Ivan parpadeó.
—Oh.
Como Miles esperaba, esta petición de ayuda fue más efectiva que la lógica, las demandas o las exigencias.
—Mira, es como estar en una sala de tácticas —añadió.
—¡Es como estar en una trampa!
—¿No has estado nunca en una sala de tácticas cuando se va la luz? Son trampas. Toda sensación de mando y control es una ilusión. Preferiría encontrarme en el campo de batalla —sonrió, e indicó a su doble con la cabeza—. Además, ¿no crees que Mark merece la oportunidad de compartir tu experiencia?
—Dicho así, tiene cierto atractivo —gruñó Ivan.
Miles bajó el primero a la cámara de bombeo. Creyó oír pasos lejanos en el pasillo. Mark parecía querer salir disparado, pero con Ivan jadeándole al oído tenía pocas posibilidades. Finalmente Ivan, tras tragar saliva, bajó junto a ellos. Miles encendió la linterna. Ivan, el único que era lo bastante alto, cerró la pesada compuerta. El silencio fue sepulcral durante un instante, a excepción de su respiración, mientras permanecían agachados rodilla contra rodilla.
Las manos hinchadas y enrojecidas de Ivan se abrían y se cerraban, pegajosas por el sudor y la sangre.
—Al menos sabemos que no nos oyen.
—Es acogedor —gruñó Miles—. Reza para que nuestros perseguidores sean tan estúpidos como lo fui yo. Pasé por aquí delante dos veces.
Abrió la caja del escáner y colocó el receptor para proyectar la visión norte-sur del pasillo aún vacío. Advirtió que había una leve corriente en la cámara. Cualquier otra cosa anunciaría una riada de agua a través de las tuberías, y sería hora de salir corriendo, con cetagandanos o sin cetagandanos.
—¿Y ahora qué? —dijo Mark con un hilo de voz. Parecía sentirse realmente atrapado, emparedado entre los dos barrayareses.
Con falso aire de tranquilidad, Miles se apoyó contra la pared húmeda y resbaladiza.
—Ahora esperamos. Igual que en una sala de tácticas. Pasas mucho tiempo esperando en una sala de tácticas. Si tienes imaginación, es… un puro infierno —pulsó el comunicador de muñeca—. ¿Nim?
—Sí, señor. Estaba a punto de llamarlo —la voz entrecortada de Nim indicaba que estaba corriendo, o tal vez reptando—. Un vehículo aéreo de la policía acaba de aterrizar en la Torre Siete. Nos retiramos a través del paseo del parque tras la Barrera. El observador informa que los policías acaban de entrar también en la Torre Seis.
—¿Hay alguna novedad sobre el comunicador de muñeca de Quinn?
—Todavía no se ha movido, señor.
—¿Ha establecido alguien ya contacto con el capitán Galeni?
—No, señor. ¿No estaba con usted?
—Se marchó aproximadamente al mismo tiempo en que perdí a Quinn. Lo vi por última vez fuera de la Barrera, aproximadamente en la zona central. Lo envié a buscar otra entrada. Ah… informe inmediatamente si alguien lo localiza.
—Sí, señor.
Maldición, otra preocupación más. ¿Había tenido Galeni problemas con los cetagandanos, los barrayareses o los policías locales? ¿Lo había traicionado su propio estado mental? Miles deseó haber retenido a Galeni a su lado tan apasionadamente como deseaba haber retenido a Quinn. Pero entonces aún no habían encontrado a Ivan: difícilmente podría haber hecho otra cosa. Se sentía como un hombre que intentaba montar un rompecabezas de piezas vivas que se movía y mudaba de forma a intervalos aleatorios con risitas maliciosas. Cambió de expresión. Mark le miraba nervioso; Ivan estaba acurrucado, sin prestar demasiada atención a nada, enzarzado por la forma en que se mordía los labios en una lucha interna con su recién adquirida claustrofobia.
Hubo un movimiento en la distorsionada visión de ciento ochenta grados que el escáner ofrecía del pasillo: un hombre avanzaba en silencio por la curvatura desde el extremo sur. Un oteador cetagandano, supuso Miles, aunque civil. Sostenía en la mano un aturdidor, no un arco de plasma… aparentemente los cetagandanos estaban al corriente de que la policía había entrado en escena con fuerzas demasiado numerosas para ser silenciadas con un conveniente asesinato, y se proponían minimizar la situación o, al menos, quitarle importancia. El cetagandano escrutó el pasillo unos cuantos metros más, luego desapareció por donde había venido.
