Robert Silverberg - Crónicas de Majipur

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Crónicas de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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Hissune, el joven compañero de lord valentine en
y
, aburrido de sus tareas rutinarias, consigue curiosear a sus anchas en el Registro de Almas, el lugar donde la prolífica vida pasada de Majipur se conserva en forma de grabaciones que contienen las vivencias de sus moradores.
Hissune conoce así los extraños amores de los humanos y seres reptilescos, vive la tragedia del pintor espiritual que encuentra a un metamorfo con apariencia de mujer bellísima, realiza la travesía del Gran Océano y se ve rodeado e inmovilizado por algas malignas...
En el mismo Registro de Almas, el jovencito se divierte con la pintoresca historia del Pontífice que, hastiado tras muchos años de encierro en el Laberinto, decide nombrarse miembro del sexo femenino como único medio de abandonar aquel mundo subterráneo.
Hissune asiste también al nacimiento del Rey de los Sueños, el primer hombre que acosará a los habitantes dormidos con "envíos" maléficos mediante un instrumento de su invención.
La primera noche de amor de Lord Valentine en compañía de una bruja y su hermano Voriax…

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Tembloroso, sudoroso, con la garganta reseca, Haligome cerró la ventana y se dejó caer en la cama. No tenía la menor idea sobre qué debía hacer a continuación. ¿Entregarse a los agentes imperiales? ¿Confesar, capitular, ingresar en prisión o en el lugar adonde enviaban a los criminales? No estaba preparado para ello. Había leído viejas narraciones de crímenes y castigos, antiguos mitos y fábulas, pero por lo que él sabía el asesinato era un crimen extinguido y los mecanismos para detectarlo y expiarlo habían enmohecido hacía mil años. Haligome se sintió prehistórico, primitivo. Conocía la famosa historia de un capitán de barco del remoto pasado que tiró por la borda a un tripulante loco durante una infortunada expedición para cruzar el Gran Océano, después de que ese tripulante hubiera asesinado a otra persona. Haligome siempre había creído que esas historias eran estrafalarias y poco plausibles. Pero él mismo, sin esfuerzo, sin pensarlo, acababa de convertirse en un personaje legendario, un monstruo, un hombre capaz de arrebatar la vida a otro. Sabía que nada volvería a ser igual para él. Una cosa que debía hacer era marcharse de la posada. Si alguien había visto la caída de Gleim —cosa poco probable, porque el edificio se hallaba junto a la orilla del río; Gleim había caído por una ventana de la parte trasera y la impetuosa corriente engulló el cuerpo al instante— era absurdo quedarse allí aguardando la llegada de posibles indagadores. Se apresuró a meter sus pertenencias en el único maletín que llevaba, comprobó que Gleim no había dejado nada en la habitación y fue a la planta baja. Había un yort en el mostrador. Haligome sacó varias coronas.

—Quiero pagar mi cuenta —dijo.

Reprimió el impulso de charlar. No era el momento de hacer ingeniosas observaciones que pudieran dejar huella en la memoria del yort. Paga la cuenta y lárgate enseguida, pensó Haligome. ¿Sabía el yort que el cliente de Stee había recibido una visita en su habitación? Bien, el yort no tardaría en olvidarse de ese detalle, igual que del cliente de Stee, si Haligome no le daba motivos para recordar. El empleado sumó las cifras y Haligome le entregó varias monedas. A la rutinaria frase «Esperamos volver a verle por aquí» Haligome contestó con otra igualmente manida, y salió a la calle, donde se apresuró a alejarse del río. Soplaba una fuerte brisa ladera abajo. La luz del sol era brillante y cálida. Haligome no había estado en Vugel desde hacía años, y en otras circunstancias habría dedicado algunas horas a visitar la famosa plaza engalanada con joyas, los famosos murales ejecutados por pintores espirituales y el resto de maravillas de la localidad, pero hacer un recorrido turístico estaba fuera de lugar. Llegó corriendo a la estación terminal y compró un billete de ida a Stee.

Miedo, incertidumbre, sentimiento de culpabilidad y vergüenza viajaron con él de ciudad en ciudad por la ladera del Monte del Castillo.

Las extensas y familiares cercanías de la gigantesca Stee le proporcionaron cierto reposo. Llegar al hogar significaba estar a salvo. Los sucesivos amaneceres de la entrada en Stee hicieron que Haligome se sintiera cada vez mejor. Allí estaba el caudaloso río que daba nombre a la ciudad, precipitándose con asombrosa velocidad Monte abajo. Allí estaban las lisas y relucientes fachadas de los Edificios Ribereños, con cuarenta pisos de altura y varios kilómetros de longitud. Allí estaba el puente de Kinniken, la torre de Thimin… ¡El hogar! La enorme vitalidad y poderío de Stee confortó a Haligome en gran medida.

