier momento se pondrían en marcha hacia Burges Park, donde vivían los Willoughby.
Había estado temiendo el trayecto, aun cuando era corto; y entonces fue cuando lo vio.
Al bandolero. Cuyo apellido no era Cavendish.
Pero en otro tiempo lo fue.
Él se marchó antes que saliera la viuda del castillo, haciendo virar su caballo con una pericia que, aun cuando ella no era buena jinete, reconoció.
Pero él la vio. Y la reconoció. De eso estaba segura.
Lo sintió.
Impaciente tamborileó con los dedos en el costado de su muslo. Pensó en Thomas y en el enorme retrato que pasó por la puerta de la sala de estar. Pensó en Amelia, a la que desde que nació la criaron para ser la esposa de un duque. Y pensó en sí misma. Su mundo podía no ser el que deseaba, pero era su mundo, y era seguro.
Un hombre tenía el poder de destrozárselo.
Por eso, aun cuando vendería un trocito de su alma por un solo beso más de un hombre al que no conocía, cuando Elizabeth comentó que le había parecido que lo conocía, dijo secamente:
– No.
La viuda levantó la vista, con la cara arrugada de irritación.
– ¿De qué están hablando?
– Había un hombre al final del camino de entrada -dijo Elizabeth, antes que Grace pudiera decir nada.
La viuda giró bruscamente la cabeza hacia ella.
– ¿Quién era? -preguntó.
– No lo sé. No le vi la cara.
Lo cual no era mentira, al menos la segunda parte.
– ¿Quién era? -tronó la viuda, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de las ruedas del coche que comenzaba la marcha por el camino.
– No lo sé -repitió Grace, aunque notó que la voz le salió rota.
– ¿Lo vio usted? -preguntó la viuda a Amelia.
Grace captó la mirada de Amelia y pasó algo de la una a la otra.
– No vi a nadie, señora -repuso Amelia.
La viuda la descartó con un bufido y dirigió todo el peso de su furia hacia Grace.
– ¿Era él?
Grace negó con la cabeza.
– No lo sé -tartamudeó-. No sabría decirlo.
– ¡Para el coche! -gritó la viuda, levantándose. Hizo a un lado a Grace de un empujón y golpeó fuerte la pared que separaba el chasis del pescante-. ¡Para, he dicho!
El coche se detuvo con una sacudida, y Amelia, que iba sentada al lado de la viuda, se fue hacia delante cayendo a los pies de Grace. Intentó levantarse, pero se lo impidió la viuda, que le había cogido el mentón a Grace, enterrándole cruelmente sus viejos y largos dedos en la piel.
– Le daré una oportunidad más, señorita Eversleigh -siseó-. ¿Era él?
«Perdóname», pensó Grace.
Y asintió.
Diez minutos después, Grace iba viajando en el coche de Wyndham sola con la duquesa viuda, tratando de recordar por qué le dijo a Thomas que no enviara a su abuela a un asilo. En los últimos cinco minutos, había ordenado, tajantemente, al cochero que virara el coche para regresar a la casa.
La había empujado fuera del coche, y hecho saltar al suelo cayendo violentamente sobre el tobillo derecho.
Ordenó a las hermanas Willoughby que hicieran solas el trayecto a su casa, sin darles ni la más mínima explicación.
Había hecho volver el coche de Wyndham que iba siguiendo al otro.
Ordenó subir al sudodicho coche a seis fornidos lacayos.
Ordenó a uno que la arrojara a ella dentro del coche (el lacayo al que le tocó la tarea le pidió disculpas, pero de todos modos…).
– ¿Señora? -preguntó, vacilante; la velocidad a la que iban sólo se podía considerar peligrosa, pero la viuda no paraba de golpear la pared con su bastón gritándole al cochero que fuera más rápido-. ¿Señora? ¿Adónde vamos?
– Lo sabe muy bien.
Grace esperó un momento, por cautela, y entonces dijo:
– Lo siento, señora, no lo sé.
La viuda clavó en ella una mirada furiosa.
– No sabemos dónde está -señaló ella.
– Lo encontraremos.
– Pero, señora…
– ¡Basta! -gruñó la viuda.
No lo dijo en voz alta, pero sí con tanta furia que Grace guardó silencio al instante. Pasado un momento, la miró disimuladamente. La anciana iba sentada con la espalda recta como una vara, en realidad demasiado recta para un trayecto en coche, y llevaba la mano derecha doblada como una garra, sosteniendo abierta la cortina para poder mirar fuera.
Árboles.
Eso era todo lo que se podía ver. Grace no lograba imaginarse qué miraba la viuda con tanta atención.
– Si usted lo vio -dijo esta en voz baja, interrumpiendo sus pensamientos-, quiere decir que continúa en el distrito.
Grace no dijo nada. En todo caso, la viuda no la estaba mirando.
– Lo cual significa -continuó esta con voz glacial-, que sólo hay tres lugares donde podría estar. Tres posadas de postas de las cercanías. Sólo hay tres.
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