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Julia Quinn: El Duque de Wyndham

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Julia Quinn El Duque de Wyndham

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Jack Audley ha sido muchas cosas: salteador de caminos, soldado… y un auténtico granuja. Lo que no es, y nunca será, es un par del reino responsable de una antigua herencia que da de comer a cientos de personas. Pero cuando es reconocido como el hijo perdido de la casa de Wyndham, se acaba su vida despreocupada. Y si se demuestra que su nacimiento es legítimo, entonces se verá con un título que nunca ha deseado: duque de Wyndham. Grace Eversleigh ha pasado los últimos cinco años de su vida trabajando duramente como dama de compañía de la duquesa viuda de Wyndham. Es un trabajo nada agradecido, en el que apenas queda espacio para salir de la rutina… hasta que Jack Audley entra en su vida, un hombre que es todo sonrisas pícaras y afable encanto. Jack no es la clase de hombre que acepta un no por respuesta, y cuando Grace se encuentra en sus brazos, se convierte una mujer que lo último que desea es decir que no. Pero si es el verdadero duque, entonces Jack es el único hombre al que nunca podrá tener…

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Seguía sin saber qué representaba la de, pero sabía que la anciana sí lo sabía. Y por mucho que intentara convencerse de que sólo era una coincidencia, sabía que esa noche, en un camino desierto de Lincolnshire, había conocido a su abuela.

Buen Dios.

Volvió a mirar el anillo. Lo había puesto vertical sobre la mesa, y la figura le hacía guiños a la luz de la vela. De pronto giró su anillo en el dedo y se lo quitó. No recordaba la última vez que se vio el dedo sin el anillo. Su tía siempre le insistía en que lo llevara con él; era el único recuerdo que tenían de su padre.

Según le contaron, su madre lo tenía aferrado en su temblorosa mano cuando la sacaron de las gélidas aguas del Mar de Irlanda.

Sostuvo el anillo ante él un momento, contemplándolo, y luego lo colocó junto al otro. Se le estiraron levemente los labios al mirarlos. ¿Qué había creído? ¿Que cuando los pusiera juntos vería que eran totalmente distintos?

Sabía muy poco de su padre. Su nombre, claro, y que era el hijo mediano de una familia inglesa acomodada. Su tía sólo había estado con él dos veces, y la impresión que tenía de él era que estaba algo distanciado de sus familiares. Sólo hablaba de ellos riendo, de esa manera como hablan las personas cuando no desean decir nada importante.

No tenía mucho dinero, o al menos eso suponía su tía. Vestía ropa fina, pero muy usada, y, por lo que todos sabían, había estado varios meses recorriendo el campo irlandés. Su explicación fue que había ido a la boda de un amigo del colegio, y le gustó tanto el país que se quedó. Su tía no veía ningún motivo para dudar de eso.

En resumen, lo único que sabía él era que John Augustus Cavendish era un caballero inglés de buena cuna que viajó a Irlanda, se enamoró de Louise Galbraith, se casó con ella, y murió cuando el barco que los llevaba a Inglaterra naufragó muy cerca de la costa de Irlanda. Louise fue arrastrada a la orilla, con el cuerpo todo magullado y tiritando, pero viva. Ya había pasado más de un mes cuando se dieron cuenta de que estaba embarazada.

Pero estaba débil, y destrozada por la aflicción, y su hermana (la tía que lo crió como si fuera su hijo), decía que era más sorprendente que hubiera sobrevivido al embarazo que el que hubiera muerto en el parto.

Y eso resumía todos sus conocimientos acerca de su legado paterno. De vez en cuando pensaba en sus padres, con la curiosidad por saber quiénes eran y de cual de los dos había heredado su sonrisa pronta, pero en realidad nunca había deseado saber nada más. Cuando tenía dos días de edad, fue entregado a William y Mary Audley, y si ellos querían a sus hijos más que a él, jamás permitieron que él lo supiera. Se había criado de hecho como hijo de un terrateniente rural, con dos hermanos, una hermana y veinte acres de ondulante pradera, perfecta para cabalgar, correr y saltar: todo lo que un niño puede desear.

Su infancia había sido maravillosa. Casi perfecta. Si no llevaba la vida que había esperado, si a veces cuando estaba en la cama pensaba qué diablos hacía asaltando coches en la oscuridad de la noche, por lo menos sabía que el camino que lo llevó a eso había estado pavimentado con sus propias decisiones, sus propios defectos.

