George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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En la habitación superior había dos personas.

Hassan sonreía vagamente, con una mirada algo distraída; se hallaba de pie en un rincón y se frotaba los ojos. Parecía adormilado.

—Audran, hijo mío —dijo.

—Hassan —le respondí.

—¿Te dejó pasar el chico?

—Le di mil kiam y no lo pensó dos veces. Luego, le quité los mil de las manos.

Hassan me dirigió una sonrisa.

—Le tengo cariño al chico, como ya sabes, pero es americano.

No estoy seguro de si eso significaba: «Es americano, por lo tanto un poco estúpido» o «Es americano, hay muchos más».

—No nos molestará —aseguré.

—Muy bien, excelente —dijo Hassan.

Sus ojos se volvieron rápidos hacia el teniente Okking, que yacía en el suelo con los brazos y las piernas extendidos, y las muñecas y los tobillos atados con cuerdas de nylon a anillas empotradas en la pared. Era obvio que Hassan ya había utilizado esa instalación antes. La espalda, las piernas, los brazos y la cabeza de Okking estaban llenos de quemaduras de cigarrillo y largos hilos de sangre manaban de sus cortes. Si él gritaba, no me enteré, porque los daddies hacían que todos mis sentidos se concentrasen en Hassan. Okking estaba vivo aún. De eso sí me di cuenta.

—Por fin cazaste al policía —exclamé—. ¿No te apena que su cerebro no esté modificado? Te gusta emplear tu moddy ilegal, ¿no?

Hassan enarcó una ceja.

—Es una pena —dijo—. Pero, por supuesto, creo que tu injerto bastará. Esperaba esto con gran placer. Te doy las gracias, hijo mío, por sugerir lo del policía. Creía que mi invitado era un estúpido por su modo tan necio de actuar. Tú insististe en que ocultaba información. Yo no podía correr el riesgo de que estuvieras en lo cierto.

Fruncí el ceño y miré el retorcido cuerpo de Okking. Me prometí que más tarde, cuando estuviera en mi propia mente, me pondría enfermo.

—Desde el primer momento, pensé que había dos asesinos con moddies —comenté, como si sólo estuviéramos discutiendo el precio de los butacuálidos—. He sido tan estúpido… , resultó ser un moddy y un chiflado pasado de moda. Intentaba vencer a un malhechor internacional de alta tecnología y resulta ser el viejo verde del vecindario. ¡Qué pérdida de tiempo, Hassan! Me avergüenza recibir dinero de «Papa» por esto.

Mientras le hablaba, me acercaba despacio a él, y miraba a Okking, sacudía mi cabeza y actuaba como un amable sargento de policía en una película, tratando de persuadir a un desesperado palurdo de no arrojarse desde un saliente. Os doy mi palabra, es mucho más difícil de lo que parece.

—Friedlander Bey te ha pagado los últimos kiam que has visto en tu vida.

Hassan parecía triste de verdad.

—Puede que sí, puede que no —repuse, mientras me desplazaba despacio. Mis ojos permanecían fijos en los gruesos y rollizos dedos de Hassan, que envolvían un barato cuchillo árabe curvo—. He estado tan ciego… Trabajas para los rusos.

—Por supuesto —dijo Hassan, exaltado.

—Y tú secuestraste a Nikki.

Me miró con expresión de sorpresa.

—No, hijo mío, Abdulay la secuestró, no yo.

—Pero él cumplía tus órdenes.

—Las de Bogatyrev.

—Abdulay la raptó de la villa de Seipolt.

Hassan se limitó a asentir.

—Así que todavía seguía con vida la primera vez que interrogué a Seipolt. Estaba en algún lugar de la casa. El la quería viva. Y cuando regresé a pedirle explicaciones, ya había muerto.

Hassan me miró, mientras acariciaba el filo del cuchillo.

—Tras la muerte de Bogatyrev, la mataste y te deshiciste de su cuerpo. Luego asesinaste a Abdulay y a Tami para protegerte a ti mismo. ¿Quién le obligó a escribir las notas?

—Seipolt, oh, inteligentísimo.

—Entonces, Okking es el último. El único que podía relacionarte con los asesinatos.

—Y, por supuesto, tú.

