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Lois Bujold: Fragmentos de honor

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Lois Bujold Fragmentos de honor

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Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado y por las razones equivocadas. Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, llevaba incluso el uniforme equivocado: sin saberlo había entrado en batalla vistiendo el viejo uniforme pardo del equipo científico de Exploración Astronómica. Su encuentro con Aral Vorkosigan, el poderoso y temido Vor, apodado «el carnicero de Komarr , sólo podía deberse a una de esas complejas intrigas, tan sórdidas y abundantes en la militarizada sociedad de Barrayar. Tras el primer contacto con Aral, Cordelia volverá a la guerra como capitana de una nave suicida en una misión de engaño: transportar a través de las líneas Vor un arma terrible capaz de atrapar y destruir a toda la flota enemiga. Un conjunto de intrigas dentro de intrigas, de traiciones en el seno de más traiciones, de nuevos engaños que se unen a otros conocidos, obligará a Cordelia a establecer una paz personal con su principal oponente: Aral Vorkosigan. Una paz que puede acarrear la ignominia, aunque presagia nuevas posibilidades no sólo entre Cordelia y su enamorado, sino también entre los pueblos de ambos.

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Y aunque ya lo haya dicho en otras presentaciones de la serie, déjenme contarles mi explicación sobre el porqué de su indiscutible éxito.

Ya en la presentación de EL APRENDIZ DE GUERRERO (NOVA número 33), una novela que me divirtió y sorprendió gratamente, expuse las razones que, a mi juicio, convierten la saga de Vorkosigan en un éxito seguro e inevitable: «Grandes dosis de inteligencia, mucha ironía y, sobre todo, una gran habilidad narrativa al servicio de un personaje llamado a devenir un clásico en la historia de la ciencia ficción.»

Ahora me atrevería a añadir algo que la propia Lois cuenta, respecto del tratamiento narrativo de FRAGMENTOS DE HONOR, casi como si lo considerara un error de novata (aunque, evidentemente, no lo es en absoluto):

[en esas primeras novelas], mi único plan para estructurar mi material era insertar un aparato de escucha en el cerebro de mi personaje principal y seguirle sin cesar a través de las primeras semanas de acción.

La realidad es que ese aparato de escucha, o tal vez el cerebro de sus personajes principales, tiene, en el caso de Bujold, un «algo» especial que reclama y mantiene la atención del lector de forma francamente poco usual. De ahí el éxito que, a estas alturas, nadie puede discutir.

Y no se trata, como podría haber parecido al principio, de ciencia ficción «sólo» de aventuras. Poco a poco los personajes van adquiriendo peso, y ese aparato de escucha que Lois ha puesto en el cerebro de Cordelia, de Miles, de Mark, etc. se ha ampliado recientemente a los puntos de vista de Ekaterin en KOMARR y de hasta cinco personajes en UNA CAMPAÑA CIVIL (subtitulada precisamente «Una comedia de biología y costumbres», recordándonos lo mucho que influyen en nuestra personalidad tanto la dotación biológica como el entorno en que nos hemos educado).

Es evidente que hay algo mágico en la sorprendente capacidad de esta autora para hacer que sus lectores se diviertan y pidan más, más y más. Soy sorprendido testigo de cómo los lectores de NOVA se han dirigido, directamente a mí o a la editorial, requiriendo que apareciesen más títulos de una serie que es, con mucho, la más larga de las aparecidas en NOVA. Con gran satisfacción les hago caso. (No soy masoquista y me gusta divertirme y debo decir que me divierto, y mucho, con las aventuras de Miles y sus amigos.)

Pasen y lean, la diversión y el entretenimiento inteligente están garantizados (y no se olviden de seguir leyendo tras haber llegado al «Fin» que, por una vez, y sin que sirva de precedente, no es tal…)

MIQUEL BARCELÓ

A Pat Wrede, por ser una voz en el desierto.

1

Un mar de bruma gravitaba sobre el bosque nublado, suave, gris, luminiscente. En las alturas la bruma parecía más brillante mientras el sol de la mañana empezaba a calentar y despejar la humedad, aunque en el barranco una fresca penumbra silenciosa todavía podía confundirse con el crepúsculo que precede al amanecer.

La comandante Cordelia Naismith miró al botánico de su equipo y ajustó las cintas de su recolector biológico para sentirse algo más cómoda antes de continuar su escalada. Se apartó de los ojos un largo mechón de pelo rojizo empapado de niebla y lo dirigió impaciente hacia su nuca. Su próxima zona de investigación sería decididamente a menor altitud. La gravedad de este planeta era ligeramente inferior a su mundo natal, la Colonia Beta, pero no compensaba la tensión fisiológica impuesta por el fino aire de las montañas.

