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C. Cherryh: La estación Downbelow

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C. Cherryh La estación Downbelow

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Cuando se desencadenó la crisis del sistema, ellos eran ya solamente el resto de una Flota, y luchaban contra un poder que llegaba a todas partes, que poseía una inextinguible cantera de vidas, de suministros, de mundos. Después de tan larga lucha, eran lo último que quedaba del poder de la Compañía Tierra. La capitana Mallory había sido testigo de cómo se llegaba a aquella situación. Había volado para mantener juntas a la Tierra y a la Unión, el pasado de la humanidad y su futuro. Y era una gran ironía que la Unión se hubiese convertido en el soporte de la postura pro-espacio en aquella guerra, y que la Compañía luchara en contra. Era una ironía que ellos, los que creyeron en el Más Allá, terminaran oponiéndose a aquello en que se había convertido, exponiéndose a morir por la Compañía que les había abandonado. Hubo un tiempo en que los sueños de las viejas naves de exploración la indujeron a meterse en aquello, un sueño largamente contrastado con las realidades de la Compañía. Y llegó un momento en que tuvo que admitir que era imposible ganar. La Flota se enfrentó sola a la situación, sin mercantes ni estaciones de soporte, sola, como había estado desde hacía mucho tiempo.

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—Registrado. Gracias, capitana. Fin de transmisión.

Signy Mallory, se dejó caer pesadamente en el sillón, miró a las pantallas y ordenó a su lugarteniente que enviase una cápsula con las instrucciones al mando de la estación.

Hombres de la Compañía. Y refugiados de estaciones derrotadas. No dejaba de llegar información de la malparada Hansford, evidenciándose una serenidad por parte de la tripulación que la tenía admirada. Se estaban muriendo, y aún así no dejaban de transmitir ni aún las cuestiones rutinarias. La tripulación se había encerrado en la sala de mandos e iba armada, negándose a abandonar la nave y a permitir que fuese remolcada por una nave de reconocimiento. Era su nave. Seguían allí, y haciendo más de lo que podían por todos los de a bordo, pasajeros poco agradecidos que estaban destrozando la nave (o, mejor dicho, lo habían estado haciendo, pues ya no tenían fuerzas ni para eso) hasta afectar a los acondicionadores de aire, con lo que lograron que empezase a fallar todo el sistema. Faltaban cuatro horas.

Por los pasillos de la estación circulaba el rumor de que Russell había corrido la misma suerte que Mariner, provocando la consiguiente confusión que venía a añadirse a la indignación de los residentes y de las empresas que habían sido evacuadas con todas sus pertenencias. Voluntarios y trabajadores nativos ayudaban en la evacuación. El personal de las plataformas de atraque utilizaba las instalaciones de carga y su maquinaria para transportar los efectos personales de los evacuados fuera de la zona declarada en cuarentena, etiquetándolo todo para evitar confusiones y robos. Se oían las órdenes del mando: «Los residentes de amarillo-uno a uno diecinueve, son requeridos para que envíen un representante a la oficina de alojamientos de emergencia. En el puesto de socorro tenemos a una niña que se ha perdido. Se llama May Terner. Se ruega que alguno de sus familiares se persone en el puesto de socorro… Según cálculos de la Central, en la residencia para visitantes hay alojamiento para unas mil personas. Los no residentes están siendo trasladados en primer lugar, precediéndose luego, por sorteo, a evacuar a los residentes que sea necesario. Los apartamentos disponibles, aprovechando al máximo los ocupados, son noventa y dos. Y, adaptando todo el espacio posible para vivienda, se pueden habilitar dos mil compartimentos incluyendo locales públicos que podrán ser utilizados rotativamente. Las autoridades urgen a toda persona que pueda conseguir alojamiento con familiares o amigos que se traslade con ellos y trasmitan la información a la central de datos lo antes posible. Quienes se alojen por propia iniciativa serán compensados con el equivalente a lo que les costaría por persona en otro alojamiento. Nos faltan quinientos apartamentos, lo que hará necesario instalar barracones para los residentes en la estación, o trasladarlos a un refugio temporal en Downbelow, a menos que la falta de plazas pueda subsanarse mediante voluntarios que se ofrezcan a compartir el espacio de sus viviendas. Se está estudiando un plan de urgencia para utilizar la sección azul como residencia, lo que dejaría libres quinientos apartamentos en los próximos ciento ochenta días… Gracias por su colaboración… Por favor, que una brigada de seguridad se presente en la sección amarilla…»

