George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Había varios asientos libres en la barra, uno cerca de la puerta y otros al fondo. No me gusta sentarme cerca de la puerta, pareces una especie de turista o algo así. Me dirigí al oscuro interior del club. Antes de que llegase al taburete, Indihar se me acercó.

—Estará más cómodo en un sillón, señor —dijo ella.

Sonreí. No me reconoció con mis ropas y sin mi barba. Sugirió el sillón porque si me sentaba en el taburete, no podría sentarse cerca de mí y trabajarme la cartera. Indihar era una persona bastante agradable, nunca había tenido ningún incidente con ella.

—Me sentaré en la barra — dije—. Quiero hablar con Frenchy.

Me hizo un gesto indiferente, se dio media vuelta y sorteó a la gente. Como un halcón de caza, había avistado tres mercaderes de rica apariencia sentados con una chica y un transexual. Siempre había espacio para una más. Indihar hincó sus garras.

Dalia, la chica de la barra de Frenchy, se acercó a mí, pasando la bayeta por el mostrador. Dio un par de pasadas a la mancha que había ante mí y dejó caer un posavasos de corcho.

—¿Cerveza? —preguntó.

—Ginebra y bingara con un chorrito de lima —pedí. Me miró parpadeando.

—¿Marîd?

—Mi nuevo aspecto —dije.

Soltó la bayeta en la barra y me miró. No dijo ni una palabra hasta que recuperó el aliento.

—¿Dalia? —dije.

Abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.

—Frenchy —gritó—, ¡está aquí!

Yo no sabía lo que significaba aquello. La gente de mi alrededor se volvió para mirarme. Frenchy se levantó de su asiento cerca de la caja registradora y avanzó con estruendo hacia mí.

—Marîd — dijo—, he oído que has agarrado a ese tipo que se cargó a las «hermanas».

Me daba la impresión de que ahora era alguien importante.

—Oh, en realidad, él me agarró a mí. Lo estaba haciendo muy bien, hasta que decidí ponerme serio.

Frenchy sonrió.

—Eres el único que ha tenido huevos de ir tras él. Los mejores de la ciudad iban diez pasos por detrás de ti. Has salvado un montón de vidas, Marîd. A partir de ahora, beberás gratis aquí y en cualquier lugar de la «Calle». Sin propinas, tampoco, daré la orden a las chicas.

Era el único gesto significativo que Frenchy podía hacer, y yo lo aprecié.

—Gracias, Frenchy —dije.

Aprendí muy rápido lo embarazoso que puede resultar ser un gran tipo.

Hablamos un rato. Intenté convencerle de que aún quedaba un segundo asesino en la ciudad, pero no quiso creerlo. Prefirió pensar que el peligro había pasado. Después de todo, yo no tenía pruebas de que el asesino continuara en la ciudad. Desde la muerte de Nikki no había empleado un cigarrillo para quemar a nadie.

—¿Qué estás buscando? —me preguntó Frenchy.

Miré el escenario donde Blanca bailaba. Ella era quien había descubierto el cadáver de Nikki en el callejón.

—Tengo una pista y una idea de lo que le gusta hacer a sus víctimas.

Le hablé a Frenchy del moddy que Nikki llevaba en el bolso, y de los morados y las quemaduras de cigarrillo en los cuerpos.

Frenchy parecía pensativo.

—Sabes —dijo —. Recuerdo que alguna chica me habló de un tipo que se había ligado.

—¿Qué te contó? ¿Intentó quemarla o algo así? Frenchy sacudió la cabeza.

—No, eso no. Por lo que me dijo, cuando le quitó las ropas al tipo, estaba lleno de quemaduras y señales.

—¿Quién era, Frenchy? Necesito hablar con ella.

Retrocedió a mediados de la semana anterior, tratando de recordar.

—Ah — dijo al fin —, fue Maribel.

—¿Maribel? —pregunté con incredulidad.

