Kim Robinson - Marte Verde

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Marte rojo ya no existe, fue destruido por la fallida revolución del 2062. Una generación más tarde, Marte verde ha sido terraformado y areoformado. Pero también hay otros que quieren explotar las riquezas minerales de Marte, las materias primas que la Tierra necesita. La nueva generación de colonos está expuesta a insurrecciones, conflictos y pruebas. Sobrevivientes de los Primeros Cien, entre ellos Hiroko, Nadia, Maya y Simon, saben que la tecnología no es suficiente. La creación de un nuevo mundo requiere confianza y colaboración, pero esas cualidades son tan escasas como el aire mismo que respiran en Marte…
Tengo la impresión que Kim Stanley Robinson fue uno de los primeros colonos en Marte, y que ha regresado para contarnos la historia en esta brillante nueva novela.

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—Bien, los aminoácidos de las proteínas rompen enlaces covalentes, y esas rupturas liberan la llamada energía de disociación de los enlaces.

—¿Pero por qué?

Sax parpadeaba aún más deprisa.

—Bien, es una simple cuestión de física —decía, y empezaba a dibujar esquemas vigorosamente—. Los enlaces covalentes se forman cuando las órbitas de dos átomos se funden en una sola, ocupada por los electrones de ambos átomos. Al romperse ese enlace, se liberan de treinta a cien kilocalorías de energía almacenada.

Entonces varios preguntaban a coro:

—¿Pero por qué?

Esto llevaba a Sax a la física subatómica, donde la cadena de las preguntas y respuestas podía prolongarse más de media hora sin que el pobre hombre dijera nada que ellos entendieran. Al cabo, los chicos sentían que el juego se acercaba a su fin.

—¿Pero por qué?

—Bueno —decía Sax, haciendo un esfuerzo por recapitular—, porque los átomos quieren recuperar un número estable de electrones, y sólo comparten electrones cuando se ven obligados a hacerlo.

—¿Pero por qué?

A esas alturas Sax estaba atrapado.

—Porque ésta es una de las formas de unión de los átomos. Entre otras.

—¿Pero por qué?

Sax se encogía de hombros.

—Porque así funciona la energía atómica. Porque así se originaron las cosas…

Y todos gritaban:

—…en el Big Bang.

Los niños aullaban alborozados y Sax fruncía el ceño al darse cuenta de que había vuelto a caer. Suspiraba y retomaba el tema que estaba tratando cuando el juego empezara. Pero por más veces que ellos lo hubieran hecho, él nunca parecía acordarse, siempre que él por qué inicial fuese plausible. E incluso cuando se daba cuenta parecía incapaz de evitarlo. Su única defensa era decir, ligeramente contrariado: «¿Por qué qué?». Eso dificultó el juego durante algún tiempo; pero Nirgal y Jackie pronto se convirtieron en maestros en el arte de adivinar lo que en cualquier planteamiento merecía un por qué, y entonces Sax se sentía obligado a continuar respondiendo hasta que la cadena llegaba al Big Bang o, de cuando en cuando, incluso a un apenas audible «No lo sabemos».

—¡No lo sabemos! —exclamaba entonces la clase en pleno con fingida consternación—. ¿Por qué no?

—No ha podido dársele una explicación —decía él, nervioso—. Aún no.

Y así transcurrían las buenas mañanas con Sax; y tanto los niños como él parecían estar de acuerdo en que eran mejores que aquellas en las cuales Sax escribía en la pizarra, salmodiaba sin interrupción, se volvía, los encontraba dormidos sobre los pupitres y entonces protestaba:

«Ésta es una cuestión muy importante».

Cierta mañana, pensando en el desconcierto de Sax, Nirgal esperó en la clase hasta que él y Sax se quedaron solos, y entonces le preguntó:

—¿Por qué te disgusta tanto no poder explicar el porqué de algo? Sax volvió a fruncir el ceño. Tras un largo silencio, dijo con lentitud:

—Yo intento comprender. Presto atención a las cosas, las examino muy de cerca. Me aproximo cuanto puedo. Me concentro en la especificidad de cada momento y deseo comprender por qué las cosas ocurren como ocurren. Soy curioso y creo que todo sucede por alguna razón. Todo. Por tanto, en teoría tendríamos que ser capaces de encontrar esas razones siempre. Cuando no podemos… bien, me siento ultrajado. A veces lo llamo… —miró con timidez a Nirgal, y éste comprendió que Sax nunca le había contado aquello a nadie—, lo llamo la Gran Incógnita.

