Kim Robinson - Marte Verde

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Marte rojo ya no existe, fue destruido por la fallida revolución del 2062. Una generación más tarde, Marte verde ha sido terraformado y areoformado. Pero también hay otros que quieren explotar las riquezas minerales de Marte, las materias primas que la Tierra necesita. La nueva generación de colonos está expuesta a insurrecciones, conflictos y pruebas. Sobrevivientes de los Primeros Cien, entre ellos Hiroko, Nadia, Maya y Simon, saben que la tecnología no es suficiente. La creación de un nuevo mundo requiere confianza y colaboración, pero esas cualidades son tan escasas como el aire mismo que respiran en Marte…
Tengo la impresión que Kim Stanley Robinson fue uno de los primeros colonos en Marte, y que ha regresado para contarnos la historia en esta brillante nueva novela.

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—¡Estás caliente! —exclamó Jackie.

—Siéntelo —dijo Nirgal, y por un momento ella se abandonó a él. Luego, alarmada, se separó de Nirgal y se metió en la piscina. El se quedó en el borde hasta que dejó de temblar.

—Caramba —dijo Nadia—. Una especie de combustión metabólica. Había oído hablar de eso, pero nunca había presenciado ninguna.

—¿Sabes cómo lo haces? —le preguntó Sax. Nadia, Michel y Rya lo miraban con una expresión curiosa que él no deseaba enfrentar.

Nirgal negó con la cabeza y se sentó en el borde de la piscina, de repente exhausto. Sumergió los pies y sintió el agua como fuego líquido. Peces que saltan libres hacia el aire, el fuego interior, el blanco dentro del verde, la alquimia, el vuelo con las águilas… ¡rayos brotando de las puntas de sus dedos!

La gente lo miraba. Los habitantes de Zigoto le echaban miradas de soslayo cuando él reía o decía algo inusual, cuando creían que no los veía. A ellos era fácil ignorarlos, pero con los visitantes era más difícil, porque eran muy directos.

—Oh, tú eres Nirgal —dijo una mujer pelirroja que llevaba el pelo cano—. He oído decir que eres brillante.

Nirgal, siempre al límite de su capacidad de comprensión, se ruborizó y sacudió la cabeza mientras ella lo inspeccionaba con detenimiento. La mujer pareció quedar satisfecha con el examen, sonrió y le tendió la mano.

—Me alegro de conocerte.

Una vez, cuando tenían cinco años, Jackie llevó a la escuela una vieja IA. Ignorando la mirada furiosa de Maya, la profesora de ese día, la mostró a los demás.

—Ésta es la IA de mi abuelo. Conserva un montón de las cosas que dijo. Kasei me la ha dado.

Kasei iba a abandonar Zigoto para ir a vivir a otro refugio, aunque no al refugio donde vivía Esther.

Jackie activó el atril.

—Pauline, reproduce algo de lo que dijo mi abuelo.

—Bien, aquí estamos —dijo una voz de hombre.

—No, algo diferente. Lo que decía sobre las colonias ocultas. La voz del hombre dijo:

—La colonia oculta tiene que tener por fuerza contacto con asentamientos en la superficie. Hay demasiadas cosas que ellos no pueden elaborar si permanecen ocultos. Por ejemplo, las barras de combustible nuclear. Hay un control muy estricto, y los archivos podrían revelar que han estado desapareciendo.

La voz calló. Maya ordenó a Jackie apagar el atril, y empezó con otra lección de historia, el siglo XIX explicado en un ruso tan seco y con frases tan cortas que la voz le temblaba. Y después siguieron con álgebra. Maya insistía en que tenían que aprender bien las matemáticas.

—Estáis recibiendo una educación horrorosa —solía decir, sacudiendo la cabeza amenazadoramente—. Pero sí aprendéis matemáticas, podréis recuperaros más tarde. —Les echaba una mirada furibunda y les exigía la siguiente respuesta.

Nirgal la miraba y recordaba el tiempo en que había sido la Bruja Mala para ellos. Era extraño ser ella, tan sombría unas veces y tan alegre otras. Nirgal podía mirar a la mayoría de los habitantes de Zigoto y sentir cómo sería ser ellos. Podía leerlo en las caras, del mismo modo que podía ver el segundo color en el interior del primero: era como un don, como su hiperaguda sensación de la temperatura. Pero no entendía a Maya.

En invierno hacían incursiones en la superficie, hasta el cráter cercano donde Nadia estaba construyendo un refugio, y las dunas salpicadas de hielo, más allá. Pero cuando el manto de niebla se levantaba, debían quedarse bajo la cúpula, o como mucho en la galería de los ventanales. Tenían que cuidarse de no ser vistos desde arriba. Nadie sabía con certeza si la policía seguía vigilando desde el espacio, pero era mejor mantenerse a cubierto. Eso decían los issei. Peter se ausentaba a menudo, y sus viajes le habían hecho llegar a la conclusión de que la caza de las colonias ocultas había terminado. Y que, de todas formas, la caza era inútil.

