Lois Bujold - Fragmentos de honor

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Fragmentos de honor: краткое содержание, описание и аннотация

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Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado y por las razones equivocadas. Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, llevaba incluso el uniforme equivocado: sin saberlo había entrado en batalla vistiendo el viejo uniforme pardo del equipo científico de Exploración Astronómica. Su encuentro con Aral Vorkosigan, el poderoso y temido Vor, apodado «el carnicero de Komarr
, sólo podía deberse a una de esas complejas intrigas, tan sórdidas y abundantes en la militarizada sociedad de Barrayar.
Tras el primer contacto con Aral, Cordelia volverá a la guerra como capitana de una nave suicida en una misión de engaño: transportar a través de las líneas Vor un arma terrible capaz de atrapar y destruir a toda la flota enemiga.
Un conjunto de intrigas dentro de intrigas, de traiciones en el seno de más traiciones, de nuevos engaños que se unen a otros conocidos, obligará a Cordelia a establecer una paz personal con su principal oponente: Aral Vorkosigan. Una paz que puede acarrear la ignominia, aunque presagia nuevas posibilidades no sólo entre Cordelia y su enamorado, sino también entre los pueblos de ambos.

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Ella resopló inquieta y lo examinó con ansiedad. Dubauer abrió los ojos y pareció concentrarse en su rostro. Se agarró a su brazo y emitió ruidos, todo gemidos y vocales ahogadas. Ella trató de aliviar su agitación animal acariciándole amablemente la cabeza y secándole la baba ensangrentada de la boca; él se calmó.

Cordelia se volvió hacia Vorkosigan, con la visión nublada por las lágrimas de furia y dolor.

—¡No está muerto! Sólo herido. Necesita ayuda médica.

—No está siendo usted realista, comandante Naismith. Nadie se recupera de las heridas causadas por un disruptor.

—¿No? No se puede calcular desde fuera el daño que su sucia arma ha causado. Todavía puede ver y oír y sentir… ¡no puede rebajarlo al rango de cadáver a su conveniencia!

El rostro de Vorkosigan parecía una máscara.

—Si lo desea —dijo lentamente—, puedo acabar con su sufrimiento. Mi cuchillo de combate está bastante afilado. Usado con rapidez, puede cortarle la garganta casi sin dolor. O, si considera que es su deber como comandante, puedo prestarle el cuchillo para que lo utilice usted.

—¿Es lo que haría por uno de sus hombres?

—Por supuesto. Y ellos harían lo mismo por mí. Ningún hombre podría desear vivir de esa forma.

Ella se levantó y lo miró con firmeza.

—Ser de Barrayar debe de ser como vivir entre caníbales.

Un largo silencio se produjo entre ellos. Dubauer lo rompió con un gemido. Vorkosigan se agitó.

—¿Qué propone entonces que hagamos con él?

Ella se frotó las sienes, cansada, buscando un razonamiento que pudiera penetrar aquella fachada impenetrable. Su estómago ondulaba, sentía la lengua como de lana, sus piernas temblaban por el agotamiento, el bajo nivel de azúcar en la sangre y la reacción al dolor.

—¿Adónde tiene planeado ir? —preguntó por fin.

—Hay un depósito de suministros situado… en un lugar que conozco. Oculto. Contiene comunicadores, armas, comida… Poseerlo me pondría en posición de, ejem, corregir los problemas en mi mando.

—¿Tiene suministros médicos?

—Sí —admitió él, reacio.

—Muy bien. —Ahí va nada—. Cooperaré con usted, le doy mi palabra, como prisionera; le ayudaré en todo lo que pueda siempre que no ponga en peligro mi nave, si llevamos con nosotros al alférez Dubauer.

—Eso es imposible. Ni siquiera puede andar.

—Creo que puede, si se le ayuda.

Él la miró, lleno de irritación contenida.

—¿Y si me niego?

—Entonces puede dejarnos aquí a los dos o matarnos a los dos.

Cordelia apartó la mirada del cuchillo, alzó la barbilla y esperó.

—Yo no mato a los prisioneros.

Ella se sintió aliviada al oírlo hablar en plural. Dubauer había vuelto a ser considerado humano por su captor. Cordelia se arrodilló para ayudar al alférez a ponerse en pie, rezando para que Vorkosigan no decidiera poner fin a la discusión disparándole con el aturdidor y matando a su botánico a continuación.

—Muy bien —capituló él, dirigiéndole una extraña mirada llena de intensidad—. Tráigalo. Pero debemos viajar rápido.

Ella consiguió incorporar al alférez. Sujetándolo con fuerza por el hombro, lo guió en su temblequeante caminar. Parecía que él podía oír, pero no decodificar ningún significado de los ruidos del habla.

