Kim Robinson - Marte Verde

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Marte Verde: краткое содержание, описание и аннотация

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Marte rojo ya no existe, fue destruido por la fallida revolución del 2062. Una generación más tarde, Marte verde ha sido terraformado y areoformado. Pero también hay otros que quieren explotar las riquezas minerales de Marte, las materias primas que la Tierra necesita. La nueva generación de colonos está expuesta a insurrecciones, conflictos y pruebas. Sobrevivientes de los Primeros Cien, entre ellos Hiroko, Nadia, Maya y Simon, saben que la tecnología no es suficiente. La creación de un nuevo mundo requiere confianza y colaboración, pero esas cualidades son tan escasas como el aire mismo que respiran en Marte…
Tengo la impresión que Kim Stanley Robinson fue uno de los primeros colonos en Marte, y que ha regresado para contarnos la historia en esta brillante nueva novela.

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Éste era para ella el acto supremo de amor, y a pesar de que no lo entendían del todo, cuando Hiroko hablaba ellos experimentaban ese amor. Otro empujón, un calor distinto en la envoltura del frío. Hiroko los acariciaba mientras hablaba, y ellos cavaban en busca de caracolas y la escuchaban.

—¡Almejas del fango! Lapas antárticas. Esponja de cristal… Cuidado, podéis cortaros. —Con sólo mirarla Nirgal se sentía feliz.

Y una mañana, cuando se levantaron para ir a excavar a otro lugar de la playa, ella le devolvió la mirada, y Nirgal reconoció la expresión: era la de él cuando la miraba. ¡Así que él también la hacía feliz! Se sintió ebrio de alegría.

Nirgal la tomó de la mano mientras paseaban por la playa.

—Es una ecología sencilla en muchos aspectos —dijo ella al arrodillarse para examinar la concha de otra almeja—. No hay muchas especies, y las cadenas alimenticias son cortas, pero tan ricas, tan hermosas. —Comprobó la temperatura del lago con la mano.— ¿Ves la neblina? El agua debe de estar caliente hoy.

En ese momento estaban solos, los demás niños correteaban por las dunas o por la playa. Nirgal se inclinó para tocar una ola que iba a morir a sus pies dejando un blanco encaje de espuma.

—Está a poco más de doscientos setenta y cinco grados.

—¡Siempre tan seguro!

—Siempre puedo decirlo.

—A ver —le desafió ella—, ¿tengo fiebre?

Él alzó la mano y la posó en el cuello de Hiroko.

—No, estás fría.

—Así es. Siempre estoy medio grado por debajo. Vlad y Ursula no se explican por qué.

—Es porque eres feliz.

Hiroko rió, igual que Jackie, llena de alegría.

—Te quiero, Nirgal.

Él sintió que su interior se calentaba como sí cobijara una estufa. Medio grado al menos.

—Y yo te quiero a ti.

Siguieron paseando por la playa tomados de la mano, caminando en silencio tras los chorlitos.

Coyote regresó e Hiroko le dijo:

—Muy bien, vamos a llevarlos fuera.

Y a la mañana siguiente, Hiroko, Coyote y Peter los guiaron a través de las antecámaras y por el largo túnel blanco que conectaba la cúpula con el mundo exterior. Al final del túnel estaba el hangar y sobre él la galería del acantilado. Los niños habían visitado la galería con Peter otras veces, y habían visto la arena helada y el cielo rosado a través de las pequeñas ventanas polarizadas, tratando de imaginar la gran pared de hielo que los albergaba: el casquete polar meridional, la base del mundo, donde vivían para escapar de gentes que los meterían en la cárcel si los descubrieran.

Por eso no habían salido nunca de la galería. Pero aquel día entraron en las antecámaras del hangar y se enfundaron en unos monos elásticos, luego se pusieron unas pesadas botas y gruesos guantes y por último unos cascos con una ventana con forma de burbuja en la parte frontal. Los chicos estaban cada vez más excitados, pero al fin la excitación se transformó en algo parecido al miedo, y Simud empezó a llorar y a decir que no quería ir. Hiroko la tranquilizó con una larga caricia.

—Vamos, yo iré contigo.

Los niños se apretaron unos contra otros en silencio y siguieron a los adultos hasta la antecámara. La puerta exterior se abrió con un siseo. Apiñados en torno a Peter, Coyote e Hiroko, salieron con cautela, entrechocándose.

