Julia Quinn - El Duque de Wyndham

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El Duque de Wyndham: краткое содержание, описание и аннотация

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Jack Audley ha sido muchas cosas: salteador de caminos, soldado… y un auténtico granuja. Lo que no es, y nunca será, es un par del reino responsable de una antigua herencia que da de comer a cientos de personas. Pero cuando es reconocido como el hijo perdido de la casa de Wyndham, se acaba su vida despreocupada. Y si se demuestra que su nacimiento es legítimo, entonces se verá con un título que nunca ha deseado: duque de Wyndham.
Grace Eversleigh ha pasado los últimos cinco años de su vida trabajando duramente como dama de compañía de la duquesa viuda de Wyndham. Es un trabajo nada agradecido, en el que apenas queda espacio para salir de la rutina… hasta que Jack Audley entra en su vida, un hombre que es todo sonrisas pícaras y afable encanto.
Jack no es la clase de hombre que acepta un no por respuesta, y cuando Grace se encuentra en sus brazos, se convierte una mujer que lo último que desea es decir que no. Pero si es el verdadero duque, entonces Jack es el único hombre al que nunca podrá tener…

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– Esto…, ¿puede subir?

Y antes que él pudiera complacerlos o por lo menos decir «Perdón, ¿qué ha dicho?», lo levantaron bruscamente y lo metieron dentro de algo que tenía que ser un coche.

– Colocadlo en el asiento -ladró una voz.

Esa voz sí que la conocía. Era la de la anciana. Su abuela.

Bueno, al menos no lo iban a llevar a la horca para colgarlo.

– ¿Nadie se va a ocupar de mi caballo? -preguntó.

– Ocuparos de su caballo -ladró la anciana.

Jack se dejó instalar en un asiento, maniobra no particularmente fácil, maniatado como estaba y cegado por el saco en la cabeza.

– Supongo que no me vais a desatar las manos -dijo.

– No soy estúpida -contestó la anciana.

– No -dijo él, exhalando un falso suspiro-. Ya me imaginé que no lo era. La belleza y la estupidez nunca van tan de la mano como uno podría desear.

– Lamento haber tenido que cogerte de esta manera -dijo la anciana-, pero no me dejaste ninguna otra opción.

– Ninguna otra opción -musitó él-. Sí, claro, hasta ahora he hecho mucho para escapar de sus garras.

– Si hubieras tenido la intención de visitarme -dijo la anciana, secamente-, no te habrías alejado a caballo.

A él se le curvaron los labios en una sonrisa burlona.

– Ella se chivó, entonces -dijo, pensando en por qué se había imaginado que no lo diría.

– ¿La señorita Eversleigh?

Así que ese era su apellido.

– No tuvo otra opción -añadió la anciana, despectiva, como si los deseos de la señorita Eversleigh fueran algo que rara vez tomaba en cuenta.

Entonces Jack la sintió. Un leve roce de aire a su lado, un leve frufrú de movimiento.

Estaba ahí, la elusiva señorita Eversleigh. La silenciosa señorita Eversleigh.

La deliciosa señorita Eversleigh.

– Quitadle la capucha -oyó ordenar a su abuela-, lo vais a ahogar.

Esperó pacientemente fijándose una indolente sonrisa en la cara; al fin y al cabo esa no era una expresión que esperarían ver, y por lo tanto, era la que más deseaba exhibir. La oyó emitir un sonido, es decir, a la señorita Eversleigh. No fue exactamente un suspiro, y tampoco un gemido. Fue algo que no logró discernir. Cansina resignación, tal vez, o tal vez…

Salió la capucha y se tomó un momento para saborear el aire fresco en la cara.

Después la miró.

Era sufrimiento. Eso había sido. La pobre señorita Eversleigh parecía sentirse desgraciada. Un caballero más cortés habría desviado la vista, pero él no se sentía muy caritativo en ese momento, así que se regaló los ojos con un largo examen de su cara. Era hermosa, aunque no de un modo previsible; no era una rosa inglesa, con ese glorioso pelo moreno, unos brillantes ojos azules ligeramente sesgados hacia arriba en las comisuras. Sus pestañas eran negras, negras, en fuerte contraste con la blanca perfección de su piel.

Claro que la blancura podría ser palidez debida a su muy extremo malestar. La pobre chica parecía a punto de arrojar el contenido de su estómago en cualquier momento.

– ¿Tan horrible fue besarme? -musitó.

Ella se puso roja.

– Al parecer sí. -Miró a su abuela y dijo en su tono más cordial-: Supongo que sabe que esto que está haciendo es un delito castigado con la horca.

– Soy la duquesa de Wyndham -repuso ella, arqueando altivamente una ceja-. Nada es un delito castigado con la horca.