Nirgal tuvo la súbita certeza de que Sax estaba definiendo el mundo blanco. El mundo blanco dentro del verde, lo opuesto al mundo verde de Hiroko dentro del blanco. Y ambos tenían sentimientos opuestos con relación a ellos. En el mundo verde, cuando se enfrentaba a algo misterioso, Hiroko lo reverenciaba y se sentía feliz: era la viriditas, un poder sagrado. Cuando eso mismo le ocurría a Sax en su mundo blanco, para él era la Gran Incógnita, peligrosa y angustiante. A él le interesaba la verdad, mientras que a Hiroko le interesaba lo real. O tal vez fuera al revés, esas palabras eran engañosas. Era mejor decir que ella amaba el mundo verde y Sax, el mundo blanco.

—¡Exactamente! —exclamó Michel cuando Nirgal compartió con él esta observación—. Muy bien, Nirgal. Eres muy perspicaz. Según la terminología arquetípica, llamaríamos al verde y al blanco el Místico y el Científico, ambas figuras muy poderosas, como ya sabes. Pero lo que necesitamos, si me lo preguntas, es una combinación de las dos, lo que llamamos el Alquimista.

El verde y el blanco.

Los niños tenían las tardes libres y podían hacer lo que quisieran, y a veces se quedaban con el profesor del día. Pero con más frecuencia corrían por la playa o jugaban en la aldea, que se acurrucaba entre un grupo de colinas bajas, entre el lago y el túnel de entrada. Trepaban por las escaleras de caracol de las grandes casas de bambú y jugaban al escondite en las habitaciones superpuestas y los puentes colgantes que comunicaban las diferentes ramas. Los dormitorios de bambú formaban una medialuna que ceñía la mayor parte de la aldea. Los grandes troncos tenían una altura de seis o siete segmentos, y cada segmento albergaba una habitación, más reducida cuanto más arriba estuviese. Los niños ocupaban habitaciones individuales en la parte alta: cilindros verticales con ventanas de tres o cuatro metros de ancho, como las torres de los castillos de los cuentos. En los segmentos intermedios se alojaban los adultos, casi siempre solos, aunque también había algunas parejas. Las salas comunes ocupaban los segmentos inferiores. Desde las ventanas de las habitaciones superiores se dominaban los tejados de la aldea, apiñados en el círculo de colinas, bambúes e invernaderos como los mejillones en los bajíos del lago.

En los juegos, Jackie y Harmakhis solían llevar la voz cantante, y Nirgal y los otros los seguían. El grupo se regía por unas complicadas relaciones jerárquicas, y a veces Nirgal se cansaba de esos juegos y bajaba a correr solo alrededor del lago. El ritmo continuo y lento de la carrera parecían envolver el mundo entero.

Siempre hacía frío bajo la cúpula, pero la luz cambiaba continuamente. En verano, la cúpula mostraba un blanco azulado y unos lápices luminosos surgían de los huecos de las claraboyas. En invierno reinaba la oscuridad, la cúpula reflejaba la luz de las lámparas y semejaba el interior de una concha marina. En primavera y otoño la luz se debilitaba por las tardes hasta convertirse en una penumbra gris y espectral, y los colores desaparecían o sólo se insinuaban en los diferentes tonos grises, y las hojas de los bambúes y las agujas de los pinos parecían trazos negros contra el débil blanco de la cúpula. En esas horas, los invernaderos brillaban como grandes lámparas encamadas en las colinas, y los niños, como gaviotas, regresaban a casa, hacía los baños. Allí, en el edificio alargado contiguo a la cocina, se desnudaban y se sumergían en el vapor del baño principal, se deslizaban sobre los azulejos del fondo y el calor volvía a las manos, pies y caras mientras chapoteaban alegremente alrededor de los issei empapados con caras de tortuga y cuerpos arrugados y velludos.

Después del baño caliente se vestían y desfilaban hacia la cocina; húmedos y con la piel sonrosada, hacían cola y llenaban sus bandejas, y luego se sentaban a las mesas mezclados con los adultos. Zigoto tenía ciento veinticuatro residentes permanentes, pero era habitual que el número se elevara a doscientos. Cuando se sentaban, tomaban las jarras de agua y se servían unos a otros, y luego atacaban la comida caliente con fruición, y engullían patatas, tortillas, pasta, tabouli, pan, cien vegetales distintos y de vez en cuando pescado o pollo. Tras las comidas, los adultos hablaban de las cosechas o el Rickover, un viejo reactor nuclear rápido del que estaban muy orgullosos, o de la Tierra, mientras los niños despejaban las mesas, y luego tocaban música o jugaban, y todos iniciaban el lento proceso de quedarse dormidos.

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