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Jo Beverley: El Duque de Saint Raven

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Jo Beverley El Duque de Saint Raven

El Duque de Saint Raven: краткое содержание, описание и аннотация

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Ante la desesperada situación económica de su familia, Cressida Mandeville acepta la vil invitación de lord Crofton, un famoso experto en la organización de orgías en la Inglaterra de 1816. Sin embargo la joven, que no es tan inocente como parece, tiene otros planes: engañar al repugnante Crofton para recuperar la fortuna de su padre, oculta en una estatuilla erótica esculpida en un colmillo de elefante. Pero justo cuando se dirige a la abominable fiesta de lord Crofton, Cressida cae en manos de un secuestrador. Su captor no es otro que Tristan Tregallows, Duque de St. Raven, quien conoce la mala fama de Crofton y sólo quiere protegerla. Cressida finalmente le confiesa su plan y Tristan se convierte en su aliado y defensor, aunque ninguno de los dos puede prever el largo camino que les espera, ni las inesperadas trampas que les tenderá el amor.

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Por el motivo que fuese él no creía que fuese una cortesana, y estaba dispuesto a no parar hasta hacerle decir la verdad. Aceptó lo inevitable con amargura. A nivel físico y espiritual estaba en su territorio. Él era el vencedor. ¿Qué nombre falso iba a darle? El primero que le vino a la cabeza fue el de la esposa del cura de Matlock:

– Soy Jane Wemworthy.

– ¿Puta?

Inspiró profundamente llena de ira.

– No.

Entonces él se apartó, se retiró de su cuerpo y de la cama. La agarró de las muñecas y ella se resistió hasta que volvió a sentir el frío metal. Un momento después sus manos estaban libres. Entonces se quitó la horrible venda de golpe, llevándose de paso el turbante, que se le quedó sujeto sólo por las orquillas. Se sentó en la cama para volver a colocárselo, mirando a su alrededor y fijándose en cada detalle que pudiese ayudarla. Era una modesta habitación iluminada por un candelabro de tres brazos, con las paredes empapeladas en color marfil, las cortinas cobrizas, y con un armario de caoba y un lavamanos.

El hombre que estaba de pie al final de la cama con dosel, era el increíblemente apuesto duque de Saint Raven. Los ojos se le abrieron como platos por la impresión, pero intentó desesperadamente que no se notara que lo había reconocido. Pero ¿cómo podría no hacerlo? Todo el mundo sabía quién era Saint Raven. Una estrella esquiva de la alta sociedad. Alguien difícil de atrapar y un premio muy apreciado. El año anterior había heredado el ducado de su tío, justo después de Waterloo y enseguida había desaparecido del país. Cressida no sabía si había huido o había aprovechado esta nueva oportunidad para viajar, pero eso era lo que la gente murmuraba. Finalmente, se había convertido en el más cotizado de los hombres casaderos: un duque joven, guapo y soltero.

A su vuelta, hacía unos meses, había empezado a asistir a distintos eventos sociales y el vapor que se desprendía del frenético fervor que provocaba entre las damas hubiese sido suficiente como para hacer funcionar una locomotora. Cressida no sabía el número de veces que estando en los servicios de mujeres de algún salón de baile, o en una velada, había escuchado decir a señoritas sin aliento que lo habían ¡visto!, o habían ¡hablado con él!, e incluso ¡bailado con el duque!

La mayoría de las damas no tenían esperanzas de convertirse en su duquesa, pero tenía sus candidatas. Diana RollestonStowe, por ejemplo, nieta de un duque, se quemaba viva de ambición por serlo. La hermosa Phoebe Swinamer lo consideraba de su propiedad, y se comportaba como si así fuera. Y ahora ella miraba al hombre que tenía ante sí y se preguntaba cómo ella, la señorita Swinamer, había sido tan atrevida.

Era alto, pero eso no es lo que lo hacía tan formidable. Tampoco era su título nobiliario. Con una sencilla camisa abierta por el cuello y unos pantalones de montar de cuero negro, la presencia de Saint Raven iluminaba la habitación. Llenaba más espacio del que ocupaba por su tamaño, y era tan guapo de cerca como de lejos. A pesar de lo grande y fuerte que se veía, poseía una elegante complexión ósea, un cabello muy oscuro y unos profundos ojos azules. Tal como había notado antes, sus labios sugerían cosas que una dama ni siquiera debía imaginarse.

– Me conoce -afirmó.

Ya era demasiado tarde y ella se sintió en peligro.

– Sí.