Era una pesadilla. Damon Konstantin, miraba la interminable cinta de la impresora mientras iba de uno a otro lado del sector azul de la plataforma de mando que destacaba sobre las rampas en las que los técnicos trataban de atender a los aspectos logísticos de la evacuación. No quedaban más que dos horas. A través de los ventanales podía ver el caos en que estaban sumidas las plataformas, atestadas de efectos personales vigilados por la policía. Todas las personas, y todas las instalaciones de los sectores amarillo y naranja desde los niveles noveno al quinto, habían sido trasladados: tiendas y viviendas completas, y un total de cuatro mil seres humanos que tendrían que hacinarse en otra parte. Aquella afluencia masiva se extendía más allá del sector azul, bordeando los sectores verde y blanco, las zonas residenciales más importantes. La gente se apiñaba, entre perpleja y enloquecida. A pesar de todo se hacían cargo de la emergencia y se trasladaban. En la estación, todos habían tenido que aceptar cambios de residencia (para reparaciones o reorganizaciones) pero nunca en forma masiva ni sin saber dónde iban. Los tripulantes de los cuarenta cargueros que se encontraban en aquellos momentos en la plataforma fueron echados a cajas destempladas en pleno descanso y los agentes de seguridad no les permitieron permanecer en la plataforma de atraque ni acercarse a sus naves. Elene, la mujer de Konstantin, estaba allí entre ellos: una tenue figura vestida de verde pálido. Elene era la encargada de despachar con los mercantes y tenía allí mismo su propia oficina. Damon Konstantin, observaba nerviosamente la reacción de los patrones de los mercantes, evidentemente airada, y meditaba la conveniencia de enviar una patrulla de la policía para proteger a Elene. Pero Elene parecía arreglárselas bien, gritando tanto como ellos, aunque sus gritos no eran audibles a causa del aislamiento acústico que protegía el elevado puesto de mando. Dentro de aquel recinto apenas se percibían el clamor de otras voces ni el estruendo de las máquinas. De pronto, observó que el talante de todos cambiaba y que se intercambiaban apretones de manos como si nada hubiese pasado. Así que, o había arreglado algo o les había dado largas. Cuando Elene se alejó, los patrones irrumpieron a través de la desposeída multitud, con elocuentes movimientos de cabeza que evidenciaban que no se sentían precisamente felices. Elene había desaparecido tras los oblicuos ventanales… para tomar el ascensor y subir hasta donde él estaba, pensó Damon. Allá, en la sección verde, en su propia oficina alguien trataba de calmar a un iracundo residente que protestaba. Y, en la Central, una delegación de la Compañía hablaba con su padre exigiendo sus supuestos derechos.

Por los altavoces pidieron que una brigada médica se presentase en la sección ocho amarilla. En las secciones evacuadas una persona se había sentido repentinamente mal.

Las puertas del ascensor se abrieron en la planta del centro de mando y Elene se acercó a Damon con el rostro alterado aún por la reciente discusión.

—Los de la Central están locos de remate —dijo—. Primero les dicen a los patrones de los mercantes que tendrían que trasladarse a un refugio; luego, que pernoctarían en sus naves; y ahora resulta que los sacan de allí y mandan una patrulla de la policía para que no les permita ni acercarse. Así que están decididos a marcharse de la estación. No quieren arriesgarse a que la multitud asalte sus naves en el desorden provocado por una repentina evacuación. Si les hubiera sido posible, ya se habrían marchado todos. Saben que no sería la primera vez que Mallory recluta patrones de los mercantes a punta de pistola.

—Y tú ¿qué les has dicho?

—Que sigan en su sitio porque lo más probable es que les concedan contratos para abastecer a toda la gente que ha llegado. Pero dicen que no irán a ninguna nave de las que hay atracadas en la plataforma ni que tenga que ver con nuestra policía. Y no hay quien los convenza, al menos, de momento.

Elene tenía miedo. A duras penas conseguía simular una serenidad que se evidenciaba débil. Pero todos tenían miedo. Él, pasó el brazo por su hombro mientras ella rodeaba su cintura con el suyo y reclinaba su cabeza en él, sin decir nada. Elene Quen sabía muy bien lo que era ser patrón de un mercante. El carguero Estelle era suyo y fue uno de los que partió rumbo a Russell y a Mariner, viaje del que ella desistió porque creyó que era mejor quedarse con Damon en la estación. En consecuencia, se encontró en la tesitura de intentar convencer de algo en lo que ella no creía a unas tripulaciones furiosas que, tenían toda la razón y se veían obligados a estar allí, a merced de los militares. Pero Damon, veía las cosas de otro modo, y cubría su pánico con la calma y frialdad profesionales de los veteranos de las estaciones. Sabía que cuando las cosas van mal en una estación, siguen yendo mal aunque se permanezca sentado en el sillón atento a los visores y paneles de control. Si se estaba en una zona segura, era mejor quedarse allí. Si se podía ayudar en algo, debía hacerse. Y si los problemas se presentaban en la propia zona, había que continuar en ella porque no había otra salida posible. En una estación no se podía salir de estampida. No se podía echar a correr. Lo único factible era resistir y tratar de reparar las averías que se hubiesen producido. Pero los patrones de los mercantes tenían otra filosofía de la vida y reaccionaban de muy distinto modo cuando había problemas.

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