Sintió que todo vibraba alrededor de él mientras iba de la estación central al barrio de las afueras donde vivía. Estando en una ciudad que había llegado a ser la mayor de Majipur (su inmensa expansión se debía al trato de favor recibido de un hijo de la ciudad, lord Kinniken, Corona del reino en ese tiempo) Haligome no podía temer las tenebrosas consecuencias, fueran las que fuesen, del alocado acto que acababa de cometer en Vugel.

Abrazó a su esposa, a sus dos jóvenes hijas, a su robusto hijo. Todos vieron sin dificultad la fatiga y la tensión del recién llegado, o así lo pareció, puesto que le trataron con exagerada delicadeza, como si el viaje le hubiera transformado en un hombre frágil. Le trajeron vino, la pipa, unas zapatillas; se mostraron enormemente solícitos, radiantes de amor y buenos deseos; no le hicieron preguntas sobre el desarrollo del viaje, y en lugar de eso le obsequiaron con los chismorreos locales. Pero Haligome no dio explicaciones hasta después de la cena.

—Creo que Gleim y yo hemos resuelto todos los problemas —dijo—. Hay motivos para estar esperanzados.

Incluso él estuvo a punto de creérselo. ¿Podrían culparle del asesinato si se limitaba a guardar silencio? Haligome no creía que hubiera testigos. Las autoridades no tendrían dificultad alguna para descubrir que él y Gleim habían acordado verse en Vugel —un terreno neutral— para discutir sus desavenencias comerciales, mas eso no probaba nada. «Sí, vi a Gleim en una posada cercana al río», diría Haligome. «Comimos, bebimos mucho vino y llegamos a un acuerdo, y después yo me fui. Debo decir que él se tambaleaba un poco cuando me marché.» Y el pobre Gleim, achispado y mareado después de haberse llenado la barriga con fuerte vino de Muldemar, debió asomarse demasiado a la ventana después de irse Haligome, quizá para ver a una pareja de nobles que navegaba por el río… No, no, no, que especulen ellos, pensó Haligome. «Nos vimos para comer y llegamos a un acuerdo, y luego me marché», y nada más. ¿Y quién podía demostrar que fue de otra forma?

Haligome volvió a su despacho el día siguiente y continuó su trabajo como si nada anormal hubiera ocurrido en Vugel. No podía complacerse en meditaciones sobre el crimen. Su situación era precaria: estaba al borde de la bancarrota, no podía pedir más créditos y su capacidad de endeudamiento había sufrido considerable merma. Todo ello por culpa de Gleim. Pero cuando un comerciante distribuye productos de mala calidad, sufrirá durante largo tiempo aunque sea completamente inocente. No habiendo obtenido satisfacción alguna de Gleim —y ya era imposible obtenerla— el único recurso de Haligome era luchar con intensa dedicación para recuperar la confianza de quienes recibían instrumentos de precisión distribuidos por él, y al mismo tiempo para contener a los acreedores hasta que la situación recuperara el equilibrio.

Mantener a Gleim fuera de sus pensamientos fue difícil. Durante los días que siguieron el nombre del fallecido se mencionó con frecuencia, y Haligome tuvo que hacer grandes esfuerzos para ocultar sus reacciones. Todo el mundo parecía comprender que Gleim había tomado por tonto a Haligome, y todo el mundo trataba de mostrar sus simpatías. Ello era alentador por sí mismo. Pero que todas las conversaciones giraran en torno a Gleim —las iniquidades de Gleim, el carácter vengativo de Gleim, la tacañería de Gleim— era excesivo y desequilibraba constantemente a Haligome. Aquel apellido era como un detonante: ¡Gleim!, y Haligome se quedaba rígido. ¡Gleim!, y latían los músculos de sus mejillas. ¡Gleim!, y escondía las manos como si en ellas llevara las huellas del efluvio del muerto. Haligome imaginaba que, en un momento de franco cansancio, diría a un cliente: «Yo le maté, ¿sabe usted? Lo tiré por una ventana cuando nos vimos en Vugel.» ¡Con qué facilidad brotarían las palabras de sus labios si no lograba controlarse!

Haligome pensó en hacer una peregrinación a la Isla para purificar su alma. Más adelante, quizá: no ahora, porque debía dedicar todas las horas que estuviera despierto a sus negocios, o su empresa quebraría y su familia se vería sumida en la pobreza. Haligome pensó también llegar rápidamente a cierto acuerdo con las autoridades que le permitiera expiar el crimen sin interrumpir sus actividades comerciales. Una multa, tal vez, aunque… ¿cómo iba a pagarla en estos momentos? Además, ¿le perdonarían con tanta facilidad? Finalmente no hizo nada excepto esforzarse en apartar el crimen de su cabeza, y todo pareció ir bien durante la primera semana, los diez primeros días. Después empezaron los sueños.

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