Una vegetación más densa marcaba la frontera superior del bosque. Siguiendo el húmedo sendero del riachuelo del barranco, se agacharon para pasar por el túnel viviente y luego salieron al aire libre.

La brisa de la mañana despejaba los últimos restos de niebla hacia las doradas altiplanicies. Se extendían interminablemente, promontorio tras promontorio, hasta culminar por fin en los grandes macizos grises de un pico central coronado de chispeante hielo. El sol de este mundo brillaba en el profundo cielo turquesa dando una abrumadora riqueza a las hierbas doradas, las diminutas flores, a los manojos de plantas plateadas como encajes que lo salpicaban todo. Los dos exploradores contemplaron asombrados la montaña envuelta en el silencio.

El botánico, el alférez Dubauer, sonrió a Cordelia por encima del hombro y cayó de rodillas junto a uno de los arbustos plateados. Ella se acercó hasta el promontorio más cercano para contemplar el panorama que había más allá. El bosque se hacía más denso en las suaves pendientes. Quinientos metros por debajo, bancos de nubes se extendían como un mar blanco hasta el horizonte. A lo lejos, al oeste, la hermana menor de esta montaña asomaba entre las cumbres.

Cordelia anheló encontrarse en las llanuras de abajo, para ver la novedad del agua cayendo del cielo, cuando algo la sacó de su ensimismamiento.

—¿Qué demonios puede estar quemando Rosemont para que apeste de esta manera? —murmuró.

Una columna negra y aceitosa se alzaba tras el siguiente macizo montañoso, para extenderse, dispersarse y disiparse con las brisas superiores. Desde luego, parecía proceder del campamento base. Cordelia la estudió con atención.

Un gemido lejano, que creció hasta convertirse en un aullido, taladró el silencio. Su lanzadera planetaria apareció tras el risco y cruzó el cielo sobre ellos, dejando una estela chispeante de gases ionizados.

—¡Vaya despegue! —exclamó Dubauer, la atención concentrada en el cielo.

Cordelia pulsó su comunicador de muñeca de onda corta.

—Naismith a Base Uno. Contesten, por favor.

Un siseo pequeño y hueco fue su única respuesta. Llamó de nuevo, dos veces, con el mismo resultado. El alférez Dubauer gravitaba ansioso sobre su hombro.

—Prueba con el tuyo —dijo ella. Pero tampoco él tuvo suerte—. Recoge tus cosas, vamos a regresar al campamento. Marcha forzada.

Corrieron jadeantes hacia el siguiente risco y se internaron de nuevo en el bosque. Los enormes árboles estaban a esa altura caídos, retorcidos. Al subir les habían parecido artísticamente salvajes; al bajar eran una amenazadora pista de obstáculos. La mente de Cordelia esbozó una docena de posibles desastres, cada uno más extraño que el anterior. Así lo desconocido dibuja dragones en los márgenes de los mapas, reflexionó, y contuvo su pánico.

Recorrieron el último tramo de bosque hasta conseguir ver con claridad el calvero seleccionado como base principal. Cordelia se quedó boquiabierta, sorprendida. La realidad sobrepasaba la imaginación.

Brotaba humo de cinco montículos negros que antes habían sido un ordenado círculo de tiendas. Una cicatriz humeante ardía en las hierbas donde estuvo posada la lanzadera, al otro lado del barranco, frente al campamento. Había equipo destrozado por todas partes. Las instalaciones sanitarias bacteriológicamente selladas habían sido destruidas; sí, incluso las letrinas habían sido incendiadas.

—Dios mío —jadeó el alférez Dubauer, y avanzó como un sonámbulo. Cordelia lo agarró por el cuello.

—Agáchate y cúbreme —ordenó, y caminó luego con cautela hacia las silenciosas ruinas.

La hierba alrededor del campamento estaba pisoteada y chamuscada. La aturdida mente de Cordelia se esforzó por explicar la carnicería. ¿Aborígenes que no habían detectado previamente? No, nada que no fuera un arco de plasma podría haber fundido el tejido de las tiendas. ¿Los alienígenas de cultura avanzada que tanto tiempo llevaban buscando, sin encontrarlos? Quizás algún inesperado estallido de enfermedad, no previsto por su larga investigación microbiológica robótica y las inmunizaciones de rigor… ¿podría haber sido un intento de esterilización? ¿Un ataque por parte de algún otro gobierno planetario? Sus atacantes difícilmente podrían haber salido del mismo agujero de gusano que ellos habían descubierto, aunque sólo habían cartografiado aproximadamente un diez por ciento del volumen del espacio en el radio de un mes-luz de este sistema. ¿Alienígenas?

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