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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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—Maldición —suspiró Miles—. Lamento perderlo incluso para un permiso. Bueno, se lo merece.

Elli se inclinó sobre el respaldo de la silla de su comuconsola, con un suspiro que apenas sacudió el pelo oscuro y los oscuros pensamientos de Miles.

—¿Puedo sugerir que no es el único oficial veterano a quien le vendría bien un poco de tiempo libre? Incluso tú necesitas aliviar el estrés de vez en cuando. Y también te hirieron.

—¿Me hirieron? —la tensión le atenazó la mandíbula—. Oh, los huesos. Los huesos rotos no cuentan. He tenido los huesos quebradizos toda la vida. Sólo he de resistir la tentación de jugar a oficial de campo. El lugar adecuado para mi culo es una bonita silla acolchada en una sala de tácticas, no en primera línea. Si hubiera sabido con antelación que Dagoola iba a ser tan… físico, habría enviado a otro como prisionero de guerra falso. De todas formas, ahí lo tienes. He tenido mi permiso en la enfermería.

—Y luego te pasaste un mes deambulando como un criocadáver calentado en un microondas. Cuando entraste en la sala fue como si la visitara un muerto viviente.

—Dirigí el asunto de Dagoola por pura histeria. No puedes estar despierto tanto tiempo y no pagarlo después con un poco de cansancio. Al menos, yo no puedo.

—Mi impresión fue que había algo más.

Él se giró en la silla para dirigirle una mueca.

—¿Quieres dejarlo? Sí, perdimos a unos cuantos buenos hombres. No me gusta perder a la buena gente. Lloro lágrimas de verdad… ¡en privado, si no te importa!

Ella retrocedió, el gesto cambiado. Miles suavizó el tono de voz, profundamente avergonzado por su estallido.

—Lo siento, Elli. Sé que he estado muy irascible. La muerte de ese pobre prisionero que cayó de la lanzadera me afectó más de lo que… más de lo que tendría que haber permitido. Parece que no puedo…

—Me he pasado de la raya, señor.

El «señor» fue como una aguja que atravesara un muñeco vudú de sí mismo. Miles dio un respingo.

—En absoluto.

Bueno, bueno, bueno, de todas las idioteces que había hecho como almirante Naismith, ¿había establecido jamás una política explícita de no buscar intimidad física con nadie de su propia organización? Le pareció una buena idea en su momento. Tung la había aprobado. Tung era un abuelo, por el amor de Dios, probablemente las gónadas se le habían secado hacía años. Miles recordó cómo había esquivado el primer paso que Elli dio en su dirección. «Un buen oficial no va de compras al economato de la compañía», había explicado con amabilidad. ¿Por qué no le había dado ella un puñetazo en la boca por ser tan fatuo? Había soportado el insulto inintencionado sin comentarios, y nunca lo volvió a intentar. ¿Comprendió que Miles se refería a sí mismo, no a ella?

Cuando estaba con la flota durante periodos prolongados, solía enviarla en misiones especiales, de las cuales invariablemente regresaba con soberbios resultados. Ella había encabezado la avanzadilla a la Tierra, y había preparado a Kaymer y la mayoría de los otros suministradores para cuando la Flota Dendarii llegó a la órbita. Una buena oficial; después de Tung, probablemente la mejor. ¿Qué no daría él por zambullirse en ese esbelto cuerpo y perderse ahora? Demasiado tarde, había dejado pasar la ocasión.

Su boca de terciopelo se arrugó, burlona. Se encogió de hombros; como una hermana, quizás.

—No te daré más la lata. Pero al menos piénsatelo. Creo que nunca he visto a un ser humano que necesite relajarse más que tú ahora.

Oh, Dios, vaya frase… ¿qué significaban exactamente esas palabras? Su pecho se tensó. ¿El comentario de un camarada, o una invitación? Si era un mero comentario, y él lo confundía con lo segundo, ¿pensaría que contaba con sus favores sexuales? En caso contrario, ¿se sentiría insultada de nuevo y no le dirigiría la palabra en los años venideros? Miles sonrió, lleno de pánico.