—Hay asentamientos de la resistencia al descubierto y mucho ruido ahora allá afuera, térmico y visual, e incluso de radio —dijo—. No hay forma de que identifiquen todas las señales que reciben.

Sax no estaba de acuerdo.

—Los programas algorítmicos de búsqueda son muy eficaces.

Maya insistía en que se mantuviesen a cubierto y reforzasen los sistemas electrónicos, y enviasen el excedente de calor al corazón del casquete polar. A Hiroko le parecieron razonables estas medidas, y por tanto los demás también las aceptaron.

—Es diferente para nosotros —le dijo Maya a Peter, con una expresión angustiada.

Una mañana en la escuela, Sax les explicó que había un agujero de transición a unos doscientos kilómetros al noroeste. La nube que veían a veces en esa dirección era el penacho termal del agujero; algunos días era compacta y permanecía inmóvil; otros, el viento arrastraba delgados jirones hacia el este. En la siguiente visita de Coyote, durante la cena, le preguntaron si lo había visitado, y él les dijo que sí y les explicó que el agujero casi había alcanzado el centro de Marte y el fondo era lava líquida y burbujeante.

—Eso no es cierto —dijo Maya, despectivamente—. Sólo han bajado diez o quince kilómetros. El fondo es de roca dura.

—Pero roca caliente —dijo Hiroko—. Y ahora ya son veinte kilómetros.

—Claro, y eso significa que están haciendo el trabajo por nosotros — se quejó Maya—. ¿No crees que somos parásitos de los asentamientos de la superficie? Tu viriditas no llegaría muy lejos sin la ingeniería del exterior.

—Al final se revelará que es una simbiosis —dijo Hiroko, serena. Miró a Maya hasta que ésta se levantó y salió de la habitación. Hiroko era la única persona en Zigoto que podía obligar a Maya a bajar la mirada.

Hiroko era muy extraña, pensó Nirgal al observar a su madre después de este intercambio. Hablaba con él y con todo el mundo como con iguales, era evidente que para ella todos eran iguales, y que nadie era especial. Nirgal recordaba vivamente el tiempo en que las cosas habían sido diferentes, cuando ellos dos eran las dos partes de un todo. Pero ahora ella tenía el mismo interés por él que por los demás, impersonal y distante. Hiroko actuaría siempre del mismo modo, sin importarle lo que pudiera ocurrir, pensó. Nadia o Maya se preocupaban más por él. Y sin embargo Hiroko era la madre de todos. Y Nirgal, como el resto de los residentes de Zigoto, todavía bajaba a la pequeña casita de bambú cuando necesitaba algo que no podía encontrar en la gente corriente: consuelo, consejo…

Pero cuando lo hacía, la mitad de las veces encontraba a Hiroko y a su pequeño grupo de allegados «en silencio», y si quería quedarse tenía que callar. A veces esto se prolongaba durante días, y él acababa por desistir. O quizá llegaba durante la areofanía y se elevaba en el canto extático de los nombres de Marte, y se convertía en parte integrante del pequeño grupo cerrado en el corazón del mundo, con Hiroko a su lado, rodeándolo con el brazo, apretándolo fuerte.

Eso era una especie de amor, y él lo atesoraba. Pero ya no era como en los viejos días, cuando paseaban juntos por la playa.

Una mañana Nirgal entró en la escuela y encontró a Jackie y Harmakhis en el vestuario. Se sobresaltaron cuando entró, y Nirgal se quitó el abrigo y se dirigió al aula con la certeza de que habían estado besuqueándose.

Después de la escuela fue a pasear alrededor del lago bajo el resplandor blanco-azulado de la tarde estival, y observó la máquina de las olas, que subía y bajaba como la opresión que le atenazaba el pecho. El dolor le ondeaba por el cuerpo como las olas sobre la superficie del agua. Era ridículo, lo sabía, pero no podía evitarlo. En los últimos tiempos era cosa común entre ellos eso de besarse, sobre todo cuando chapoteaban, forcejeaban y se hacían cosquillas en los baños. Las chicas se besaban entre ellas y decían que esas «prácticas» no contaban, y a veces lo hacían con los chicos. Rachel había besado muchas veces a Nirgal, y también Emily y Tiu y Nanedi lo habían abrazado y le habían besado las orejas para avergonzarlo con una erección delante de todos en el baño común. En otra ocasión, Jackie lo había liberado de ellas y lo había empujado hacia el fondo y le había mordido en el hombro mientras luchaban. Y éstos eran sólo los más memorables de los cientos de contactos húmedos y resbaladizos que estaban convirtiendo el baño en el momento culminante del día.

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