—Por supuesto —dije—. Eres un actor muy bueno, Hassan. Me has engañado. Si no hubiera encontrado tu moddy ilegal y algunas cosas que relacionaban a Nikki con Seipolt, no hubiera tenido ninguna pista. —Sus dientes relucían en un exaltado gruñido—. Tú y los asesinos alemanes hicisteis un excelente trabajo. Nunca sospeché de ti hasta que me di cuenta de que cualquier información importante pasaba por tus manos. De «Papa» a mí; de mí a «Papa». Estuvo ante mis narices todo el tiempo, lo único que tenía que hacer era verlo. Por fin, se me ocurrió; eras tú, tú y tus malditos gordos, cortos y anchos dedos.

Estaba tan sólo a unos treinta centímetros de Hassan, dispuesto a dar otro paso con precaución, cuando me disparó.

Tenía una pequeña pistola blanca y lanzó una hilera de agujas en el aire en un gran arco circular. Las dos últimas agujas del cargador me dieron en el costado, justo bajo mi brazo izquierdo. Apenas las sentí, casi como si se le hubieran clavado a otra persona. Sabía que dentro de unos momentos comenzarían a dolerme mucho, y una parte de mi mente, tras los daddies, se preguntaba si estarían impregnadas o sólo eran afilados pedazos de metal para herir mi cuerpo. Si estaban drogadas o envenenadas, en seguida lo sabría. Era un momento desesperado. Había olvidado por completo que llevaba un arma conmigo. No pensaba ni por lo más remoto en mantener un duelo con Hassan. Cogí el daddy negro y lo puse en su sitio, aunque estaba derrumbándome por las heridas.

Fue como… , fue como estar atado a una mesa y tener a un dentista perforando el paladar de mi boca. Fue como estar al borde de un ataque epiléptico y no sufrirlo, deseando que se esfumase o tenerlo y acabar de una vez. Fue como si las luces más brillantes del mundo destellaran ante mis ojos, los sonidos más fuertes estallaran en mis oídos, demonios que lijaban mi carne, indescriptibles, abominables olores embotaban mi nariz, el más inmundo estiércol en mi garganta. Con gusto habría muerto sólo para que todo aquello cesara.

Yo quería matar.

Agarré a Hassan por las muñecas e hinqué los dientes en su garganta. Sentí su sangre caliente salpicándome el rostro. Recuerdo haber pensado en su maravilloso sabor. Hassan gritó de dolor. Me golpeó la cabeza, mas no podía liberarse del enloquecido animal que tenía sobre sí. Se tambaleó y cayó al suelo. Se vio perdido, puso otro cargador en su pistola y volvió a dispararme, y otra vez me abalancé sobre su garganta. Le arranqué la tráquea con los dientes y hundí mis tensos dedos en sus ojos. Sentí su sangre correr por mis brazos. Los gritos de Hassan eran horribles, dementes, pero casi fueron ahogados por los míos. El daddy negro me torturaba todavía, ardía en mi cabeza como ácido. Ni la locura, ni la enfurecida y salvaje ferocidad de mi ataque aliviaban mi tormento. Corté, desgarré y destripé el ensangrentado cuerpo de Hassan.

Mucho más tarde, me desperté, tranquilo, en el hospital. Habían transcurrido once días. Supe que había mutilado a Hassan hasta que ya no le quedaba vida y que, a pesar de eso, no me había detenido. Había vengado a Nikki y a todos los demás, pero logrado también que cada crimen de Hassan pareciera un inocente juego de niños. Había golpeado y destrozado el cuerpo de Hassan hasta que apenas era posible identificarle.

Después, había hecho lo mismo con Okking.

20

El doctor Yeniknani, el amable sufí turco, fue quien, por fin, me dio el alta. Había recibido mi ración de heridas de Hassan, aunque no las recuerdo, por lo que doy gracias a Alá. Las heridas de las agujas, lesiones y laceraciones constituyeron la parte fácil. El equipo médico se limitó a recomponerme y llenarme de vendajes. Esa vez, el ordenador se ocupaba de la medicación y no los desdeñosos enfermeros. El doctor programó una lista de drogas en la máquina, y la cantidad y la frecuencia con la que se me permitía recibirlas. Si había esperado el tiempo conveniente, el ordenador vertía soneína intravenosa por mi tubo alimenticio. Permanecí casi tres meses en el hospital y cuando salí, mi culo se sentía tan alegre y suave como el día en que nací. Tenía que comprarme uno de esos administradores de droga. Podría revolucionar la industria de narcóticos de la «Calle». Echan a unas cuantas personas del trabajo, pero ése ha sido siempre el precio de la libre empresa y el progreso.

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