Además, la mayor parte del tiempo era feliz. Era bastante alegre por naturaleza y, en realidad, podría estar haciendo algo peor que jugar a Robin Hood por los caminos rurales de Gran Bretaña. Al menos hacer eso le daba la impresión de que su vida tenía una cierta finalidad. Después que se retiró del ejército, no sabía qué hacer. No tenía el menor deseo de volver a la vida de soldado, pero ¿para qué otra cosa estaba cualificado? Al parecer, sólo tenía dos habilidades; era capaz de montar un caballo como si hubiera nacido en esa postura, y tenía el don de desviar una conversación con un ingenio y una elegancia capaces de hechizar hasta a las personas más ariscas. Tomado todo eso en cuenta, asaltar coches le pareció la opción más lógica.

Su primer robo lo hizo en Liverpool, cuando vio a un joven dandi darle un puntapié a un ex soldado manco que tuvo la temeridad de mendigarle un penique. Animado por una pinta de cerveza bastante potente, siguió al joven hasta un rincón oscuro, lo apuntó al corazón con una pistola y se alejó con su billetero.

Entonces repartió el contenido del billetero entre los mendigos de Queens Way, la mayoría de los cuales habían luchado por la buena gente de Inglaterra y luego fueron olvidados.

Bueno, repartió el noventa por ciento del contenido del billetero; él tenía que comer también.

Después de eso le fue fácil dar el paso a robar en las carreteras; era mucho más elegante que la vida de un ladrón de a pie; y no se podía negar que es mucho más fácil alejarse a caballo.

Y esa era su vida. Eso era lo que hacía. Si hubiera vuelto a Irlanda, posiblemente ya estaría casado, dormiría con una mujer, en una cama, en una casa. Su vida sería el condado Cavan y su mundo sería un lugar muchísimo más pequeño que el que era en la actualidad.

La suya era un alma errante. Por eso no volvía a Irlanda.

Se echó otro poco de coñac en la copa. Había cien motivos para no volver a Irlanda. Cincuenta, por lo menos.

Bebió un trago, luego otro y otro, y continuó bebiendo hasta que estuvo tan borracho que no pudo continuar mintiéndose.

Había un solo motivo para no volver a Irlanda. Un motivo, y cuatro personas a las que creía que no podría volver a mirar a la cara.

Se levantó y fue a asomarse a la ventana. No era mucho lo que se veía; un pequeño establo para los caballos, un frondoso árbol al otro lado del camino. La luz de la luna hacía el aire translúcido, reluciente, espeso, como si un hombre pudiera dar un paso fuera y perderse.

Sonrió tristemente. Era tentador. Siempre era tentador.

Sabía dónde estaba el castillo Belgrave. Llevaba una semana en el condado; no se puede estar todo ese tiempo en Lincolnshire sin enterarse de dónde están las casas grandiosas, aun cuando uno no sea un ladrón que pretenda entrar a robar a sus moradores. Podía ir a echarle una mirada, pensó. Tal vez debería echarle una mirada. Se lo debía a alguien; tal vez se lo debía a sí mismo.

Nunca le había interesado mucho su padre, aunque siempre le había tentado un poco la curiosidad.

Además, estaba ahí.

¿Quién sabía cuándo volvería a estar en Lincolnshire? Le tenía demasiado cariño a su cabeza como para quedarse en un mismo lugar mucho tiempo.

No deseaba hablar con la anciana. No deseaba presentarse a dar explicaciones ni simular que era una persona distinta de lo que era.

Un veterano de la guerra.

Un bandolero.

Un pícaro.

Un idiota.

Un tonto sentimental, de vez en cuando, que sabía que las damas de buen corazón que habían atendido a los heridos estaban equivocadas; a veces, uno, simplemente, «no puede» volver a casa.

Pero, santo Dios, qué no daría por ir a echarle una mirada.

Cerró los ojos. Su familia lo recibiría con los brazos abiertos. Eso era lo peor. Su tía le daría un fuerte abrazo; le diría que no fue culpa de él. Sería muy comprensiva.

Pero no comprendería.

Ese fue su último pensamiento antes de quedarse dormido.

Y soñó con Irlanda.

El día siguiente amaneció luminoso, con el cielo despejado. Como una burla, pensó Jack. Si estuviera lloviendo no se tomaría la molestia de ir a echarle una mirada a Belgrave. Viajaba a caballo, y había pasado buena parte de su vida simulando que no le importaba mojarse hasta los huesos. No cabalgaba bajo la lluvia si no tenía necesidad. Había aprendido eso, por lo menos.

Pero no se encontraría con sus compañeros hasta la caída de la noche, así que no tenía ningún pretexto para no ir. Además, sólo iba a «mirar». Tal vez ver si encontraba la manera de hacerle llegar el anillo a la anciana. Para ella tenía que significar muchísimo, y aunque sin duda podría sacarle una buena suma, sabía que no sería capaz de venderlo.

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