Un resplandor intenso los encegueció. Una niebla blanca lo envolvía todo. El suelo estaba moteado de intrincadas flores de hielo que centelleaban en aquel baño de luz. Hiroko y Coyote, que llevaban a Nirgal de la mano, lo impulsaron hacia adelante y lo soltaron. Él se tambaleó ante la embestida del blanco resplandor.

—Éste es el manto de niebla —dijo Hiroko por el intercomunicador—. Se mantiene durante todo el invierno. Pero ahora estamos en L s205, en primavera, cuando la fuerza verde empuja con más vigor en el mundo, alimentada por la luz solar. ¡Miradla!

Nirgal no veía más que una blanca bola de fuego. De repente, la luz traspasó esa bola y la transformó en un manantial de colores: la arena helada se convirtió en magnesio pulido y las flores de hielo en joyas incandescentes. El viento sopló y rasgó la niebla; se abrieron claros y aparecieron porciones de tierra en la distancia, y Nirgal sintió vértigo.

¡Todo era tan grande! Apoyó una rodilla en la arena y puso las manos sobre la otra pierna para mantener el equilibrio. Las rocas, tachonadas de escamas circulares de liquen negro y verde, y las flores de hielo brillaban como bajo un microscopio.

Una colina de cima chata se recortaba en el horizonte: un cráter. Las rodadas de un rover, casi cubiertas por la escarcha, como si llevaran allí un millón de años, surcaban la grava. El orden latía en el caos de luz y roca, el liquen verde se fundía con el mundo blanco…

Todos hablaban a la vez. Los niños correteaban y gritaban alborozados cada vez que la niebla se abría y les permitía atisbar el rosa intenso del cielo. Coyote reía con ganas.

—Son como terneros de invierno que salen del establo en la primavera. Míralos, dando traspiés, pobres pequeños. ¡Ja, ja, ja! Hiroko, no pueden seguir viviendo así. —Y soltaba su extraño cacareo mientras levantaba niños de la arena y los ponía en pie.

Nirgal se incorporó y dio un salto experimental. Sintió que podía volar, y se alegró de que las botas fueran tan pesadas. Un montículo alargado, de su misma altura, partía serpenteando de la pared de hielo. Jackie caminaba por esa cresta y fue a reunirse con ella. Avanzaba con dificultad a causa de la pendiente y la profusión de rocas que había en el suelo. Pero una vez en la cresta echó a correr, y le pareció volar, como si pudiera correr eternamente.

Nirgal alcanzó a Jackie y juntos contemplaron la muralla de hielo, que se elevaba hasta el infinito bajo la niebla, y gritaron felices. Un rayo de luz matinal se derramó sobre ellos como agua fundida, y tuvieron que volverse, los ojos llenos de lágrimas. Nirgal vio su sombra proyectada en la niebla que se arrastraba sobre las rocas. Una banda circular de luz irisada la rodeaba. Nirgal soltó un chillido y Coyote se acercó deprisa, gritando:

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? Se detuvo al ver la sombra.

—¡Eh! ¡Es un halo! Eso es lo que llaman un halo. Es como el Espectro de los Brocken. ¡Agitad los brazos arriba y abajo! ¡Mirad esos colores!

¡Jesús todopoderoso, sois los seres más afortunados del planeta! Impulsivamente, Nirgal se acercó a Jackie y los halos de ambos se fundieron en un nimbo irisado y resplandeciente que orlaba la doble sombra azul. Jackie rió encantada y se alejó para probarlo con Peter.

Un año más tarde, Nirgal y los otros niños de Zigoto habían empezado a desarrollar un sistema para hacer frente a los días en que Sax era el profesor. Sax se colocaba ante la pizarra y empezaba a hablar con el tono inexpresivo de una IA, y a su espalda los niños ponían los ojos en blanco y hacían muecas mientras el hombre hablaba de presiones parciales y radiación infrarroja. Cuando uno de ellos veía una oportunidad, empezaba el juego. Sax siempre caía en la trampa.

—En la termogénesis sin temblor el cuerpo produce calor empleando ciclos inútiles —decía él.

Entonces alguien levantaba la mano.

—¿Pero por qué, Sax?

Todos mantenían la vista clavada en los atriles, y Sax fruncía el ceño como si aquello no hubiese ocurrido nunca antes y decía:

—Bueno, porque no emplea tanta energía como cuando se tirita. Las proteínas del músculo se contraen, pero en vez de pegarse se desplazan unas sobre otras, y eso origina el calor.

Y Jackie, con tanta sinceridad que la clase entera se estremecía, exclamaba:

—¿Pero cómo?

Sax parpadeaba tan deprisa que los niños casi explotaban al mirarlo.

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