George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Eso la detuvo. No había visto cien kiam juntos desde sus días de gloria y eso pertenecía a otro siglo. Se sumió en sus desordenados recuerdos, e intentó dibujar un desesperado cuadro mental.

—Te lo diré, vi a alguien así, me acuerdo muy bien, pero por mi vida, no puedo recordar a quién. Aunque lo conseguiré. Lo de la recompensa…

—Sigue en pie. Cuando lo recuerdes, llámame o díselo a Frenchy.

—No tendré que repartir el dinero con él, ¿verdad?

—No —la tranquilicé.

Yasmin estaba en el escenario. Me vio sentado con Maribel, y el brazo de ésta moviéndose arriba y abajo. Yasmin me lanzó una mirada de enfado y dio media vuelta. Me reí.

—Gracias, pero ya está bien, Maribel.

— ¿Te vas, Marîd? —preguntó Dalia—. No ha tardado mucho.

—A dar una vuelta, Dalia —dije.

Salí del club de Frenchy preocupado porque mis amigos, Okking, Hassan y Friedlander Bey, se creían a salvo. Casi deseaba que hubiera ocurrido algo terrible, sólo para que se convencieran de que yo tenía razón, pero no quería sentirme culpable por ello.

En medio de su alivio y celebración, estaba más solo que antes.

19

Eso no es lo que tú deseas.

Audran le miró. Wolfe estaba sentado como una estatua satisfecha de sí misma, con los ojos medio cerrados, los labios un poco hacia afuera, metiéndolos y sacándolos. Movió la cabeza una fracción de milímetro y me miró.

—Eso no es lo que tú deseas —repitió.

—Sí, lo deseo —gritó Audran—. Quiero que todo esto acabe.

—Sin embargo… —levantó un dedo y lo movió—, tienes la esperanza de que exista una solución fácil, alguna que no amenace peligro o, lo que es aún peor, tu modo de pensar, horrible. Si Nikki ha sido asesinada limpia y llanamente, debías haber capturado sin piedad a sus asesinos. De esa manera, la situación se ha hecho más repulsiva todavía y sólo deseas esconderte de ella. Mira dónde estás, acurrucado en la despensa de un pobre y humilde fellah.

Le miró con desaprobación.

Audran sintió su censura.

—¿Quieres decir que no lo he hecho bien? Tú eres el detective, no yo. Sólo soy Audran, el negro que se sienta en el bordillo con las tazas de plástico y el resto de la basura. Tú siempre dices que ningún radio conducirá a la hormiga al centro de la circunferencia.

Sus hombros se levantaron medio centímetro, y luego se dejaron caer. Estaba siendo compasivo.

—Sí, lo digo. Pero si la hormiga recorre los tres cuartos de la circunferencia antes de elegir un radio, puede perder algo más que tiempo.

Audran separó sus manos, indefenso.

—Me encuentro cerca del centro a mi torpe modo. Así que, ¿por qué no empleas tu excéntrico genio y me dices dónde puedo encontrar a ese otro asesino?

Wolfe apoyó las manos en los brazos de su sillón y se levantó. Tenía una expresión severa y apenas se percataba de mi presencia mientras caminaba. Era el momento de dedicarse a sus orquídeas, que, junto con la comida, eran lo más importante del mundo para él.

Cuando me quité el moddy y volví a ponerme los daddies especiales, me hallaba sentado en el suelo de la despensa de Jarir, con la cabeza entre las rodillas. De nuevo con los daddies, me sentía invencible, sin hambre, cansancio, sed, miedo ni furia. Apreté la mandíbula y me pasé la mano por el desgreñado cabello; había hecho cosas magníficas. Échate a un lado, amigo, esto es un trabajo para…

Para mí, creo.

Miré el reloj y vi que la noche empezaba. Muy bien; todos los pequeños degolladores y sus víctimas habrían salido ya.

Deseaba demostrarle a ese gordo de N ero Wolfe que la gente real tiene también astucia. Quería vivir el resto de mis días sin sentirme siempre como si me hubiera rendido en los últimos segundos. Eso significaba atrapar al asesino de Nikki. Saqué el sobre del dinero y conté los billetes. Había más de cincuenta y siete mil kiam. Esperaba que fueran poco menos que cinco. Contemplé el dinero durante largo rato. Luego, lo dejé a un lado, saqué mi caja de píldoras y me tragué doce paxium sin agua. Salí de la pequeña habitación y de casa de Jarir sin decirle una palabra.

