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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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—Lo había oído decir —contestó vagamente Valentine.

—Bueno, ahí está él, en Pidruid. Recorriendo el reino por primera vez desde que llegó al Castillo. Ha estado todo este mes en el sur, en la costa de las provincias de la selva. Ayer navegó hacia el norte, hasta Pidruid, y esta noche entra en la ciudad. Dentro de pocos días celebrarán la fiesta. Habrá comida y bebida para todo el mundo, juegos, baile, y también un gran mercado donde obtendré una fortuna por estos animales. Después el príncipe recorrerá todo el continente de Zimroel, de ciudad en ciudad, un trayecto de tantos miles de kilómetros que me duele la cabeza sólo de pensarlo. Y desde la costa este volverá a Alhanroel y al Monte del Castillo, y ningún habitante de Zimroel lo verá otra vez hasta dentro de veinte años, o más. ¡Ser la Corona debe ser magnífico! —El muchacho se echó a reír—. Un vino estupendo. Me llamo Shanamir ¿y usted?

—Valentine.

—¿Valentine? ¿Valentine? ¡Un nombre de buen agüero!

—Bastante vulgar, me temo.

—Ponga lord delante… ¡y sería la Corona!

—No es tan fácil como eso. Además, ¿para qué quiero ser la Corona?

—El poder —dijo Shanamir, con los ojos muy abiertos—. Ricas vestiduras, comida, vino, joyas, palacios, mujeres…

—Responsabilidad —dijo sombríamente Valentine—. Preocupaciones. ¿Crees que un gobernante no hace otra cosa aparte de beber buen vino y marchar en grandes desfiles? ¿Crees que está allí sólo para disfrutar?

El muchacho meditó.

—Quizá no.

—Rige los destinos de millones y millones de personas, en territorios tan inmensos que no podemos imaginarlos. Todo recae en sus hombros. Poner en práctica los decretos del Pontífice, mantener el orden, defender la justicia en todas las tierras… Sólo pensarlo me cansa, chico. La Corona impide que el mundo se hunda en el caos. No lo envidio. Puede quedarse con la tarea.

Shanamir tardó unos instantes en responder.

—No es tan tonto como yo pensaba, Valentine.

—Así pues, ¿pensabas que yo era tonto?

—Bueno, simple. De mente sencilla. Un adulto, que parece saber muy poco de ciertos asuntos, y yo, con la mitad de edad, debo explicárselo. Pero es posible que le haya juzgado mal. ¿Vamos a Pidruid?

2

Valentine tuvo oportunidad de escoger entre las monturas que el zagal conducía al mercado. Pero todas le parecieron iguales, y después de fingir que las examinaba, eligió una al azar y montó apoyándose ligeramente con las manos en la silla natural de la cabalgadura. La montura era cómoda, y así debía serlo, pues aquellos animales habían sido criados para ello durante miles de años. Eran animales artificiales, criaturas surgidas de la brujería en los viejos tiempos, fuertes, incansables, pacientes, capaces de convertir en alimento cualquier tipo de basura. El arte de crearlos estaba olvidado desde hacía tiempo, pues ahora se reproducían ellos mismos, igual que animales naturales. Viajar por Majipur habría sido lentísimo sin ellos.

El camino de Pidruid siguió la elevada cresta durante casi dos kilómetros, y después, de repente, se convirtió en bruscos zigzags que descendían hacia la llanura costera. Valentine dejó hablar al muchacho, casi sin interrumpirle, mientras descendían. Shanamir, según explicó, procedía de una zona situada a dos días y medio de viaje tierra adentro, hacia el nordeste. Él, sus hermanos y su padre criaban monturas para venderlas en el mercado de Pidruid, y ello les servía para ganarse bien la vida. El muchacho tenía trece años, y era muy pagado de sí mismo. Jamás había salido de la provincia cuya capital era Pidruid, pero proyectaba hacerlo algún día. Quería viajar por todo Majipur, ir en peregrinación a la Isla del Sueño y arrodillarse ante la Dama, atravesar el Mar Interior hasta Alhanroel y ascender hasta el Monte del Castillo, incluso ir al sur, quizá, más allá de los vaporosos trópicos, al abrasado y árido dominio del Rey de los Sueños. Porque ¿de qué servía vivir y tener salud en un mundo tan lleno de maravillas como Majipur si no la recorrías de punta a punta?

—¿Y usted, Valentine? —preguntó de repente el zagal—. ¿Quién es, de dónde viene, adónde va?