Maribel era la vieja que ocupaba un taburete en el ángulo de la barra. Andaba entre los sesenta y los ochenta, había sido una bailarina medio siglo antes, cuando aún tenía un rostro y un cuerpo. Luego dejó de bailar y se concentró en los aspectos de la industria que proporcionaba beneficios líquidos más inmediatos. A medida que se hacía mayor, tuvo que bajar su margen de ganancias para poder competir con los nuevos modelos. Ahora llevaba una peluca de nylon rojo que tenía todo el aspecto y la prestancia del césped del distrito europeo. Nunca había tenido dinero para hacerse modificaciones físicas o mentales. Rodeada de los cuerpos más hermosos que se puedan comprar con dinero, su rostro la hacía parecer más vieja de lo que era. Maribel se encontraba en clara desventaja. Sin embargo, la superó por medio de astutas técnicas de marketing que hacían hincapié en la atención personalizada y en la satisfacción del cliente: por el precio de un cóctel de champán, proporcionaría al hombre que estuviera a su lado el beneficio de su destreza manual y sus años de experiencia. En la misma barra, sentados y charlando como si estuvieran solos en la habitación de cualquier motel. Maribel suscribía el clásico proverbio árabe: «Las mejores atenciones se hacen de prisa». Claro que ella realizaba la mayor parte del trato, pero si no te fijabas de cerca —o el tipo no podía disimular la expresión de su rostro— no te enterabas de que semejante encuentro íntimo estaba teniendo lugar.

La mayoría de las chicas se hacían invitar a siete u ocho cócteles antes de empezar a negociar. El reloj de Maribel estaba estropeado, no tenía tiempo para eso. Si Yasmin parecía un Neiman-Marcus, y lo era, en mi opinión, Maribel era las rebajas del centro comercial del loco Abdul de las busconas.

Por eso me costaba creer la historia de Frenchy. Maribel no tenía la oportunidad de ver las cicatrices de su pavo. No, si estaba sentada en la esquina de la barra.

—Se llevó a ese tipo a su casa —dijo Frenchy, sonriente.

—¿Quién se iría a casa con Maribel? Era difícil de creer.

—Alguien que necesitara dinero.

—Hija de puta. ¿Paga a los hombres por joder con ella?

—El dinero circula como nada en este mundo.

Le di las gracias a Frenchy por la información y le dije que necesitaba hablar con Maribel. Se rió y volvió a su silla. Me trasladé al taburete que había junto a ella.

—Hola, Maribel —saludé.

Tuvo que mirarme un rato antes de reconocerme.

—Marîd —dijo feliz.

Entre la primera sílaba y la segunda, su mano se posó en mi regazo.

—¿Me invitas a un cóctel?

—De acuerdo.

Indiqué a Dalia que le sirviera un cóctel de champán a la vieja. Dalia me dirigió una turbia sonrisa y yo me limité a encogerme de hombros, indefenso. Las chicas y las transexuales del club de Frenchy siempre tienen una copa alta de acero para el agua con hielo junto a sus bebidas. Dicen que es porque no les gusta el sabor del licor y que para bajar todo ese alcohol necesitaba beber agua helada con él. Beben un poco de champán o de un licor fuerte y luego pasan al agua con hielo. Los pavos piensan en lo duro que debe resultar para esas pobres chicas tener que tragar cada noche veinte o treinta copas si no les gusta el alcohol. La verdad es que nunca se tragan la bebida, la escupen en la copa de metal. A cada rato, Dalia retira la copa y la vacía con el pretexto de refrescar e) agua helada. Maribel no necesitaba la copa para escupir. Le gustaba la bebida.

Debía admitirlo, la mano de Maribel era tan diestra como una silversmith. Creo que la práctica la había hecho perfecta. Estaba a punto de decirle que se detuviera, cuando me dije a mí mismo, ¡qué demonios! Era una instructiva experiencia.

—Maribel, Frenchy me ha contado que viste a alguien con marcas de quemaduras y morados por todo el cuerpo. ¿Recuerdas a quién?

—¿Le vi?

Alguien que fue a casa contigo.

¿Cuándo?

—No lo sé. Si pudiera encontrar a esa persona, me diría algo que salvaría algunas vidas.

—¿De verdad? ¿Obtendría yo algún tipo de recompensa?—Cien kiam, si lo recuerdas.

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