—He tenido que ver cómo les disparaban —exclamó—. Y no he hecho nada porque no podía. No podía enfrentarme a los militares. De lo contrario habría estallado un motín, porque todos nos hubiesen seguido. Les han llegado a disparar sólo por salirse de las filas.
—Bueno, Damon, haz el favor de irte de aquí. Ahora me toca a mí. Ya haremos algo.
—No podemos recurrir a nadie. Sólo a los agentes de la Compañía. Pero, no sería conveniente mezclarlos en esto. Debes mantenerlos al margen.
—Lo solucionaremos —dijo Emilio—. Todo tiene su límite. La propia Flota lo entiende así. Si quiere sobrevivir no pueden poner en peligro a Pell. En cualquier circunstancia evitarán ponernos en peligro.
—Pues, ya nos han puesto —repuso Damon, mirando las filas de refugiados de la plataforma y dirigiendo después la vista a su hermano, a un rostro casi idéntico al suyo, pero con cinco años más.
—Hemos tenido que tragar algo que no estoy muy seguro que podamos digerir.
—Es más o menos lo mismo que cuando desintegraron los mundos del Más Allá. Y nos adaptamos.
—Dos estaciones… y nos llegan seis mil personas… ¿de cuántas? ¿de cincuenta, de sesenta mil?
—Supongo que el resto deben de haber caído en manos de la Unión —murmuró Emilio—. O, habrán muerto en Mariner. Porque no sabemos cuántas bajas hubo allí. O, puede que una parte se haya refugiado en cargueros que se dirijan a otros lugares —prosiguió, arrellanándose en el sillón con una evidente preocupación en el rostro—. Nuestro padre debe estar durmiendo. Y espero que nuestra madre también. Pasé antes por el apartamento y padre dijo que fue una locura que vinieses aquí. Y yo estoy de acuerdo, porque a lo mejor yo hubiese podido hacer lo que tú no puedes en razón de tu cargo en el Departamento de Asuntos Legales. No hizo más comentarios, pero está preocupado. Así que, haz el favor de irte a casa con Elene. Ella ha estado trabajando en la otra cara de todo este caos, despachando toda la documentación de los mercantes refugiados. Ella también ha estado muy intranquila, Damon. Y creo que debes irte a casa, por favor.
—Pero el Estelle… No podía quitárselo de la cabeza. Ella ha oído rumores.
—Mira: Lo que ella ha hecho es irse a casa. Estaría cansada, o preocupada. No lo sé. Pero lo que sí sé es que dijo que volvieses en cuanto pudieras.
—Ha debido recibir alguna noticia —repuso escuetamente.
Damon, se puso en pie con evidente esfuerzo, recogió sus papeles y se los pasó a Emilio. Luego, salió a toda prisa, pasando frente al puesto de guardia, dirigiéndose hacia la caótica plataforma que estaba al otro lado del pasadizo que comunicaba la zona de cuarentena con el resto de la estación. Al verle, los nativos que trabajaban allí se hacían a un lado. Sus peludos y escurridizos cuerpos parecían aun más extraños a causa de las máscaras que debían llevar mientras trabajaban en los túneles de mantenimiento. Trasladaban la carga, los equipos y efectos personales con frenéticos movimientos chillándose y gritándose mutuamente como en un enloquecido contrapunto de las órdenes de los humanos que les vigilaban.
Tomó el ascensor hacia el sector verde y luego cruzó a pie por el pasillo que conducía a la zona residencial donde vivía y que se hallaba en total desorden, con cajas llenas de efectos personales por todas partes vigiladas por un miembro de las fuerzas de seguridad. En realidad, todos los agentes de seguridad estaban de servicio. Damon pasó frente a él y, tras devolverle con un gesto de la cabeza, un tardío y embarazado saludo, llegó frente a la puerta de su apartamento. Abrió y vio con alivio que las luces estaban encendidas y que desde la cocina llegaba el ruido familiar de la vajilla de plástico.
—¿Elene?
Al entrar la vio allí, de espaldas, vigilando el horno. Y al ver que no se giraba, se detuvo adivinando el desastre.