¿Colgarían a un duque por andar jugando a ser bandolero? Seguramente algo harían si ella lo identificase. Dejó caer su mirada sobre el largo y afilado cuchillo que tenía sobre la mesilla de noche. Casi podía sentir cómo le cortaba la garganta…

– ¿Quiere más agua, señorita Wemworthy?

El terror, su oferta y el nombre falso, la confundieron y se quedó mirándolo fijamente hasta que consiguió articular una respuesta.

– Sí, por favor, su excelencia.

Seguramente ni los criminales y asesinos más desquiciados se comportaban así. O se echaban a reír como hacía él ahora.

– Creo que ya hemos superado esas formalidades. Llámeme Saint Raven. Yo la llamaré Jane.

– ¿Incluso si me opongo?

Él le pasó el vaso de agua.

– Señorita Wemworthy es tan largo y suena tan rígido; es para esa clase de mujeres que desaprueban cualquier tipo de diversión o que escriben panfletos edificantes.

Cressida se concentró en beber, tratando de controlar su reacción. Había dado en el clavo en cuanto a la señora Wemworthy. Seguramente no a todo el mundo le encajaba tan bien su propio nombre.

Saint Raven tenía algo de depredador, todo lo contrario que Cressida Mandeville. Hacía siglos que sir John Mandeville había escrito sobre sus viajes a tierras salvajes llenas de dragones y criaturas que eran medio hombre, medio bestias. A ella le encantaban sus historias, pero nunca había querido viajar más allá de lo seguro y cotidiano. Un momento, pues ahora estaba ¡en la cama del duque de Saint Raven! No pudo evitar pensar en los cientos de jovencitas que se desmayarían sólo de imaginarlo.

Y seguro que estaba a salvo de ser violada. ¿Comprometer a una joven con la que luego tendría que casarse? Ella estaba sorprendida de que aún no la hubiese dejado de nuevo en el Camino Real.

– ¿Más agua? -le preguntó, como si su sed fuese la máxima prioridad.

– No, gracias.

Ella tenía otras necesidades, y se negó a ser tan señorita al respecto. -Pronto necesitaré un orinal, su excelencia, y privacidad para usarlo.

– Por supuesto -le contestó, igualmente sin asomo de vergüenza.

Cressida se dio cuenta de que lo que esperaba es que él se quedase fuera.

– Déme su palabra de que no intentará huir antes de que volvamos a hablar, y yo le proporcionaré una habitación para usted sola con todas las comodidades.

Con una caída de pestañas le contestó:

– ¿Acepta mi palabra?

– ¿No se compromete?

Ella quería contestarle con un por supuesto, pero no estaba tan segura. Nunca nadie le había preguntado eso antes y siendo prácticos…

– Claro que no -señaló levantando las cejas. -Si usted fuese un villano, su excelencia, y yo pudiese escapar dándole mi palabra, me temo que lo haría. Él le sonrió:

– Es usted inteligente y honesta.

Su corazón dio un vuelco. Era sin duda el tipo de hombre que llevaba a las mujeres a hacer locuras, y no sólo por su rango. Pero a ella no, se dijo resueltamente. A ella no.

– Por lo tanto -le dijo-, es usted quién debe decidir si soy un villano o no.

De pronto se sintió incómoda y se bajó de la cama: -Usted es un bandolero -le señaló, con la fuerza que le daba estar de pie.

– No es cierto.

– ¿Cómo puede decir que no? Acaba de asaltar un carruaje y me ha secuestrado.

– Está bien, tiene algo de cierto.

De manera inapropiada, se sentó en la cama mientras ella permanecía de pie, se recostó contra uno de los postes tallados de la cama y se abrazó la rodilla con el brazo derecho. No creía haber estado nunca con un hombre que en su forma de vestir, de comportarse o en sus modos fuese tan sumamente informal. ¡Y se trataba de un duque! El duque de Saint Raven. Habría pensado que se trataba de un sueño si no fuese porque nunca hubiera podido evocar algo tan extravagante.

– Pero sólo lo he sido una noche.

En ese momento ella recordó que se decía que era un salvaje. -¿Usted cree que ser un ladrón es algo divertido? -Y ha sido por jugar. Este desenlace, después de todo, es toda una novedad.

– Creo que está loco. Sus labios se crisparon.

– Mejor que no lo crea. Es bastante preocupante estar en las manos de un loco. -Hizo una pausa para que lo asimilara-. Volviendo a lo de su palabra, no puedo permitir que se vaya con lord Crofton, al menos debo asegurarme que va a seguir aquí mañana. Si no es así, tendré que tomar medidas, atarla nuevamente, o tal vez -añadió-, atarla a mí.

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