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Lois Bujold: En caída libre

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Lois Bujold En caída libre

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Leo Graf era tan sólo un competente ingeniero de soldadura: se ocupaba de sus asuntos, hacia bien el trabajo y se ajustaba a las especificaciones. Pero todo cambió cuando fue asonado al Hábitat Cay y conoció a los cuadrúmanos, seres sin piernas y con cuatro brazos adaptados por la ingeniería genética para el trabajo en ausencia de la gravedad. ¿Quién podría permanecer indiferente antela explotación y la esclavitud de un millar de jóvenes tratados como objetos por Galac-Tech. la gran corporación espacial? Fue relativamente fácil adoptar, un tanto ilegalmente, a un millar de cuadrúmanos. Lo difícil fue enseñarles a ser libres. Un retorno de lujo a los temas de la ciencia ficción campbelliana basada en la aventura y la especulación científica inteligente, con personajes de una entrañable «normalidad». Un hito en la moderna literatura de ciencia ficción.

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—Sí, totalmente claro —dijo Leo.

—Lo siento —respondió sinceramente—. Pero hasta que haya pasado un tiempo en el Hábitat, debe abstenerse de hacer juicios prematuros.

Soy un ingeniero de pruebas, señora, pensó Leo. Mi trabajo consiste en hacer juicios todo el día. Pero no dijo lo que pensaba en voz alta. Lograron alcanzar un tono de leve cordialidad.

El vídeo de entretenimiento se llamaba Animales, Animales, Animales. Silver volvió a pasar la secuencia de los «Gatos» por tercera vez.

—¿Otra vez? —dijo Claire, que también se encontraba en la sala de vídeo.

—Sólo una más —le rogó Silver. Abrió la boca ante la fascinación que le produjo ver aparecer el persa negro en la pantalla. Pero por respeto a Claire, bajó la música y la narración. La criatura estaba acurrucada, lamiendo leche de un recipiente. Estaba adherida al suelo, por el efecto de la gravedad terrestre. Las gotitas blancas que le caían de la lengua rosada volvían a caer en el recipiente, como si estuvieran magnetizadas.

—Me gustaría tener un gato. Parecen tan suaves…

Silver extendió la mano inferior derecha para acariciar la imagen de tamaño natural. No había ninguna sensación táctil. Solamente podía ver cómo la película coloreada le acariciaba la piel. Con la mano tocó al gato y suspiró.

—Mira, uno lo puede tener en sus brazos como a un bebé. —El vídeo mostraba ahora al dueño terrestre del gato que lo recogía en sus brazos. Los dos parecían presumidos.

—Bueno, tal vez te permitan tener un bebé pronto —dijo Claire.

—No es lo mismo —le contestó Silver. Sin embargo, no podía dejar de mirar con cierta envidia a Andy, que dormía acurrucado cerca de su madre—. Me pregunto si alguna vez tendré la oportunidad de descender del espacio.

—¿Para qué? —le preguntó Claire—. ¿A quién le gustaría? Parece tan incómodo. Y además peligroso.

—Los terrestres se las apañan. De todas maneras, todas las cosas interesantes parecen venir de los planetas. Y las personas interesantes, también, agregó con el pensamiento. Recordó su ex profesor, el señor Van Atta. También al señor Graf, a quien había conocido mientras cumplía su turno matutino en Hidroponía. Otro alguien con piernas que visitaba varios lugares y hacía que sucedieran cosas. Van Atta había dicho que había nacido .en el viejo planeta Tierra.

De pronto, se oyó un golpe sordo en la puerta de la burbuja a prueba de ruidos. Silver la abrió con su control remoto. Siggy, con la camiseta y los shorts amarillos del personal de Mantenimiento de los Sistemas de Aire, asomó la cabeza.

—Todo arreglado, Silver.

—Muy bien. Pasa.

Siggy entró en la cámara. Ella volvió a cerrar la puerta. Siggy se dio la vuelta, sacó una herramienta de un bolsillo del cinturón y trabó el mecanismo de la puerta. Dejó todo de manera tal que, en caso de urgencia, cualquiera pudiera entrar. Como por ejemplo, que la doctora Yei golpeara la puerta y les preguntara qué estaban haciendo. Silver ya había sacado la cubierta trasera del aparato de holovisión. Siggy pasó junto a ella y conectó el distorsionador electrónico casero. Cualquiera que intentara monitorizar lo que ellos estaban mirando no obtendría más que estática.

—Es una gran idea —afirmó Siggy con entusiasmo.

Claire no parecía estar tan segura.