La pregunta sorprendió a Valentine, arrullado como estaba por el infantil parloteo del zagal y por el ritmo suave y uniforme de su montura que descendía pesadamente por la amplia y tortuosa ruta. La ráfaga de punzantes preguntas era completamente inesperada.

—Vengo de las provincias orientales —se limitó a responder—. No tengo otro plan aparte de ir a Pidruid. Permaneceré allí hasta que tenga un motivo para irme.

—¿Por qué ha venido?

—¿Por qué no?

—Ah —dijo Shanamir—. Muy bien. Sé lo que es una evasiva solapada en cuanto la oigo. Usted es el benjamín de un duque de Ni-moya o Piliplok. Envió un sueño malicioso a cierta persona y le sorprendieron. Su padre le dio una bolsa de dinero y le pidió que desapareciera en la zona opuesta del continente. ¿No es así?

—Precisamente —dijo Valentine, con un guiño.

—Va cargado de reales y coronas. Piensa establecerse como un príncipe en Pidruid, y beber y bailar hasta gastar la última moneda. Después alquilará una embarcación de alta mar y ¡ partirá hacia Alhanroel, y me llevará como su escudero. ¿No es así?

—Lo has expuesto con gran exactitud, amigo mío. Excepto la cuestión del dinero. Olvidé satisfacer esa parte de tu fantasía.

—Pero tiene dinero, un poco al menos —dijo Shanamir, no tan jovialmente—. No será un pordiosero, ¿verdad? En Pidruid tratan con mucha dureza a los pordioseros. Allí no toleran ningún tipo de vagancia.

—Tengo algunas monedas —dijo Valentine—. Suficientes para llegar al fin de la fiesta y algo más lejos. Luego ya veremos.

—Cuando se embarque, lléveme con usted, Valentine.

—Si me embarco, así lo haré —prometió Valentine.

Se encontraban en el centro de la ladera. La ciudad de Pidruid se extendía en una gran cuenca a lo largo de la costa, bordeada por grisáceas colinas hacia tierra adentro y en buena parte por la ribera; sólo una abertura en la sierra exterior permitía que el océano penetrara hacia la población, formando una verdeazulada bahía que constituía el magnífico puerto de Pidruid. A últimas horas de la tarde, al aproximarse al nivel del mar, Valentine notó que las brisas marinas fluían hacia él, frías, fragantes, amansando el calor. Albos bancos de niebla avanzaban ya hacia la costa procedente del oeste, y el aire tenía el penetrante olor a sal dejado por el agua que sólo horas antes había abrazado a peces y dragones de mar. Valentine experimentó un respetuoso temor al ver el tamaño de la ciudad que yacía ante él. No recordaba haber visto nunca una población tan grande. Aunque, al fin y al cabo, había tantas cosas que no recordaba…

Se encontraba en el borde del continente. Zimroel entero se hallaba a su espalda, y por lo que Valentine sabía, lo había recorrido de un lado a otro; de hecho desde uno de los puertos orientales, Ni-moya o Piliplok. Pero él todavía se tenía por un hombre joven y dudaba que fuera posible efectuar ese trayecto a pie sin envejecer en el camino. Y no recordaba haber utilizado ninguna cabalgadura hasta aquella misma tarde. Por otro lado, él parecía tener nociones de equitación; había montado hábilmente en la amplia silla del animal, y ello indicaba que por lo menos parte del trayecto anterior lo había realizado a caballo. No tenía importancia. Estaba en Pidruid, y no se sentía intranquilo. Había llegado allí de algún modo, y allí se quedaría, hasta que existiera un motivo para ir a otro sitio. Carecía del ansia viajera de Shanamir. El mundo era tan colosal que era imposible imaginarlo. Tres enormes continentes, dos grandes mares, un lugar que sólo en sueños podía imaginarse, e incluso en ese caso era difícil arrancarle excesivas verdades en el momento de despertar. Se decía que ese lord Valentine, la Corona, habitaba en un castillo de ocho mil años de antigüedad, con cinco habitaciones por año de existencia, y que el castillo se asentaba en una montaña tan alta que perforaba el cielo, en un pico de cincuenta kilómetros de altitud, y que en las laderas había cincuenta ciudades tan grandes como Pidruid. Una cosa así tampoco era fácil de imaginar. El mundo era excesivamente grande, demasiado viejo, enormemente poblado para la mente de un solo hombre. Viviré en esta ciudad, en Pidruid, pensó Valentine, hallaré un medio para pagar comida y alojamiento, y seré feliz.

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