Dividieron los escasos restos del campamento en mochilas improvisadas y empezaron a bajar de la montaña con las grises brumas de la mañana. Cordelia llevaba a Dubauer de la mano y lo ayudaba cuando tropezaba. No estaba segura de que la reconociera claramente, pero se aferraba a ella y evitaba a Vorkosigan.
El bosque se fue haciendo más denso y los árboles más altos a medida que descendían. Vorkosigan se abrió paso entre los matorrales con su cuchillo durante un rato y luego llegaron al lecho del arroyo. Manchas de luz empezaron a filtrarse entre las copas de los árboles, iluminando los regazos del agua y las piedras del fondo como si fueran una capa de monedas de bronce.
La simetría radial era común entre las diminutas criaturas que ocupaban los nichos ecológicos de los insectos de la Tierra. Algunas variedades aéreas parecidas a medusas llenas de gas flotaban en nubes iridiscentes sobre el arroyo como bandadas de delicadas pompas de jabón, asombrando a Cordelia con su visión. Parecían tener un efecto tranquilizador también sobre Vorkosigan, pues detuvo el paso tras lo que a ella le había parecido un ritmo mortífero.
Bebieron del arroyo y permanecieron sentados un rato mientras veían los pequeños remolinos correr e hincharse en el chorro de la cascada. Vorkosigan cerró los ojos y se apoyó contra un árbol. Cordelia advirtió que también él estaba al borde del agotamiento. Lo estudió con curiosidad, puesto que ahora no la observaba. Se había comportado todo el tiempo con cortante pero digna profesionalidad militar. Sin embargo, a ella seguía molestándole una alarma subliminal, una persistente sensación de que había olvidado algo importante. Surgió en su mente de repente, como una pelota mantenida bajo el agua y que rompe la superficie al ser soltada y botar al aire.
—Sé quién es usted. Vorkosigan, el Carnicero de Komarr.
Inmediatamente deseó no haber hablado, pues él abrió los ojos y se la quedó mirando, mientras un peculiar juego de expresiones surcaba su rostro.
—¿Qué sabe usted de Komarr? —Su tono añadía: «betana ignorante».
—Lo que sabe todo el mundo. Era una canica sin valor que su pueblo se anexionó por la fuerza para así dominar sus agujeros de gusano. El Senado se rindió, y sus miembros fueron asesinados inmediatamente. Usted estaba al mando de la expedición, o…
Sin duda el Vorkosigan de Komarr era almirante, ¿no?
—¿Era usted? Creí que había dicho que no mataba prisioneros.
—Lo era.
—¿Lo degradaron por eso? —preguntó ella, sorprendida. Pensaba que ese tipo de conducta era normal en Barrayar.
—Por eso no. Por lo que vino después.
Pareció reacio a decir nada más, pero la sorprendió de nuevo al continuar.
—Lo que vino después fue reprimido de manera más efectiva. Yo había dado mi palabra, mi palabra, como Vorkosigan, de que los miembros del Senado iban a ser respetados. Mi oficial político contravino mi orden y los hizo matar a mis espaldas. Lo ejecuté por eso.
—Santo Dios.
—Le rompí el cuello con mis propias manos, en el puente de mi nave. Era un asunto personal, ¿sabe?, que afectaba a mi honor. No podía ordenárselo a un pelotón de fusilamiento: todos tenían miedo del ministro de Educación Política.
Eso era el eufemismo oficial para la policía secreta, recordó Cordelia, de la cual los oficiales políticos eran la rama militar.
—¿Y usted no lo tiene?
—Ellos me tienen miedo a mí —añadió él agriamente—. Como esos carroñeros de anoche, atacan cuando tienen la ocasión. Por eso no hay que darles la espalda.
—Me sorprende que no lo hicieran ahorcar.
—Hubo un gran clamor, a puerta cerrada —admitió él, al recordarlo, y se acarició las insignias del cuello—. Pero no se puede hacer desaparecer a un Vorkosigan en la noche, todavía no. Me creé algunos enemigos poderosos.
—Apuesto a que sí.
Esta historia pelada, contada sin adornos ni excusas, sonaba a verdad, aunque ella no tenía ningún motivo lógico para confiar en él.
