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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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Tras dar la vuelta al patio, examinó los establos y vio las monturas de Shanamir, que mascaban silenciosamente trocitos de paja, pero no al zagal. Tal vez estaba fuera cerrando algún trato. Siguió adelante, dobló una esquina, y le llegó olor a pescado asado a la parrilla. Sintió una punzada de repentina hambre. Empujó una destartalada puerta y se encontró en una cocina donde un hombre menudo, con aspecto de fatiga, preparaba el desayuno para varios huéspedes de distintas razas. El cocinero miró sin interés a Valentine.

—¿Llego demasiado tarde para comer algo? —preguntó suavemente Valentine.

—Siéntese. Pescado y cerveza, treinta pesos.

Valentine buscó una pieza de media corona y la dejó en la cocina. El cocinero le devolvió varias monedas de cobre y puso otro filete de pescado en la parrilla. Valentine se sentó con la espalda apoyada en la pared. Varios comensales se levantaron para marcharse, y uno de ellos, una flexible joven de cabello oscuro y muy corto, se detuvo junto a Valentine.

—La cerveza está en ese jarro —dijo—. Sírvete tú mismo.

—Gracias —contestó Valentine, pero ella ya había cruzado la puerta.

Se sirvió una jarra… era un líquido espeso, de gusto muy fuerte. No tardaron en darle su pescado, dulce y muy tostado. Lo comió velozmente.

—¿Otro? —dijo al cocinero, que le dedicó una agria mirada pero le atendió.

Mientras desayunaba, Valentine notó que otro huésped le observaba interesadamente. Era un yort, gordo, de cara hinchada, con una piel cenicienta y de apariencia guijosa y unos ojos grandes y saltones. La extraña vigilancia hizo que Valentine se sintiera inquieto. Al cabo de unos instantes miró directamente al yort, que parpadeó y desvió rápidamente la mirada.

Momentos después el yort volvió a mirar a Valentine.

—Recién llegado, ¿no? —dijo.

—Ayer por la noche.

—¿Se quedará mucho tiempo?

—Mientras duren las fiestas, como mínimo —dijo Valentine.

No había duda, el yort tenía cierto rasgo que disgustaba a Valentine de un modo instintivo. Quizá fuera simplemente su aspecto, pues Valentine opinaba que los yorts carecían de atractivo, eran criaturas toscas y gruesas. Aunque él sabía que era una opinión muy injusta. Los yorts no eran responsables de su aspecto, y los humanos debían parecerles igualmente desagradables, huesudos y pálidos seres de pellejos repugnantemente lisos.

Quizá le molestaba la intrusión en su intimidad, las miradas, las preguntas. O tal vez que el yort fuera adornado con carnosos pintarrajos de pigmento anaranjado. Fuera lo que fuera, Valentine se sentía incómodo y fastidiado.

Pero tales prejuicios le causaron un sentimiento de culpabilidad, y además no tenía deseo alguno de mostrarse insociable. A modo de reparación ofreció una tibia sonrisa al yort.

—Me llamo Valentine. Soy de Ni-moya.

—Un largo trayecto hasta aquí —dijo el yort, mientras masticaba ruidosamente.

—¿Vive cerca de aquí?

—Un poco al sur de Pidruid. Me llamo Vinorkis. Vendo pieles de haigus. —El yort partió minuciosamente su pescado. Al cabo de unos segundos volvió a concentrar su atención en Valentine. Sus grandes ojos de pez permanecieron fijos en él—. ¿Viaja en compañía de ese chico?

—No. Lo conocí cuando venía hacia Pidruid.

—Ya. ¿Volverá a Ni-moya después de la fiesta?

El flujo de preguntas era cada vez más fastidioso. Pero Valentine, incluso a pesar de la descortesía del yort, seguía sin atreverse a responder con grosería.

—Aún no lo sé —dijo.

—Es decir, está pensando en quedarse aquí.

Valentine se alzó de hombros.

—En realidad no he hecho plan alguno.

—Hum —replicó el yort—. Bonita forma de vivir.

Era imposible saber, dada la sorda inflexión nasal del yort, si su comentario era una alabanza o una irónica condena. Pero Valentine no se preocupó. Ya había satisfecho bastante sus responsabilidades sociales, decidió, y guardó silencio. El yort tampoco parecía tener más cosas que decir. Terminó su desayuno, echó atrás la silla, que produjo un chirrido, y se dirigió hacia la puerta con el característico desgarbo de su raza.

—Debo ir al mercado —dijo—. Ya nos veremos.