Un minuto más tarde, movimiento desde el norte: un par de hombres avanzaban de puntillas, tan silenciosamente como podía hacerlo una pareja de gorilas de ese tamaño. Uno de ellos era el atontado que había conseguido participar en una operación encubierta llevando las botas reglamentarias de servicio. También había cambiado el arma por un aturdidor más comedido, aunque su compañero seguía empuñando un mortífero disruptor neural.
Parecía que realmente tendrían ocasión de jugar al tiro al blanco. Ah, el aturdidor, el arma elegida para todo tipo de situaciones inciertas, la única arma con la que te permitías disparar primero y preguntar después.
—¡Enfunda el disruptor neural, eso es, buen chico! —murmuró Miles, mientras el segundo hombre cambiaba también de arma—. Levanta la cabeza, Ivan. Esto quizá sea el mejor espectáculo que veremos en todo el año.
Ivan obedeció, su sonrisa absorta e insegura transmutada en algo genuinamente sardónico, más parecido al Ivan de siempre.
—Oh, mierda, Miles. Destang te cortará las pelotas por orquestar esto.
—De momento, Destang ni siquiera sabe que estoy implicado. Sss. Allá vamos.
El oteador cetagandano había regresado. Hizo un gesto de avance, y un segundo cetagandano se reunió con él. Al otro extremo del pasillo, más allá de su visión debido a la curvatura, los tres barrayareses restantes vinieron corriendo. Eran todos los barrayareses que había en la torre; cualquier vigilancia del perímetro exterior había sido aislada ahora por el cordón policial. Los barrayareses, al parecer, habían renunciado a su presa, misteriosamente desaparecida, y andaban en retirada, esperando salir a través de la Torre Seis lo más rápidamente posible sin tener que dar explicaciones a un puñado de antipáticos terrestres. Los cetagandanos, que habían visto en efecto al supuesto almirante Naismith correr en esta dirección, iban todavía de caza, aunque su retaguardia presumiblemente se cerraba con la presión de los policías que venían detrás.
No había ningún rastro de la retaguardia todavía; ningún indicio de que Quinn estuviera prisionera. Miles no sabía si desear que así fuera o no. Sería agradable saber que estaba aún viva, pero enormemente difícil librarla de las garras cetagandanas antes de que la policía cerrara el cerco. La previsión de bajas mínimas posibles exigía dejarla aturdida o hacerla arrestar, y reclamarla a la policía más tarde… pero ¿y si algún matón cetagandano decidía en el calor de la batalla que las mujeres muertas no hablan? Miles se estremeció como una cafetera hirviendo con la idea.
Tal vez tendría que haber convencido a Mark e Ivan y atacado. Lo rompible dirigiendo a lo discapacitado y lo indigno de confianza en un asalto a lo desconocido… no. ¿Pero habría hecho más, o hecho menos, por cualquier otro oficial bajo su mando? ¿Tanto le preocupaba que su lógica militar estuviera siendo emboscada por sus emociones que ahora fallaba en la dirección opuesta? Eso sería una traición tanto a Quinn como a los dendarii…
El oteador cetagandano apareció en la línea de visión del oteador barrayarés. Los dos dispararon de inmediato y cayeron convertidos en un fardo.
—Reflejos de aturdidor —murmuró Miles—. Es maravilloso.
—Dios mío —dijo Ivan, embobado hasta el punto de olvidar su hermético encierro—, es como el protón aniquilando al antiprotón. Poof.
Los barrayareses restantes, distribuidos a lo largo del pasillo, se aplastaron contra la pared. El cetagandano se tiró al suelo y se arrastró hasta su camarada caído. Un barrayarés se asomó al pasillo y le disparó; el tiro de respuesta del cetagandano se perdió en el aire. Dos de los cuatro barrayareses corrieron hasta los cuerpos inconscientes de sus misteriosos oponentes. Uno se preparó para ofrecer cobertura de fuego, el otro empezó a revisar armas, bolsillos, ropa. Naturalmente, no encontró ninguna identificación. El aturdido barrayarés estaba sacando un zapato para examinarlo (Miles supuso que seguiría con el cuerpo mismo en un momento) cuando una voz ampliada y distorsionada empezó a resonar por todo el pasillo, desde su espalda. Miles no distinguía las palabras, deformadas por el eco, pero su sentido estaba claro.
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