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C. Cherryh: La estación Downbelow

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C. Cherryh La estación Downbelow

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Cuando se desencadenó la crisis del sistema, ellos eran ya solamente el resto de una Flota, y luchaban contra un poder que llegaba a todas partes, que poseía una inextinguible cantera de vidas, de suministros, de mundos. Después de tan larga lucha, eran lo último que quedaba del poder de la Compañía Tierra. La capitana Mallory había sido testigo de cómo se llegaba a aquella situación. Había volado para mantener juntas a la Tierra y a la Unión, el pasado de la humanidad y su futuro. Y era una gran ironía que la Unión se hubiese convertido en el soporte de la postura pro-espacio en aquella guerra, y que la Compañía luchara en contra. Era una ironía que ellos, los que creyeron en el Más Allá, terminaran oponiéndose a aquello en que se había convertido, exponiéndose a morir por la Compañía que les había abandonado. Hubo un tiempo en que los sueños de las viejas naves de exploración la indujeron a meterse en aquello, un sueño largamente contrastado con las realidades de la Compañía. Y llegó un momento en que tuvo que admitir que era imposible ganar. La Flota se enfrentó sola a la situación, sin mercantes ni estaciones de soporte, sola, como había estado desde hacía mucho tiempo.

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Los estibadores de Pell estaban en pleno ajetreo. Signy, observaba muy atenta, mordisqueándose nerviosamente el labio inferior. De pronto vio que se le acercaba un civil de rostro aniñado, moreno y de nariz aguileña, con un bloc en la mano, vestido con un traje azul que le daba aspecto de hombre de negocios. Por uno de los auriculares que llevaba acoplado, Signy, estaba en contacto permanente con lo que sucedía a bordo de la Hansford: un clamor de malas noticias.

—¿Quién es usted? —le preguntó al joven.

—Soy Damon Konstantin, capitana, de Asuntos Legales —repuso él.

Signy dirigió otra mirada. Uno de los Konstantin. No tenía nada de particular. Angelo tuvo dos hijos antes del accidente de su esposa.

—Así que, del Departamento de Asuntos Legales ¿eh?

—dijo Signy no muy complacida.

—Estoy aquí por si me necesitan. Usted… o ellos. Estoy en contacto permanente con la central.

De pronto se oyó un estruendo. El cono de la Hansford no debió quedar del todo acoplado y se produjo una sacudida que hizo temblar toda la estructura.

—¡Aseguren los demás puntos de acoplamiento y háganse hacia atrás! —rugió Di a todo el personal de la plataforma.

Graff estaba dando las órdenes oportunas desde la Norway. La tripulación de la Hansford pretendía quedarse en el puente y realizar las operaciones de desembarco mediante controles a distancia.

—¡Que salgan! —oyó Signy que ordenaba Graff—. Se abrirá fuego contra cualquier irrupción de tropas.

Una vez acoplados todos los amarres, colocaron la rampa de desembarco.

—¡Fuera! —gritó Di.

Los estibadores se apiñaban detrás de las tropas que les cubrían con sus rifles. Con gran estruendo, se abrió la escotilla principal del tubo de acceso. Un fuerte hedor impregnó el frío ambiente de la plataforma. Luego, se abrieron las escotillas interiores y una verdadera riada humana se precipitó al exterior, a trompicones, tropezando unos con otros y cayendo entre gritos y gemidos mientras algunos corrían como enloquecidos deteniéndose bruscamente al oír silbar una ráfaga sobre sus cabezas.

—¡Quietos! —gritó Di—. Quédense donde están, y siéntense con las manos en la cabeza.

Muchos ya estaban sentados, de pura debilidad; otros, obedecieron sin rechistar y sólo unos pocos parecían demasiado aturdidos para comprender nada, pero se les obligó a detenerse. Por fin, cesó la riada humana. Damon Konstantin, junto a Signy, masculló un juramento moviendo la cabeza. No era momento de intervenir con formalidades legales. Todo lo que podía hacer era secarse el sudor de la frente mientras contemplaba cómo en su estación se estaban produciendo unas condiciones que implicaban riesgos de graves disturbios, que podían concluir con el colapso de todos los sistemas y con un número de víctimas diez veces mayor que los habidos en la Hansford y en las demás naves de refugiados. Era posible que quedasen con vida un centenar, o quizás ciento cincuenta, agachados sobre la plataforma, junto a la grúa de descarga. El hedor procedente de la nave no disminuía. Se había instalado una bomba que inyectaba aire a presión tratando de que llegase a todos los compartimentos en donde habría no menos de un millar de víctimas.

—Vamos a tener que entrar —musitó Signy, medio mareada sólo de pensarlo.

Di estaba organizando a quienes podían tenerse en pie, uno a uno, haciéndoles pasar a un cobertizo, bajo la vigilancia de hombres armados, en donde se les desnudaba y cacheaba exhaustivamente para enviarles a continuación directamente a las oficinas de inmigración o al puesto de socorro. Aquel grupo no llevaba equipaje alguno, ni documentos que sirviesen de nada.

