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Lois Bujold: Fragmentos de honor

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Lois Bujold Fragmentos de honor

Fragmentos de honor: краткое содержание, описание и аннотация

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Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado y por las razones equivocadas. Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, llevaba incluso el uniforme equivocado: sin saberlo había entrado en batalla vistiendo el viejo uniforme pardo del equipo científico de Exploración Astronómica. Su encuentro con Aral Vorkosigan, el poderoso y temido Vor, apodado «el carnicero de Komarr , sólo podía deberse a una de esas complejas intrigas, tan sórdidas y abundantes en la militarizada sociedad de Barrayar. Tras el primer contacto con Aral, Cordelia volverá a la guerra como capitana de una nave suicida en una misión de engaño: transportar a través de las líneas Vor un arma terrible capaz de atrapar y destruir a toda la flota enemiga. Un conjunto de intrigas dentro de intrigas, de traiciones en el seno de más traiciones, de nuevos engaños que se unen a otros conocidos, obligará a Cordelia a establecer una paz personal con su principal oponente: Aral Vorkosigan. Una paz que puede acarrear la ignominia, aunque presagia nuevas posibilidades no sólo entre Cordelia y su enamorado, sino también entre los pueblos de ambos.

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—¿Qué clase de carroñeros han encontrado por aquí? —preguntó entre paletadas—. ¿A qué profundidad cavo?

—No estoy segura —respondió ella—. Sólo llevábamos aquí tres días. Pero es un ecosistema bastante complejo, y los nichos más inimaginables parecen estar ocupados.

—Mmm.

—El teniente Stuben, mi zoólogo jefe, encontró un par de hexápodos muertos y a más que medio devorar. Detectó a algo que definió como cangrejo peludo rondando uno de ellos.

—¿Qué tamaño tenían? —preguntó Vorkosigan con curiosidad.

—No lo dijo. He visto imágenes de los cangrejos de la Tierra, y no parecen muy grandes… Del tamaño de su mano, tal vez.

—Un metro puede ser más que suficiente.

Él continuó la excavación con poderosas y breves mordeduras de la inadecuada pala. La bengala iluminaba su rostro desde abajo, proyectando hacia arriba sombras de la poderosa mandíbula, la nariz ancha y recta, y las tupidas cejas. Tenía una antigua cicatriz en forma de ele, advirtió Cordelia, en el lado izquierdo de la barbilla. Le recordó a un rey enano de alguna saga norteña, cavando en las profundidades insondables.

—Hay un palo junto a las tiendas —se ofreció ella—. Podría colgar esa luz para que ilumine su trabajo.

—Eso ayudaría.

Cordelia regresó a las tiendas, más allá del círculo de la bengala, y encontró el palo donde lo había dejado caer esa mañana. Al regresar a la tumba, amarró la luz al palo con unos cuantos hierbajos y lo clavó en la tierra, haciendo así que el círculo de luz fuera más amplio. Recordó su plan de recolectar helechos para Dubauer, y se dirigió hacia el bosque, pero se detuvo.

—¿Ha oído eso? —le preguntó a Vorkosigan.

—¿Qué? —Incluso él empezaba a respirar entrecortadamente. Se detuvo, hundido hasta las rodillas en el agujero, y prestó atención.

—Una especie de roce, procedente del bosque.

Él esperó un momento, y luego sacudió la cabeza y continuó con su trabajo.

—¿Cuántas bengalas hay?

—Seis.

Tan pocas. Ella odiaba desperdiciarlas usándolas de dos en dos. Estaba a punto de preguntarle si le importaba cavar un rato en la oscuridad, cuando oyó de nuevo el ruido, con más claridad.

—Hay algo ahí fuera.

—Eso ya lo sabemos —dijo Vorkosigan—. La cuestión es…

Las tres criaturas saltaron al unísono hacia el círculo de luz. Cordelia logró atisbar unos cuerpos bajos y rápidos, con demasiadas patas negras y velludas, cuatro ojos negros como perlas en rostros sin cuello, y picos amarillos afilados como cuchillas que chasqueaban y siseaban. Tenían el tamaño de cerdos.

Vorkosigan reaccionó instantáneamente, golpeando al más cercano en la cara con la hoja de la pala. Un segundo animal se abalanzó sobre el cuerpo de Rosemont, mordiendo la carne y la tela de un brazo, e intentando apartarlo de la luz. Cordelia agarró su palo y lo golpeó con saña entre los ojos. El pico rompió el extremo de la vara de aluminio. El animal siseó y retrocedió ante ella.

