Jo Beverley - El Duque de Saint Raven

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Ante la desesperada situación económica de su familia, Cressida Mandeville acepta la vil invitación de lord Crofton, un famoso experto en la organización de orgías en la Inglaterra de 1816. Sin embargo la joven, que no es tan inocente como parece, tiene otros planes: engañar al repugnante Crofton para recuperar la fortuna de su padre, oculta en una estatuilla erótica esculpida en un colmillo de elefante.
Pero justo cuando se dirige a la abominable fiesta de lord Crofton, Cressida cae en manos de un secuestrador. Su captor no es otro que Tristan Tregallows, Duque de St. Raven, quien conoce la mala fama de Crofton y sólo quiere protegerla. Cressida finalmente le confiesa su plan y Tristan se convierte en su aliado y defensor, aunque ninguno de los dos puede prever el largo camino que les espera, ni las inesperadas trampas que les tenderá el amor.

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Un beso no era nada… Pero entonces el animal se movió y contuvo un chillido de susto ¿Tenía que besarlo en lo alto de un caballo?

Si su imaginación hubiera volado alguna vez tan lejos, eso habría sido lo más imposible e intolerable que se hubiese podido esperar de ella. Sin embargo, no veía elección, y por dárselo tampoco sería una cobarde. Tragó saliva y entonces giró su cara hacia el enmascarado de la barba.

– ¿Podemos acabar con esto, señor, para que pueda seguir viaje?

Lo vio sonreír y se dio cuenta de que podría ser guapo. Sin duda; sus labios eran firmes, con una forma misteriosa y sensual, parecían los de una pintura de un dios del placer. Esos labios se le acercaron desde arriba, y casi se queda bizca por no quitarle el ojo de encima a ese peligro que venía hacía ella. Con los ojos cerrados sintió sus labios apoyándose en los suyos y el cosquilleo de su bigote. Intentó retirarse, pero él le deslizó una mano por detrás de la cabeza para sujetarla. Sus labios se abrieron y su lengua húmeda acarició los suyos. Atrapada por sus fuertes brazos y la mano que la sujetaba, estaba indefensa, cosa que odiaba, sobre todo porque no era la clase de beso que hubiese imaginado. No tenía nada que ver con la ternura o el afecto. Era una competición entre dos villanos y a ambos les deseaba que acabaran en el infierno.

Mientras sus labios se movían contra los suyos, ella siguió perfectamente sentada; no le daría a ninguno de los dos la satisfacción de verla forcejear, aunque a decir verdad también era porque cualquier movimiento brusco podía alterar a la monstruosa bestia que tenía debajo de ella. El hombre se rió suavemente y después le lamió los labios. Ella se movió hacia atrás, y volvió a quedarse quieta, pero con los puños cerrados. ¡Pero qué ganas tenía de luchar, aporrearlo, arañar a la bestia monstruosa que la había asaltado! Entonces él se retiró y la miró cuidadosamente, de manera inquisitiva. En ese momento Cressida supo que había cometido un error. Lo miró a su vez. ¿Qué había hecho ella? ¿Podría enmendarlo?

Él miró a Crofton. Entonces puso los olvidados pendientes y los billetes en su escote. Antes de que ella pudiese expresar su sobresalto por lo que había hecho, dio un agudo silbido, hizo girar a su caballo y cabalgó hacia el bosque, llevándosela con él.

Nuevamente conmocionada, se quedó sin voz por un momento, pero entonces gritó:

– ¡Pare! ¿Qué está haciendo? ¡Ayuda!

Él hizo que apretara su rostro contra su sólido pecho, de manera que difícilmente podía respirar, y mucho menos gritar, mientras la bestia que cabalgaba bajo su cuerpo, se los llevaba lejos. Ahora sí que se puso a luchar con manos y pies, buscando un sitio donde arañarlo y hacerle daño. Prefería caerse del caballo a ser raptada de esa manera.

Y su plan, ¡Dios mío, su plan!

Escuchó al hombre blasfemar y el caballo se detuvo de pronto muy bruscamente. Ella liberó su mano y tiró de la barba del bandolero tan fuerte como pudo; la mitad se le quedó en la mano.

– ¡Maldición! -le gritó agarrándola de las manos-. ¡Quédese quieta, mujer!

Ella le dio golpes y patadas lo mejor que pudo.

– ¡Déjeme ir!

El caballo comenzó a encabritarse y él la hizo descender a la fuerza, agarrando sus muñecas con tanta fuerza que le hizo daño. Ella intentó dar una gran patada al animal, pero sus tobillos fueron capturados por dos recias manos.

– Tienes las manos ocupadas, ¿no? -dijo alguien alargando las palabras, con voz elegante.

– Deja de reírte y piensa en algo para atarla -le contestó Le Corbeau con el mismo aristocrático acento inglés.