—Necesitamos una brigada de seguridad equipada adecuadamente para lugares contaminados —dijo Signy al joven Konstantin—. Y camillas. Acótennos también una zona donde podamos desprendernos de los muertos. Es todo lo que podemos hacer por ellos. Identifíquenlos lo mejor que puedan: huellas dactilares, fotografías… lo que sea. Todo cuerpo que quede sin identificar puede ser una amenaza para su seguridad en el futuro.

Konstantin tenía mal aspecto. Aquello era demasiado. Pero las tropas de la capitana Mallory no tenían mejor aspecto que él. En cuanto a ella, trataba de olvidarse del estómago.

Varias personas se abrían paso a través de los vomitorios del tubo de acceso. Estaban tan débiles que apenas podían bajar por la rampa. No eran más que un puñado, un pequeño puñado de supervivientes.

La Lila, otra de las naves llena de refugiados moribundos se estaba aproximando a la plataforma de atraque en medio del pánico de su tripulación, desafiando todo tipo de órdenes y haciendo caso omiso de las amenazas de las naves de reconocimiento. Signy oyó la voz de Graff informando de todo y pulsó el micrófono de su transmisor.

—Deshágase de ellos. Emplee cualquier medio, si es necesario. Estamos al copo. Tráigame uno de esos trajes.

Entre los presuntos muertos aún encontraron con vida otros setenta y ocho refugiados que estaban, literalmente, entre cadáveres en descomposición. Cuando consiguieron deshacerse de los muertos, el riesgo de epidemias quedaría conjurado. Signy, pasó el control de descontaminación, se quitó el traje y se quedó sentada sobre la fría plataforma luchando por contener sus náuseas. Un empleado de protección civil escogió realmente un mal momento para ofrecerle un bocadillo, que ella rechazó optando por tomar una taza del brebaje local que servían a modo de café y contuvo la respiración al ver pasar frente a ella al último superviviente de la Hansford que pasaba el control oficial. El lugar apestaba a causa de la nube antiséptica que lo impregnaba todo.

Los pasillos estaban sembrados de cadáveres y de sangre. Las compuertas de emergencia de la Hansford se desencajaron durante un incendio y varias salieron proyectadas con tal violencia, a causa de la presión, que alcanzaron a algunos tripulantes partiéndolos literalmente por la mitad. Con el pánico que cundió se produjeron muchas fracturas: en los brazos, en las piernas, en las costillas. Todo estaba bañado de orines, de sangre y de vómitos. Había restos humanos esparcidos por todas partes. Y al tener que vivir en compartimentos estancos no tuvieron más remedio que respirar todo aquello. Los supervivientes recurrieron al oxígeno de reserva, lo que también pudo ser la causa de que muriesen más. Casi todos los que lograron salvar la vida, aunque se hallaban también en compartimentos estancos, dispusieron de un aire menos contaminado que el de las bodegas donde se hacinaba la mayoría.

—Un mensaje del comandante de la estación —anunció el lugarteniente a Signy—, requiriendo la presencia de la capitana Mallory en las oficinas del mando a la mayor urgencia.

—Ahora no puedo —contestó ella escuetamente.

En aquellos momentos estaban preparando a los muertos de la Hansford para lanzarlos al espacio y quería estar presente mientras se cumplía con una especie de ceremonia religiosa, un acto de buena voluntad hacia los muertos antes de abandonarlos. Lanzados hacia la órbita de Downbelow, serían atraídos hacia allí. No estaba demasiado segura de si los cuerpos se desintegrarían durante la caída, pero suponía que era lo más probable. Ella no sabía demasiado de estas cosas que, por otra parte, a nadie preocupaban demasiado.

Los tripulantes de la nave Lila desembarcaron con más orden. En un primer momento salieron atropelladamente pero se calmaron al ver a la tropa que les apuntaba. Konstantin intervino entonces a través del megáfono, dirigiéndose a los aterrados civiles en los términos característicos de los hombres del espacio, usando de la lógica espacial para hacerles comprender el peligro que podían correr todos a causa de su conducta y haciéndose cargo del horror que habían vivido confinados en sus naves. Cuando empezó a hablar Signy, se levantó, sosteniendo aún su taza de café, observándolo todo con el estómago más asentado al darse cuenta de que las instrucciones empezaban a seguirse sin entorpecimientos, y que los refugiados que llevaban documentación pasaban por un control; y quienes no la llevaban, por otro para ser fotografiados e identificados de acuerdo a sus propias declaraciones. Aquel atractivo joven del Departamento de Asuntos Legales demostraba servir para algo más de lo que sugería su físico, con una voz sumamente persuasiva cuando se trataba de solventar cualquier problema sobre la documentación o de aplacar los ánimos del personal local, muy confuso con aquel alud que se les vino encima.

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