C. Cherryh - La estación Downbelow

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La estación Downbelow: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando se desencadenó la crisis del sistema, ellos eran ya solamente el resto de una Flota, y luchaban contra un poder que llegaba a todas partes, que poseía una inextinguible cantera de vidas, de suministros, de mundos.
Después de tan larga lucha, eran lo último que quedaba del poder de la Compañía Tierra. La capitana Mallory había sido testigo de cómo se llegaba a aquella situación. Había volado para mantener juntas a la Tierra y a la Unión, el pasado de la humanidad y su futuro. Y era una gran ironía que la Unión se hubiese convertido en el soporte de la postura pro-espacio en aquella guerra, y que la Compañía luchara en contra. Era una ironía que ellos, los que creyeron en el Más Allá, terminaran oponiéndose a aquello en que se había convertido, exponiéndose a morir por la Compañía que les había abandonado.
Hubo un tiempo en que los sueños de las viejas naves de exploración la indujeron a meterse en aquello, un sueño largamente contrastado con las realidades de la Compañía. Y llegó un momento en que tuvo que admitir que era imposible ganar.
La Flota se enfrentó sola a la situación, sin mercantes ni estaciones de soporte, sola, como había estado desde hacía mucho tiempo.

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Vasilly Kressich aguardó, lleno de terror al ver que su último grupo de refugiados se negaba a abandonar las plataformas de embarque: familias y miembros de familias que buscaban a sus parientes, que esperaban noticias. Eran veintisiete y se sentaban en los bancos cerca de la plataforma, contando a los niños. Vasilly ya había hecho la cuenta. Habían pasado de la noche al día artificial de la estación, y otro turno de operadores se había sucedido ante la consola que era una extensión de humanidad hacia ellos. Nada nuevo surgía del ordenador.

Siguió esperando. El operador pulsaba el teclado de vez en cuando, sin ningún resultado, y Vasilly lo supo por la mirada que el hombre le dirigió. De repente sintió lástima también por el operador, que debía permanecer allí sin conseguir nada, sabiendo que no había esperanza, rodeado de parientes desconsolados, con guardianes armados estacionados, por si acaso, cerca de la consola. Kressich volvió a sentarse, junto a la familia que había perdido a su hijo en la confusión.

La misma historia se repetía con cada uno. Habían realizado la carga llenos de pánico, y los guardianes estaban más preocupados por entrar en las naves que por mantener el orden y hacer entrar a otros. Ellos tenían la culpa; eso no podía negarlo. En las plataformas habían estallado los desórdenes, y los hombres que carecían de pases concedidos al personal cuyo estado crítico hacía imprescindible la evacuación se habían abierto paso a la fuerza hasta subir a bordo. Dominados por el pánico, los guardianes abrieron fuego, sin saber a ciencia cierta quiénes eran los atacantes y quiénes los legítimos pasajeros. Los tumultos acabaron con la estación Russell. Los que se dedicaban a cargar tuvieron que subir apresuradamente a bordo de la nave más próxima, y las puertas se cerraron en cuanto los instrumentos indicaron que se había alcanzado la capacidad máxima. Jen y Romy deberían haber subido a bordo antes que él, pues se había quedado, tratando de mantener el orden en el puesto que le habían asignado. La mayor parte de las naves se cerraron a tiempo. La Hansford estaba totalmente abierta cuando se precipitó en ella la multitud. Los medicamentos se agotaron y la presión de un número de personas superior al que podía soportar la nave inutilizó los sistemas, lo destrozó todo, y la enloquecida multitud se desenfrenó. En la Grifjin las cosas habían ido bastante mal, Kressich había subido a bordo antes de la oleada que los guardianes se vieron obligados a reprimir. Y había confiado en que Jen y Romy estuviesen en la Lila. Según la lista de pasajeros estaban en la Lila, o al menos así constaba en el listado que obtuvieron finalmente en medio de la confusión, después del almuerzo.

Pero ninguno de ellos había descendido en Pell. No habían salido de la nave. Ninguno de los que sufrían un estado lo bastante crítico para ser internados en el hospital de la estación coincidía con sus descripciones. Mallory no los habría reclutado: Jen carecía de habilidades que pudieran ser de utilidad para Mallory, y Romy… los registros eran erróneos en algún punto. Había creído que la lista de pasajeros estaba bien, tenía que creerlo, porque a muchos de ellos el ordenador de la nave podía pasar mensajes directos. Viajaron sin comunicarse. Jen y Romy no habían bajado de la Lila. Nunca estuvieron allí.