Esto, y saber que había un nuevo enemigo, había dejado a Cressida aturdida y quieta, aunque al asimilar las palabras «algo para atarla» reaccionó y volvió a la lucha. Abrió la boca para gritar, pero una mano enguantada se la tapó.

– Hay que saber reconocer al enemigo, muchacha loca. Sepa que no deseo hacerle daño, y que de hecho la estoy salvando de una suerte peor que la muerte. Ya me lo agradecerá cuando recupere la cordura.

Cressida le lanzó una mirada de odio; hubiese querido gritarle lo arrogante que era por haber interferido en sus planes, pero lo único que pudo hacer fue emitir un gruñido. A pesar de todos sus forcejeos y patadas, le quitaron sus zapatos de noche, sus ligas, ¡sus ligas!, y sus medias de seda. Después le ataron los tobillos y, seguidamente, las muñecas.

– Tenemos que vendarle los ojos -dijo su infernal captor.

Ella trató de defenderse, pero las ataduras y la desesperación la debilitaron. Le comenzaron a arder los ojos, tapados con una tela atada a su cabeza, por culpa de las lágrimas.

– ¡Oh, Señor, oh Señor!… -Rogaba a Dios para poder volver a estar de nuevo segura en su casa como lo había estado hasta hacía tan poco, sin más preocupación que la de tener que elegir la mermelada del desayuno.

– ¿Esto cuenta como un asalto? -preguntó el otro hombre en un tono jocoso.

– Maldita sea, tendrá que ser así. No volveré a hacerlo otra vez. -Deberías pensar en lo que dices, porque la señorita aún no tiene los oídos tapados.

– Maldito sea el infierno…

– No te olvides de cuidar tu lenguaje -dijo el segundo entre risas.

– Ya está bien.

Entonces el caballo dio una sacudida y se pusieron de nuevo en marcha. Ahora que volvía a tener la boca libre podría haber gritado, pero no se atrevió. Casi no se podía ni agarrar y dependía completamente de los fuertes brazos de su captor.

– ¿Adonde vamos? -preguntó el otro hombre.

– A la casa, por eso tiene los ojos vendados.

Una casa. Una casa que no debe ser vista. El miedo la paralizó. Le Corbeau no era francés sino inglés. Un inglés de buena familia que haría lo que fuera para salvarse del verdugo. Matarla sería una insignificancia.

Señor, sálvame… Señor, sálvame… Rogaba con cada sacudida del caballo y cada apretón de su captor. Ahora la aterroriza él, no el caballo. Se sentía impotente, indefensa, completamente a merced de esa poderosa masa de músculos. Iba a vomitar. ¿Se ahogaría? ¿Le importaría a alguien?

El caballo se detuvo. Cressida se estremeció y dio las gracias al cielo intentando tragarse el sabor a bilis. El hombre la movió para acomodarla de lado en la suave y resbaladiza montura. Luego se fue dejándola sola en medio del aire frío, ciega, atada y sin poder mantener el equilibrio. El caballo se movió y ella comenzó a resbalarse. Pero en el mismo instante en que gritó, unas fuertes manos la cogieron de la cintura. Volvió a gritar, aunque esta vez fue para agradecer esos fuertes brazos alrededor suyo y ese cuerpo fornido al que agarrarse. De nuevo se hallaba encima de la bestia monstruosa, pero ésta era sólida, segura y sólo tenía dos piernas.

A su derecha habló el otro hombre, y por el tono parecía sinceramente preocupado por ella.

– Querida dama, por favor, no tenga miedo.

Pero era el bandolero el que la sostenía y la llevaba: ¿Adonde? ¿A qué? Comenzaron a bullir dentro de ella nuevos temores, pero era como si el terror la hubiese dejado ya exhausta y sólo pudiera rezar. No, también podía pensar. «El conocimiento es el poder», había dicho sir Francis Bacon, y ella necesitaba agarrase a cualquier poder. Podía oír, así que se las podía arreglar a través de los sonidos. Habían dejado los caballos atrás y los hombres debían ir caminando sobre tierra blanda porque no oía sus pasos. Podía oler. No olía a caballo, pero percibía un ligero tufo a pocilga que procedía de no muy lejos. ¿Una granja? Por supuesto, también olía a sándalo, pero ya estaba tan acostumbrada que casi no lo notaba.

Entonces las pisadas de los hombres comenzaron a crujir, ¿sería grava? Ninguna granja tenía un camino de grava. Se estaban acercando a una casa importante. Ella seguía con los ojos vendados para que no pudiera reconocerla si volviese alguna vez con los magistrados. Eso le sugería que finalmente pensaban dejarla marchar… ¿Después de haberla tratado tan mal? Ella pensó que ese tipo de cosas sólo ocurrían en las novelas de Minerva.

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