—¿Le dio, uh, la espalda a uno de esos enemigos ayer?
Él la miró bruscamente.
—Es posible —dijo muy despacio—. Pero hay algunos problemas con esa teoría.
—¿Como qué?
—Todavía sigo vivo. No creía que fueran a arriesgarse a iniciar el trabajo sin terminarlo. Para asegurarse, les tentaría la oportunidad de achacarles mi muerte a ustedes, los betanos.
—Vaya. Y yo que creía que tenía problemas al mando de un puñado de prima donnas intelectuales que colaboraban en el trabajo meses seguidos. Dios me mantenga al margen de la política.
Vorkosigan sonrió levemente.
—Por lo que he oído de los betanos, eso no es tarea fácil. Creo que no me cambiaría por usted. Me molestaría tener que discutir cada orden.
—No discuten cada orden. —Ella hizo una mueca, porque su puya despertó algún recuerdo—. Además, se acaba por aprender a convencerlos.
—¿Dónde supone que estará ahora su nave?
La alerta cortó su diversión como un telón.
—Supongo que eso depende de dónde esté la suya.
Vorkosigan se encogió de hombros y se levantó; aseguró la mochila a sus hombros.
—Entonces tal vez no deberíamos perder más tiempo para averiguarlo.
Le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, la máscara de soldado cubriendo de nuevo sus rasgos.
Tardaron todo el día en descender desde la gran montaña hasta las llanuras de tierra roja. Estaban marcadas por canales de agua, turbia por las lluvias recientes, salpicadas por macizos rocosos. Atisbaron grupos de hexápodos herbívoros. Cordelia dedujo de su conducta en manada que cerca tenían que acechar depredadores.
Vorkosigan habría continuado, pero Dubauer sufrió una seria y prolongada convulsión a la que siguió un estado de letargo antes de quedarse dormido. Cordelia insistió inflexible en que acamparan para pasar la noche. Y eso hicieron, si podía llamarse campamento al hecho de detenerse y sentarse en un claro entre los árboles, a unos trescientos metros sobre el terreno liso. Compartieron su cena de gachas y salsa de queso azul en abatido silencio. Vorkosigan encendió otra luz cuando los últimos colores del atardecer se borraron del cielo, y se sentó en una gran piedra plana. Cordelia se tendió y observó al barrayarés de guardia hasta que el sueño la alivió del dolor que sentía en las piernas y la cabeza.
Él la despertó pasada la medianoche. Los músculos de Cordelia parecieron chirriar y crujir por la acumulación de ácido láctico cuando se incorporó envarada para encargarse de su guardia. Esta vez Vorkosigan le dio el aturdidor.
—No he visto nada cerca, pero algo hace un ruido infernal de vez en cuando —comentó; parecía una explicación adecuada para aquel gesto de confianza.
Cordelia comprobó el estado de Dubauer, y luego ocupó su puesto en el peñasco, se acomodó y contempló la negra masa de la montaña. Allí arriba estaba Rosemont en su profunda tumba, pero todavía condenado a descomponerse lentamente. Desvió sus pensamientos hacia Vorkosigan, que yacía cerca, casi invisible con su uniforme de camuflaje en la penumbra de luz verdiazul.
Un acertijo dentro de otro acertijo, pensó. Sin duda, debía ser uno de los guerreros aristócratas barrayareses de la vieja escuela, enfrentado a la nueva burocracia. Los militaristas de ambas partes mantenían una alianza incómoda y bastarda que controlaba la política gubernamental y las Fuerzas Armadas, pero en el fondo eran enemigos naturales. El emperador establecía sutilmente el equilibrio de poder entre ellos, pero no había duda de que, a la muerte del astuto anciano, a Barrayar le esperaba un periodo de canibalismo político, cuando no una guerra civil abierta, a menos que su sucesor mostrara más fuerza de lo que cabía esperar. Cordelia deseó saber más sobre la matriz de relaciones sanguíneas y poder en Barrayar. Sabía que el apellido del emperador, Vorbarra, estaba asociado con el nombre del planeta pero, aparte de eso, poca cosa más.
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