—Ve —le defendió ella, a la desesperada—, puede andar. Sólo necesita un poco de ayuda.

Llegaron al borde del calvero cuando la luz de la tarde lo marcaba con largas sombras negras, como la piel de un tigre. Vorkosigan se detuvo.

—Si estuviera solo, llegaría hasta el escondite con las raciones de emergencia de mi cinturón —dijo—. Con ustedes dos, tendremos que arriesgarnos a buscar más comida en su campamento. Podrá enterrar a su otro oficial mientras yo busco.

Cordelia asintió.

—Busque algo con lo que excavar. Tengo que atender a Dubauer primero.

Él hizo un gesto de asentimiento con la mano y se dirigió hacia el círculo arrasado. Cordelia pudo recuperar un par de mantas medio quemadas de entre los restos de la tienda de las mujeres, pero nada de ropas, medicinas ni jabón, ni siquiera un cubo para transportar o calentar agua. Finalmente consiguió que el alférez la acompañara hasta el arroyuelo y lo lavó lo mejor que pudo, junto con sus heridas y sus pantalones, con el agua fría; lo secó con una de las mantas, volvió a ponerle la camiseta y la chaqueta del uniforme y lo envolvió con la otra manta de cintura para abajo, como si fuera un sarong. Él tiritó y gimió, pero no se resistió a su improvisado tratamiento.

Vorkosigan, mientras tanto, había encontrado dos cajas de raciones, con las etiquetas quemadas pero por lo demás intactas. Cordelia abrió una bolsita plateada, le agregó agua del arroyo, y descubrió que eran gachas enriquecidas con soja.

—Qué suerte —comentó—. Seguro que Dubauer podrá comerlas. ¿Qué hay en la otra caja?

Vorkosigan estaba haciendo su propio experimento. Añadió agua a su bolsa, la mezcló apretándola, y olisqueó el resultado.

—No estoy seguro del todo —dijo, tendiéndoselo—. Huele raro. ¿Podría estar estropeado?

Era una pasta blanca de fuerte olor.

—Está bien —le aseguró Cordelia—. Es salsa de queso artificial para ensalada.

Se acomodó y contempló el menú.

—Al menos tiene muchas calorías —se animó—. Todos necesitaremos calorías. Supongo que no llevará una cuchara en ese cinturón suyo.

Vorkosigan desenganchó un objeto del cinturón y se lo tendió sin más comentarios. Resultó estar compuesto por varios pequeños utensilios plegados sobre un mango, cuchara incluida.

—Gracias —dijo Cordelia, absurdamente complacida, como si satisfacer su humilde deseo hubiera sido un truco de mago.

Vorkosigan se encogió de hombros y se marchó para continuar su búsqueda en la oscuridad, y ella empezó a darle de comer a Dubauer. Él parecía vorazmente hambriento, pero incapaz de valerse por sí mismo.

Vorkosigan regresó.

—He encontrado esto.

Le tendió una pequeña pala de geólogo de un metro de largo, para excavar muestras de terreno.

—Es poca cosa para lo que hay que hacer, pero todavía no he encontrado nada mejor.

—Era de Reg —dijo Cordelia, aceptándola—. Servirá.

Condujo a Dubauer hasta un lugar cercano a su siguiente trabajo y lo sentó. Se preguntó si algún helecho del bosque podría proporcionarle un poco de aislamiento, y resolvió dedicarse a ello más tarde. Marcó las dimensiones de una tumba cerca del lugar donde había caído Rosemont, y empezó a apartar la gruesa hierba con la pala. El terreno era duro, pedregoso y resistente, y ella se quedó sin aliento rápidamente.

Vorkosigan apareció entonces, surgido de la noche.

—He encontrado algunas bengalas.

Partió un tubo del tamaño de un lápiz y lo dejó en el suelo, junto a la tumba, donde desprendió un brillo fantasmagórico verdigris. La observó críticamente mientras ella trabajaba.

Cordelia apartó la tierra, lamentando aquella vigilancia. Lárgate, pensó, y déjame enterrar a mi amigo en paz. Se sintió aún más incómoda cuando un nuevo pensamiento la asaltó: tal vez no me deje terminar, estoy tardando demasiado… Cavó con más fuerza.

—A este paso, estaremos aquí hasta la semana que viene.

Si se movía lo bastante rápido, pensó ella, irritada, ¿conseguiría golpearlo con la pala? Sólo una vez…

—Vaya a sentarse con su botánico. —Él extendió la mano; ella comprendió que por fin iba a ayudarla a cavar.

—Oh… —Soltó la herramienta. Él tomó su cuchillo de combate y lo clavó en las raíces de las hierbas donde Cordelia había marcado su rectángulo y empezó a cavar, de manera mucho más eficaz que ella.

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