Pasaron días, semanas, y en un territorio sin estaciones era difícil medir el paso del tiempo. Quizá fue un mes, quizá fueron seis. No encontraron a nadie. La jungla estaba repleta de metamorfos, explicó Sarise, pero todos se mantenían a distancia, y ella esperaba que la dejaran en paz para siempre.
Una tarde de constante llovizna Nismile fue a mirar las trampas, y al volver una hora más tarde supo inmediatamente que pasaba algo raro. Mientras se acercaba a la cabaña vio salir a cuatro metamorfos. Estaba seguro de que uno era Sarise, pero no sabía cuál de los cuatro.
—¡Un momento! —gritó mientras los cambiaspectos pasaban junto a él. Echó a correr detrás del grupo—. ¿Qué van a hacer con ella? ¡Suéltenla! ¿Sarise? ¿Sarise? ¿Quiénes son éstos? ¿Qué quieren?
Durante un instante un metamorfo cambió de aspecto, y Nismile vio a la joven del pelo castaño rojizo, pero sólo durante un instante. Después vio otra vez cuatro metamorfos que se deslizaban como espectros hacia las entrañas de la jungla. La lluvia se hizo más intensa, y el denso banco de niebla que cubrió la zona impidió la visibilidad. Nismile se detuvo al borde del claro, desesperado, aguzando el oído para captar sonidos pese al chapoteo de la lluvia y la fuerte palpitación del río. Creyó oír sollozos, creyó oír un grito de dolor, pero quizá fue un simple sonido de la jungla. Era imposible seguir a los metamorfos en una impenetrable zona de espesa niebla blanca.
Nismile jamás volvió a ver a Sarise, ni a otro metamorfo. Durante algún tiempo confió en que encontraría cambiaspectos en el bosque y le matarían con sus pequeños puñales de madera pulida, puesto que la soledad era intolerable. Pero no fue así, y cuando se convenció de que estaba viviendo en una especie de cuarentena, apartado no sólo de Sarise —suponiendo que estuviera viva— sino también de la comunidad metamorfa, Nismile comprendió que no podía seguir morando en el claro cercano al río. Enrolló los lienzos de Sarise, desmontó cuidadosamente la cabaña e inició el largo y peligroso regreso a la civilización.
Faltaba una semana para su cuadragésimo cumpleaños cuando Nismile llegó a las cercanías del Monte del Castillo. En su ausencia, descubrió, lord Thraym había accedido al pontificado y la nueva Corona era lord Vildivar, hombre poco amante del arte. Nismile alquiló un estudio junto a la orilla del río, en Stee, y siguió pintando. Sólo trabajó utilizando sus recuerdos: tétricas e inquietantes escenas de la vida selvática, donde a menudo aparecían metamorfos al acecho en segundo plano. No era un tipo de cuadros con posibilidad de hacerse popular en el alegre y despreocupado mundo de Majipur, y al principio Nismile encontró pocos compradores. Pero más tarde su obra llamó la atención del duque de Qurain, que estaba empezando a cansarse de risueña serenidad y perfectas proporciones. Bajo el patrocinio del duque la obra de Nismile se hizo famosa, y en los últimos años de su vida dispuso de un mercado dispuesto a comprar todo lo que pintara.
Muchos pintores imitaron a Therion Nismile, aunque nunca con éxito, y el maestro fue objeto de numerosos ensayos críticos y estudios biográficos.
—Sus cuadros son turbulentos y extraños en grado sumo —le dijo un día un erudito—. ¿Ha ideado algún método para pintar lo que ve en sueños?
—Sólo trabajo partiendo de mis recuerdos —dijo Nismile.
—Dolorosos recuerdos, me atrevería a conjeturar.
—En absoluto —respondió Nismile—. Todo mi trabajo pretende ayudarme a volver a captar una época de alegría, una época de amor, los momentos más felices y preciados de mi vida.
Nismile miró más allá del hombre que le interrogaba y vio distantes nieblas, espesas y blandas como la lana, que remolineaban entre altos árboles unidos por una enmarañada red de lianas.