Poco después Valentine salió al patio, donde estaba desarrollándose un curioso juego. Ocho figuras se hallaban cerca de la pared opuesta y no dejaban de lanzarse dagas unas a otras. Había seis skandars —seres corpulentos y peludos, rudos de aspecto, provistos de cuatro brazos y ásperos pellejos grisáceos— y dos humanos. Valentine ya conocía a estos últimos, los había visto mientras desayunaban en la cocina: la esbelta mujer morena y un hombre delgado, de ojos penetrantes, con una piel pavorosamente blanca y largo cabello cano. Las dagas volaban con sorprendente velocidad, centelleantes bajo el sol matutino, y todos los rostros reflejaban severa concentración. Ni un solo cuchillo caía al suelo, nadie parecía coger alguno por la hoja, y a Valentine le fue imposible contar el número de dagas que pasaban de un lado a otro. Daba la impresión de que todos los participantes estaban lanzando y recogiendo sin cesar con ambas manos. Malabaristas, pensó Valentine, que practican su profesión, que se ejercitan para actuar en las fiestas. Los skandars, con sus cuatro brazos y su robusta constitución, ejecutaban prodigios de coordinación, aunque el hombre y la mujer no se quedaban atrás en la realización de ejercicios y actuaban con la misma destreza que los demás. Valentine permaneció a prudente distancia y observó fascinado el vuelo de las dagas.

En un momento dado un skandar gruño «¡Hop!» y el ejercicio varió: los seis extraterrestres empezaron a lanzar cuchillos únicamente entre ellos, redoblando la intensidad de los lanzamientos, y los dos humanos se apartaron un poco. La joven sonrió a Valentine.

—¡Hola! ¡Ven con nosotros!

—¿Qué?

—¡Juega con nosotros! —Los ojos de la mujer chispeaban maliciosamente.

—Un juego muy peligroso, diría yo.

—No hay un buen juego que no sea peligroso. ¡Cógelo —Sin previo aviso, lanzó un cuchillo hacia Valentine—¿Cómo te llamas, amigo?

—Valentine —dijo él como si jadeara, y asió desesperadamente el cuchillo por el mango cuando el arma pasaba como una flecha junto a su oreja.

—Muy bien cogido —dijo el hombre canoso—. ¡Intente coger éste!

Valentine se rió y cogió la daga, con menos torpeza, y se quedó inmóvil con un cuchillo en cada mano. Los extraterrestres, totalmente ajenos al aparte, continuaron lanzándose metódicamente cascadas de relucientes armas.

—¡Devuelve los cuchillos! —gritó la mujer.

Valentine frunció el ceño. Lanzó el primer cuchillo con excesivo cuidado, con un absurdo temor a alcanzar a la chica, y la daga describió un flácido arco cayendo a los pies de la joven.

—Puedes hacerlo mejor —dijo ella en tono despectivo.

—Perdona —contestó Valentine.

Lanzó con más vigor la segunda daga. La mujer la recogió tranquilamente, además cogió otra que le pasó el hombre canoso y lanzó ambas, una después de otra, a Valentine. No había tiempo para pensar. Un chasquido, otro chasquido… y Valentine recogió ambos cuchillos. Brotó sudor de su frente, pero ya iba acostumbrándose al ritmo del ejercicio.

—¡Ahí va! —gritó.

Lanzó una daga a la mujer, cogió otra tirada por el hombre de las canas y echó al aire una tercera. Vio que las armas volvían hacia él y deseó que fueran juguetes de hoja roma, pero sabía que no lo eran y dejó de inquietarse. Lo necesario era convertirse en una especie de autómata, mantener el cuerpo centrado y atento, mirar siempre la daga que llegaba y dejar que la que partía volara como quisiera. Actuó de un modo rítmico —recoger, lanzar, recoger, lanzar— siempre con una daga viniendo hacia él y otra alejándose de él. Valentine se dio cuenta de que un malabarista auténtico usaba ambas manos al mismo tiempo, pero él no era un experto y no podía hacer más para coordinar recogidas y lanzamientos. Sin embargo estaba haciéndolo bien. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que llegara el inevitable error y resultara herido. Los malabaristas se rieron al acelerar el ritmo del ejercicio. Valentine los imitó, con naturalidad, y continuó lanzando y recogiendo dagas durante dos o tres minutos, hasta que notó que sus reflejos se apagaban por culpa de la tensión. Era el momento de parar. Fue cogiendo y dejando caer al suelo, deliberadamente, los puñales, hasta que los tres estuvieron a sus pies, y entonces se agachó. Sin dejar de reír, jadeante, se dio palmadas en los muslos.

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