– Ah, las injusticias de la vida -dijo él, suspirando-. ¿No está de acuerdo, señorita Eversleigh?

Ella dio la impresión de que deseaba hablar. De hecho, la pobre chica se estaba mordiendo la lengua.

– Ahora bien, si fuera usted la que comete este pequeño delito -continuó él, bajando insolentemente la mirada desde su cara a los pechos y subiéndola hasta su cara otra vez-, todo esto sería muy distinto.

Ella apretó las mandíbulas.

– Sería -musitó él, fijando la mirada en sus labios- bastante encantador, creo. Imagínese, usted y yo solos en este coche tan grandiosamente lujoso. -Suspiró satisfecho y se reclinó en el respaldo-. La imaginación se desmadra.

Esperó por si la anciana la defendía. Esta no dijo nada.

– ¿Le importaría hacerme partícipe de sus planes? -le preguntó, poniendo un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, bien reclinado en el asiento.

No era una postura fácil, con las manos atadas a la espalda, pero que lo colgaran si enderezaba la espalda para ser más educado.

La anciana lo miró con los labios fruncidos.

– La mayoría de los hombres no se quejarían.

Él se encogió de hombros.

– No soy la mayoría de los hombres. -La obsequió con una sonrisa sesgada y giró la cara hacia la señorita Eversleigh-. Qué comentario más banal de mi parte, ¿no le parece? Tan evidente. A un novato se le habría ocurrido. -Movió la cabeza como si estuviera decepcionado-. De verdad, espero no estar perdiendo facultades.

Ella agrandó los ojos.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Cree que estoy loco.

– Ah, sí -dijo ella.

A él le gustó oír su voz otra vez, bañándolo cálidamente.

– Eso es algo que hay que tener en cuenta. -Volvió a mirar a la anciana-. ¿La locura viene de familia?

– Por supuesto que no -ladró ella.

– Bueno, eso es un alivio. Y no es que yo reconozca un parentesco. Creo que no deseo estar emparentado con una delincuente de su clase. Ni siquiera yo he recurrido jamás al secuestro. -Se inclinó hacia la señorita Eversleigh como para hacerle una seria confidencia-. Está muy mal visto, ¿sabe?

Y creyó ver, ah, qué encantador, que ella curvaba los labios. La señorita Eversleigh tenía sentido del humor. Estaba más y más deliciosa por momentos.

Le sonrió. Sabía cómo sonreírle. Sabía exactamente cómo sonreírle a una mujer para hacerla sentir la sonrisa en lo más profundo.

Le sonrió, y ella se ruborizó.

Y eso lo hizo sonreír más aún.

– Basta -ladró la anciana.

Él fingió no entender.

– ¿De qué?

La miró, miró a esa mujer que muy probablemente era su abuela. Tenía la cara ajada y arrugada, con las comisuras de la boca curvadas hacia abajo por el peso de una expresión eternamente enfurruñada. Aunque sonriera se vería desgraciada; aun en el caso de que consiguiera curvar la boca para formar una media luna con los extremos hacia arriba.

No, concluyó. No resultaría; jamás lo conseguiría; igual expiraría por el esfuerzo.

– Deja en paz a mi acompañante -dijo ella secamente.

Él se inclinó hacia la señorita Eversleigh, obsequiándola con una sonrisa sesgada, aun cuando ella estaba resueltamente mirando hacia otro lado.

– ¿La he molestado?

– No -dijo ella, al instante-, claro que no.

Lo que no podía estar más lejos de la verdad, pero ¿quién era él para objetar? Volvió a mirar a la anciana.

– No ha contestado a mi pregunta.

Ella arqueó una ceja, imperiosa.

«Ah -pensó él, absolutamente sin humor- de ella heredé ese gesto».

– ¿Qué piensa hacer conmigo? -preguntó.

– Hacer contigo -repitió ella, con curiosidad, como si encontrara de lo más extraña la pregunta.

Él arqueó una ceja, pensado si ella reconocería el gesto.

– Hay muchísimas opciones -dijo.

– Mi querido niño -dijo ella, en tono solemne, condescendiente, como si él sólo necesitara eso para comprender que debía lamerle las botas-. Te voy a dar el mundo.

Grace acababa de conseguir recuperarse del azoramiento cuando el bandolero, después de estar un buen rato pensativo y ceñudo, miró a la viuda y dijo:

– Creo que no estoy interesado en su mundo.

Grace no pudo impedir que le saliera un borboteo de risa horrorizada. Santo cielo, la viuda parecía a punto de escupir. Se cubrió la boca con una mano y desvió la cara, tratando de no fijarse en que el bandolero le estaba sonriendo de oreja a oreja.

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