El último relato conduce a Hissune al principio de la exploración de estos archivos. Thesme y el gayrog otra vez, otro romance en el bosque, el amor de un humano y un no humano. Sin embargo las similitudes se hallan en la superficie, porque se trata de gente muy distinta en circunstancias muy distintas. Hissune acaba el relato con una comprensión razonablemente buena, opina él, del pintor espiritual Therion Nismile —parte de su obra, se entera Hissune, sigue expuesta en las galerías del Castillo de lord Valentine— pero el metamorfo continúa siendo un misterio para él, quizá un misterio tan enorme como lo fue para Nismile. Hissune examina el índice en busca de grabaciones de almas metamorfas, pero le sorprende descubrir que no hay ninguna. ¿Acaso los cambiaspectos se niegan a grabar? ¿O tal vez el aparato es incapaz de captar las emanaciones de sus mentes? ¿O simplemente están proscritos en los archivos? Hissune no lo sabe y le es imposible averiguarlo. A su debido tiempo, piensa, todo tendrá una respuesta. Mientras tanto, queda mucho por descubrir. Las funciones del Rey de los Sueños, por ejemplo… Hissune tiene mucho que aprender en este terreno. Durante mil años los descendientes de la familia Barjazid han tenido la tarea de fustigar las mentes dormidas de los criminales. Hissune no sabe cómo lo hacen. Busca en los archivos, y la fortuna no tarda en poner a su disposición el alma de un proscrito, monótonamente disfrazado de comerciante de la ciudad de Stee…
La ejecución del asesinato fue asombrosamente fácil. El endeble Gleim estaba de pie junto a la abierta ventana en la pequeña habitación del primer piso de una posada de Vugel donde él y Haligome habían acordado reunirse. Haligome se hallaba cerca de la cama. La discusión no iba bien. Haligome pidió una vez más a Gleim que reconsiderara.
—Está perdiendo su tiempo y el mío —dijo Gleim, en tono indiferente—. No veo dónde están sus argumentos.
En ese momento Haligome pensó que Gleim, y sólo Gleim, se interponía entre él y la vida tranquila que creía merecer, que Gleim era su enemigo, su némesis, su perseguidor. Haligome se acercó a él muy despacio, con tanta calma que el otro hombre no se alarmó lo más mínimo, y con un repentino y contundente movimiento tiró por la ventana a Gleim.
El semblante de Gleim reflejó sorpresa. Pareció quedar inmóvil, suspendido en el aire durante un instante sorprendentemente largo. Después cayó hacia el rápido curso del río próximo a la posada, chocó con el agua produciendo una infinita salpicadura y la corriente alejó el cuerpo con rapidez hacia las distantes estribaciones del Monte del Castillo. Se perdió de vista enseguida.
Haligome se miró las manos como si acabaran de brotar en sus muñecas. No podía creer que ellas hubieran cometido tal acción. Se vio de nuevo caminando hacia Gleim; vio otra vez la expresión de asombro de la víctima en el aire, antes de perderse en el oscuro río. Seguramente Gleim debía estar muerto. Si no era así, lo estaría antes de un pasar de minutos. Encontrarían el cadáver tarde o temprano, arrojado a alguna rocosa orilla a la altura de Canzilaine o Perimor, y se las arreglarían para identificarlo como un comerciante de Gimkandale, desaparecido en los últimos siete o diez días. Pero ¿habría razones para que sospecharan que había sido asesinado? El asesinato era un crimen infrecuente. Gleim podía haberse caído. Podía haberse tirado. Aunque lograran demostrar —sólo el Divino sabría cómo— que Gleim no había muerto por voluntad propia, ¿cómo demostrarían que alguien le había empujado desde la ventana de una posada de Vugel, y que ese alguien era Sigmar Haligome, ciudadano de Stee? Era imposible, meditó Haligome. Pero ello no alteraba la verdad esencial de la situación: Gleim había muerto asesinado y Haligome era el asesino.
¿El asesino? Ese nuevo apodo dejó perplejo a Haligome. No había venido a la posada para matar a Gleim, sólo a negociar con él. Pero las negociaciones fueron agrias desde el principio. Gleim, un hombrecillo fastidioso, se negó en redondo a admitir su responsabilidad en un problema de material defectuoso, y culpó a los inspectores de Haligome. Gleim se negó a pagar un solo peso, ni siquiera se compadeció del embarazoso apuro financiero de Haligome. Después de esta última, insensible negativa, Gleim se infló hasta ocupar el horizonte entero, y todo él era aborrecible, y el único deseo de Haligome fue librarse de él, a cualquier coste. Si se hubiera detenido a pensar en su reacción y en las consecuencias de ésta, naturalmente no habría tirado por la ventana a Gleim, porque Haligome no era un criminal, ni mucho menos. Pero no se había parado a considerar, y Gleim había muerto y la vida de Haligome había sufrido una nueva y grotesca definición; en un segundo había dejado de ser Haligome el distribuidor de instrumentos de precisión para convertirse en Haligome el asesino. ¡Qué repentino! ¡Qué extraño! ¡Qué terrible! ¿Y ahora?
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