—¿Estás seguro que no nos meteremos en demasiados problemas si nos atrapan?

—No veo por qué —espetó Silver—. El señor Van Atta desconecta la alarma de humo en su recinto cuando decide fumar.

—Pensé que los planetarios no podían fumar a bordo —dijo Siggy, asombrado.

—El señor Van Atta dice que es un privilegio del rango —comentó Silver y entonces pensó: Ojalá yo tuviera un rango…

—¿Alguna vez te ha dado uno de sus cigarrillos? —preguntó Claire, con un tono de absoluta fascinación.

—Una vez —contestó Silver.

—Bueno —dijo Siggy, que sonreía de admiración—. ¿Cómo era?

Silver hizo un gesto de disgusto.

—Nada especial. Tenía un sabor desagradable. Me puso los ojos rojos. Por cierto. no llegué a entender el sentido. Tal vez los terrestres tienen alguna reacción bioquímica que nosotros no tenemos. Le pregunté al señor Van Atta, pero lo único que hizo fue reírse de lo que le había preguntado.

—Oh —dijo Siggy y concentró su interés en el dispositivo del holovídeo. Los tres cuadrúmanos se acomodaron alrededor. El silencio invadió la burbuja cuando comenzó la música y aparecieron las letras rojas delante de sus ojos: El Prisionero de Zenda.

La primera toma era una escena auténticamente detallada de una calle a comienzos de la civilización, antes de los viajes espaciales y hasta de la electricidad. Cuatro caballeros lustrosos, con sus respectivos arneses, acarreaban una caja sobre ruedas.

—¿No puedes conseguir algo más de la serie de Ninja de las Estrellas Gemelas! —protestó Siggy—. Ésta es otra de esas porquerías que te gustan. Quiero algo más realista, como esa escena de la persecución por el anillo del asteroide…

Sus manos se perseguían entre sí, al mismo tiempo que hacía ruidos nasales que indicaban la alta aceleración de las maquinarias.

—Cállate y mira todos esos animales —dijo Silver—. Tantos… y no es un zoológico. El lugar está apestado de animales.

—Apestado es la palabra correcta —rió Claire—. Piensa en que no usan pañales. Siggy olfateó.

—La Tierra debió de ser un lugar realmente desagradable para vivir, en aquella época. Es evidente por qué la gente tenía piernas. Necesitaban algo que la elevara de todo eso…

Silver apagó el vídeo con brusquedad.

—Si no podéis hablar de otra cosa —dijo, en tono de amenaza—, volveré a mi dormitorio. Con mi vídeo. Y vosotras podéis volver a estudiar Técnicas de Limpieza y Mantenimiento para Áreas de Alimentos.

—Perdón. —Siggy abrazó su propio cuerpo con todos sus brazos, en actitud sumisa, intentando parecer arrepentida.

—Bien. —Claire se abstuvo de hacer comentarios.

Silver volvió a conectar el vídeo y siguió mirando, absorta, en un silencio ininterrumpido. Cuando comenzaron las imágenes de trenes, incluso Siggy dejó de moverse.

Leo había comenzado bien su primera clase.

—Ahora bien. Aquí tenemos una sección típica de soldadura por haz de electrones —explicaba mientras manejaba los controles del holovídeo. Una imagen fantasma de un azul brillante, el registro de inspección del objeto original de rayos X generado por el ordenador, tomó cuerpo en el centro de la habitación—. Separaos un poco, chicos, para que todos podáis ver bien.

Los cuadrúmanos se acomodaron alrededor del dispositivo. Formaron un círculo atento en el cual todos extendían las manos para ayudar a sus vecinos a lograr una posición de suspenso en el aire que fuera tolerable. La doctora Yei estaba sentada —si es que se podía llamar así— en el fondo, sin molestar a nadie. Estaría inspeccionando su pureza política, supuso Leo, aunque no le importaba. No tenía intención de cambiar ni una coma de su curso debido a su presencia.

Leo hizo girar la imagen, de manera que cada estudiante pudiera verla desde todos los ángulos.

—Ahora, ampliemos esta parte. Podéis ver la sección en forma de V a causa del rayo de alta densidad y energía, ya familiar de vuestros cursos básicos de soldadura, ¿no es verdad? Fijaos en esas pequeñas porosidades redondas aquí… — Una nueva ampliación—. ¿Diríais que esta soldadura es defectuosa o no?—Casi añadió levantad la mano, antes de darse cuenta de lo ininteligible de la orden. Algunos estudiantes de camiseta roja resolvieron su dilema al cruzar sus brazos superiores sobré el pecho. Leo señaló a Tony.

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