Las calles de esa zona de la ciudad estaban ya desiertas, aunque cuanto más me aproximaba al Budayén, más gente veía. Atravesé la puerta Este y fui «Calle» arriba. Tenía la boca seca a pesar de que se suponía que los daddies bloqueaban la conexión con mis glándulas endocrinas. Era bueno no estar asustado, porque me sentía muerto de miedo. Me crucé con «Medio Hajj», que me dijo unas palabras; me limité a asentir y me largué, como si se tratara de un perfecto extraño. Debía haber una convención o una excursión por la ciudad porque recuerdo pequeños grupos de extranjeros pasear por la «Calle», mirando los clubs y los cafés. No me importaba andar entre ellos. Me abrí paso a empujones.

Cuando llegué a la tienda de Hassan, encontré cerrada la puerta principal. Me detuve y la contemplé como un estúpido. No recordaba haberla visto así jamás. De haberme encontrado solo, hubiera informado a Okking; pero no estaba solo. Tenía a mis daddies, así que di una patada a la cerradura de la puerta, una, dos, tres y, por fin, se abrió.

Por supuesto, Abdul-Hassan, el chico americano de la «Calle», no se hallaba en su taburete, en la habitación vacía. Atravesé la tienda en dos o tres zancadas y descorrí la cortina. Tampoco encontré a nadie en la trastienda del almacén. Me interné en una zona oscura, entre los embalajes de madera apilados y salí por la puerta de hierro hasta el callejón. Había otra puerta de hierro en el edificio de enfrente; detrás de ella estaba la habitación en la que yo había pactado la corta libertad de Nikki. Me dirigí hacia allí y llamé con fuertes golpes. No obtuve respuesta. Volví a llamar. Por fin, una voz me dijo algo en inglés.

—Hassan —grité.

La débil voz repuso algo, se extinguió unos segundos y después gritó otra cosa. Me prometí a mí mismo que si salía de ésa le compraría un daddy de árabe a ese chico. Saqué el sobre del dinero y lo agité, mientras chillaba:

—¡Hassan! ¡ Hassan!

Después de unos segundos, la puerta se abrió de golpe. Saqué un billete de mil kiam y lo puse en la mano del chico, mientras le enseñaba el resto del dinero y le decía:

—¡Hassan! ¡Hassan!

Él cerró de un portazo, y mis mil kiam desaparecieron.

Un instante después volvió a abrir, para lo cual yo estaba totalmente preparado. La agarré del filo y tiré con fuerza, arrebatando la puerta del dominio del chico. Gritó y se balanceó con ella, mas la soltó. Abrí y me doblé cuando el chico me propinó una patada tan fuerte como pudo. Lo tenía muy cerca para alcanzarle, aunque todavía podía dejarme malherido. Le agarré del puño de la camisa y le sacudí unas cuantas veces; luego, golpeé la parte posterior de su cabeza contra la pared y le dejé caer en el callejón lleno de desperdicios. Recuperé el aliento, los daddies hacían un buen trabajo, mi corazón latía como si estuviera mariposeando con Fazluria y no jugándome la vida. Sólo me detuve para agacharme y arrebatar al muchacho americano el billete de mil kiam que todavía conservaba. «Ten cuidado con los fíq», me decía siempre mi madre.

En la planta baja no encontré a nadie. Pensé en cerrar y bloquear la puerta de hierro a mis espaldas, para que el muchacho americano u otro fantasma no se colara sin que me enterase, pero creí que podría necesitar una salida en caso de apuro. Sin hacer ruido, caminé despacio y con cuidado hacia la escalera que había a mi derecha, contra la pared. Sin los daddies, yo habría sido otra persona, susurrando al oído de un extraño en algún idioma romántico. Saqué mi tira de daddies y los repasé. Mis dos injertos corímbicos no estaban al completo, todavía podía conectarme otros tres, pero ya llevaba casi todos los que pensaba necesitaría en un momento crítico. A decir verdad, todos menos uno, el daddy negro especial que afectaba directamente a mis células de castigo. Nunca pensé que utilizaría uno de ésos por mi propia voluntad, pero si debía enfrentarme a alguien como Xarghis Moghadhil Khan otra vez, con nada más que un cuchillo para la mantequilla, sería mejor combatirle como una fiera salvaje y furiosa que como un lloriqueante y racional ser humano. Cogí el daddy negro en mi mano derecha y subí la escalera.

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