El reloj del horno acababa de detenerse y ella sacó la bandeja, puso el contador a cero y se volvió por fin a mirarle. Él se quedó quieto unos instantes, con evidente ansiedad por lo que adivinaba y luego dio un paso para tomarla entre sus brazos.
—Se han ido para siempre —dijo ella suspirando. Elene se quedó unos instantes sin poder articular palabra y luego se desahogó.
—Han muerto todos en Mariner. Todos los que iban a bordo de la Estelle. No hay la menor esperanza de que existan supervivientes. Los de la Sita vieron sus inútiles esfuerzos por soltarse de los puntos de amarre a la plataforma y a toda la tripulación intentando subir a bordo. Se declaró un incendio y aquella zona de la estación estalló en pedazos. Eso es todo.
Iban a bordo cincuenta y seis personas: sus padres, sus primos y otros familiares más lejanos. La Estelle era todo su mundo. Él, aunque muy castigado, tenía un mundo; tenía una familia. Pero, ella, acababa de quedarse sin nadie. Todos habían muerto.
Elene no dijo nada más; ni una sola palabra de lamentación, a pesar de que no le quedaba el alivio de haber salvado algo del desastre de aquel viaje. Sólo suspiraba, convulsivamente, abrazándose a él, aunque sin verter ni una lágrima. Luego, se separó suavemente de Damon, puso a cocer otro plato en el microondas, y se sentó después a comer con toda normalidad. Él, tuvo que hacer grandes esfuerzos para tragar la comida que se impregnaba del sabor a desinfectante que aún tenía en la boca. Por fin, vio que los ojos de ella tenían fuerza suficientes para mirarle. Había en ellos el mismo fulgor que en los de los refugiados. No supo qué decirle. Se limitó a levantarse, pasó al otro lado de la mesa y la abrazó por atrás.
—Estoy bien —dijo ella posando sus manos sobre las de él.
—Tenías que haberme llamado antes. Ella dejó resbalar sus manos sobre las de Damon, se levantó y le tocó en el hombro con un gesto de cansancio.
—Pero aún queda uno de nosotros —dijo, de pronto, mirándole directamente a los ojos con el mismo gesto de cansancio, de penoso abatimiento.
Damon, parpadeó perplejo. Pero, advirtió en seguida que se refería a los Quens. A la gente del Estelle. Los patrones y la tripulación de los mercantes consideraban sus nombres algo tan material y profundo como pudiera ser el hogar para los veteranos de las estaciones. Ella era una Quen. Y esto tenía para Elene un significado que él no había acabado de comprender durante los meses que llevaban juntos. Para las gentes de los mercantes la venganza era un deber. Eso sí lo sabía. Y que entre aquella gente el nombre era su hacienda, su reputación.
—Quiero tener un hijo.
Él la miró muy impresionado por el intenso color oscuro de sus ojos. La amaba. Se había quedado con él, abandonando el mercante, y había intentado adaptarse a la vida de una estación, aunque aún seguía hablando de su nave. Llevaban juntos cuatro meses y, durante todo aquel tiempo, era la primera vez que no la deseaba. No, desde luego, viendo en sus ojos aquella mirada, anclada en la muerte que acabó con la Estelle y en sus razones para la venganza. Guardó silencio. Habían llegado al acuerdo de que no tendrían hijos hasta que ella estuviese segura de que podría soportar la vida en la estación. Puede que lo que ella le estuviese ofreciendo fuese el fin de aquel acuerdo. Pero podía ser otra cosa. No era el momento de hablar de ello. No en aquellas circunstancias, con toda aquella locura que les rodeaba. Se limitó a atraerla hacia sí y entrar con ella en el dormitorio, para confortarla, teniéndola a su lado, durante las horas de oscuridad. Ella no le pidió otra cosa ni él le hizo preguntas.
—No, espera —dijo el hombre sentado ante la consola de operaciones, sin mirar esta vez el listado. Y con un cansado impulso humanitario añadió—: Investigaré de nuevo. Es posible que estuviera deletreado de otro modo.
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