—Cobrar —estalló—. Lo que necesito ahora mismo es cobrar, no descansar. Después de eso, después de eso… um, tal vez podemos ver algunos paisajes. Parece un auténtico crimen venir hasta aquí y no ver nada de la vieja Tierra, aunque sea por accidente. Se supone que he de tener a un guardaespaldas en todo momento mientras esté allá abajo, así que podríamos doblarlo.

Ella suspiró y se enderezó.

—Sí, el deber primero, por supuesto.

Sí, el deber primero. Y su siguiente deber era informar a los jefes del almirante Naismith. Después de eso, todos sus problemas se simplificarían enormemente.

Miles hubiese deseado haberse podido vestir de civil antes de embarcarse en aquella expedición. Su uniforme de almirante dendarii, gris y blanco, destacaba como una bengala en el centro comercial. Si al menos hubiese hecho que Elli se cambiara, habrían podido pasar por un soldado de permiso y su novia. Pero su ropa civil se había quedado olvidada varios planetas atrás… ¿la recuperaría alguna vez? Era cara y a medida, no como muestra de su condición social sino por necesidad.

Normalmente no tenía en cuenta las peculiaridades de su cuerpo: una cabeza enorme exagerada para un cuello corto que coronaba una espalda retorcida; todo reducido a una altura de menos de metro y medio, el legado de un accidente congénito. Pero nada resaltaba más sus defectos, según su opinión, que tratar de llevar ropa de alguien de estatura y hechura normales. «¿Estás seguro de que es el uniforme lo que destaca, muchacho? —pensó para sí—. ¿O estás jugando al escondite con tu cabeza otra vez? Déjalo.»

Volvió a prestar atención a su entorno. La ciudad espaciopuerto de Londres, un rompecabezas de casi dos milenios de estilos arquitectónicos contrapuestos, resultaba fascinante. La luz del sol de la tarde a través de las vidrieras de la arcada era de un color rico y sorprendente, sobrecogedor. Con eso le habría bastado para deducir que había regresado a su planeta ancestral. Tal vez más adelante tuviera la posibilidad de visitar más emplazamientos históricos, en una visita submarina al lago Los Ángeles o a Nueva York tras los grandes diques, por ejemplo.

Elli dio otra nerviosa ronda, observando a la multitud. Parecía improbable que los comandos de asalto cetagandanos escogieran ese lugar para aparecer, pero de todas formas Miles se alegraba de que ella estuviera alerta, pues le permitía sentirse cansado. «Puedes venir a buscar asesinos debajo de mi cama cuando quieras, encanto…»

—En cierto modo, me alegro de que acabáramos aquí —le comentó a la mujer—. Podría ser una oportunidad excelente para que el almirante Naismith desaparezca del mapa durante una temporada. Para calmar los ánimos de los dendarii. Los cetagandanos se parecen mucho a los de Barrayar, de veras, tienen una visión muy personal del mando.

—Pareces muy confiado.

—Puro condicionamiento. Que unos auténticos desconocidos intenten matarme me hace sentirme como en casa —una idea le llenó de macabra alegría—. ¿Sabes que es la primera vez que alguien trata de matarme por mí mismo, y no por mis parientes? ¿He llegado a contarte lo que hizo mi abuelo cuando me…?

Ella cortó su cháchara con una indicación de barbilla.

—Creo que esto es…

Él siguió su mirada. Sí que estaba cansado. Elli había localizado a su contacto antes que él. El hombre que se les acercaba con una expresión dubitativa en los ojos llevaba ropa terrestre, pero el pelo trenzado al estilo militar barrayarés. Un suboficial, tal vez. Los oficiales preferían un estilo patricio algo menos severo. «Necesito un corte de pelo», pensó Miles, sintiendo de pronto pegajoso el cuello.

—¿Milord? —dijo el hombre.

—¿Sargento Barth?

El hombre asintió, miró a Elli.

—¿Quién es ésta?

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