—Se equivocaron al lanzarlos al espacio —se quejó la mujer que estaba cerca de él—. No los identificaron. Se ha ido, se ha ido, debía estar en la Hansford.

Otro hombre se había sentado ante la consola, tratando de verificar, insistiendo en que los documentos de identidad de civiles reclutados por Mallory no existían; y el operador efectuaba precisamente otra búsqueda, comparando descripciones, con resultado nuevamente negativo.

—Estaba allí —gritó el hombre al operador—. Estaba en la lista y no bajó, le digo que estaba allí.

El hombre lloraba, y Kressich siguió sentado, mudo e inmóvil.

En la Griffin habían leído en voz alta la lista de pasajeros y pedido los documentos de identidad. Pocos los tenían. La gente respondió a nombres que no eran los suyos. Algunos respondieron dos veces, para conseguir las raciones si no los descubrían. Entonces Kressich sintió miedo, le invadió un temor profundo y enfermizo; pero mucha gente estaba en naves que no les correspondían, y uno de ellos había comprendido entonces la situación en la Hansford. Estaba seguro de que se encontraban a bordo. A menos que se hubieran preocupado y hubiesen bajado para buscarle. A menos que hubieran hecho algo tan desgraciado, tan atrozmente estúpido, movidos por el miedo, por el amor.

Las lágrimas asomaron a sus ojos. No eran gentes como Jen y Romy quienes podrían haber subido a la Hansford, quienes se habrían abierto paso entre hombres armados con rifles, cuchillos y trozos de tubería. No los reconoció entre los muertos de aquella nave. Lo más probable era que continuaran aún en la estación Russell, donde ahora gobernaba la Unión. Y él estaba aquí… y no era posible volver atrás.

Al fin se levantó y aceptó la situación. Fue el primero en marcharse. Se dirigió a los aposentos que le habían asignado, los módulos para hombres solteros, muchos de los cuales eran jóvenes y, probablemente, muchos de ellos tenían falsos documentos de identidad y no eran los técnicos y personal cualificado que decían ser. Encontró una litera libre y tomó el equipo que el supervisor entregaba a cada hombre. Se bañó por segunda vez… por mucho que se bañara no le parecía suficiente… volvió a las hileras de camastros ocupados por hombres dormidos, exhaustos, y se tendió.

A los prisioneros que tenían una preparación suficiente para ser valiosos y que, como es lógico en estas cosas, tenían opiniones propias se les sometía a un lavado de cerebro. Pensó en Jen, en Jen y su hijo, si estuviera vivo… sería criado por una sombra de Jen, que pensaría de acuerdo con la línea de pensamiento aprobada y no disentiría en nada, ya que sin duda sería sometida a Corrección por haber sido su esposa. Ni siquiera era seguro que le permitieran quedarse con Romy. Había guarderías y escuelas estatales, instituciones que producían soldados y trabajadores para la Unión.

Pensó en el suicido. Algunos lo habían elegido antes que subir a las naves que se dirigían a algún lugar extraño, una estación que no era la suya. Pero semejante solución no estaba en su naturaleza. Permaneció tendido en la litera, inmóvil, mirando fijamente el techo metálico, en la penumbra, y sobrevivió, lo mismo que había hecho hasta entonces, hasta aquel momento de su vida en que era un hombre de edad mediana, solo y vacío.

IV

Pell: 5/3/52

Con el inicio de la jornada, el torpe avance de los refugiados hacia las cocinas de emergencia instaladas en la plataforma, los primeros esfuerzos de los que estaban provistos de documentos y los que no para ver a los representantes de la estación y establecer sus derechos de residencia, el primer despertar a las realidades de la cuarentena, apareció la tensión.

—Debimos partir con el último turno —dijo Graff, que revisaba los mensajes del alba—, cuando todo estaba aún tranquilo.

—Lo haríamos ahora —replicó Signy—, pero no podemos poner a Pell en peligro. Si ellos no pueden mantener a raya la situación, nosotros tenemos que hacerlo. Llama al consejo de la estación y diles que estoy en condiciones de verles ahora. Iré yo; es más seguro que hacerles venir a las plataformas.

—Coge uno de los transbordadores que recorren el borde —sugirió Graff, cuyo ancho rostro tenía su habitual expresión preocupada—. No arriesgues el cuello ahí fuera con menos de una patrulla completa. Ahora están menos controlados. No se necesita más que algo para desplazarse.

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