A estas alturas Vorkosigan ya había desenvainado su cuchillo de combate. Atacó vigorosamente al tercer animal, gritando, apuñalando y pateando con sus pesadas botas. La sangre brotó cuando las garras arañaron su pierna, pero él descargó un golpe con su cuchillo que envió a la criatura aullando y siseando hacía el refugio del bosque junto con sus compañeros de camada. Dándose un momento para respirar, Vorkosigan pescó su pistola aturdidora del fondo de la funda demasiado grande del disruptor donde, a juzgar por sus maldiciones en voz baja, se había deslizado, y se quedó de pie, escrutando la oscuridad.

—Cangrejos peludos, ¿eh? —jadeó Cordelia—. ¡Stuben, se te va a caer el pelo! —gritó, y apretó los dientes.

Vorkosigan limpió en la hierba la oscura sangre del cuchillo y lo devolvió a su vaina.

—Será mejor que la tumba tenga al menos dos metros de profundidad —dijo seriamente—. Tal vez un poco más.

Cordelia suspiró, mostrando su acuerdo, y devolvió el palo algo más corto a su posición original.

—¿Cómo está su pierna?

—Puedo encargarme de ello. Será mejor que se ocupe de su alférez.

Dubauer, aturdido, se había despertado con el estrépito y trataba de marcharse a gatas. Cordelia intentó tranquilizarlo, luego tuvo que vérselas con otro ataque, y al final, para su alivio, Dubauer se quedó dormido.

Vorkosigan, mientras tanto, se había curado su arañazo usando el pequeño botiquín de emergencia de su cinturón y siguió cavando, apenas un poco más despacio. Cuando se hundió en el agujero hasta la altura de los hombros, hizo que ella ayudara a sacar tierra de la tumba usando la caja vacía de especímenes botánicos como cubo improvisado. Era casi medianoche cuando él llamó desde el fondo del pozo.

—Creo que ya está —dijo, y salió—. Lo podría haber hecho en cinco segundos con un arco de plasma —jadeó, recuperando el resuello. Estaba sucio y sudoroso bajo el frío aire de la noche. Hilillos de niebla surgían del barranco y el arroyo.

Juntos arrastraron el cadáver de Rosemont hasta el borde de la tumba. Vorkosigan vaciló.

—¿Quiere la ropa para su alférez?

Era una sugerencia inevitablemente práctica. A Cordelia le repugnaba la indignidad de bajar a Rosemont desnudo a la tierra, pero deseó al mismo tiempo haberlo pensado antes, cuando Dubauer tenía tanto frío. Sacó el uniforme de los miembros ya tiesos con la macabra sensación de que estaba desnudando un muñeco gigantesco, y luego lo arrojaron a la fosa. Rosemont cayó de espaldas con un golpe ahogado.

—Espere un momento.

Sacó el pañuelo de Rosemont del bolsillo de su uniforme y saltó a la tumba y resbaló con el cadáver. Extendió el pañuelo sobre su rostro. Era un pequeño gesto de desafío a la realidad, pero se sintió mejor por hacerlo. Vorkosigan le sujetó la mano y la aupó.

—Muy bien.

Volvieron a verter la tierra en el agujero mucho más rápidamente de lo que la habían excavado, y la apisonaron lo mejor posible caminando sobre ella.

—¿Desea realizar algún tipo de ceremonia? —preguntó Vorkosigan.

Cordelia sacudió la cabeza, pues no le apetecía recitar el vago servicio funeral oficial. Pero se arrodilló junto a la tumba durante unos minutos y rezó una oración más seria, menos segura por sus muertos. La oración pareció revolotear y desvanecerse en el vacío, tan silenciosa como una pluma.

Vorkosigan esperó paciente a que se levantara.

—Es bastante tarde —dijo—, y hemos visto tres buenas razones para no ir dando tumbos en la oscuridad. Bien podemos quedarnos aquí hasta el amanecer. Yo me encargaré de la primera guardia. ¿Todavía quiere golpear mi cabeza con una roca?

—En este momento, no —respondió ella con sinceridad.

—Muy bien. La despertaré más tarde.

Vorkosigan empezó su guardia con una patrulla del perímetro del calvero, llevándose la bengala consigo, que temblequeó entre la negra distancia como una luciérnaga cautiva. Cordelia se tendió junto a Dubauer. Las estrellas titilaban débilmente a través de la bruma. ¿Podría una de ellas ser todavía su nave, o la de Vorkosigan? No era probable, a la distancia a la que sin duda estaban ya.

Se sintió vacía. Energía, voluntad, deseo resbalaban entre sus dedos como líquido brillante, absorbidos por una especie de arena infinita. Miró a Dubauer, tendido a su lado, y apartó su mente del fácil vórtice de la desesperación. Todavía soy comandante, se dijo a sí misma bruscamente; tengo el mando. Todavía me sirves, alférez, aunque no puedas servirte a ti mismo…

La idea pareció el hilo que conducía a una gran reflexión, pero se fundió en sus manos, y poco después se quedó dormida.

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