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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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—Es de suponer que no tiene cama reservada en ninguna posada —dijo Shanamir.

—Naturalmente que no.

—Es lógico que así sea. Y ni que decir tiene que todas las posadas de la ciudad estarán llenas. Es época de fiesta y la Corona ya ha llegado. Bien, ¿dónde dormirá, Valentine?

—En cualquier parte. Bajo un árbol. En un montón de trapos. En el parque público. Eso que hay allí, a la derecha, parece un parque… esa zona verde con árboles altos.

—¿Recuerda lo que le he dicho sobre los vagabundos en Pidruid? Le encontrarán y le encerrarán durante un mes y cuando le suelten le harán recoger estiércol hasta que pueda pagar la multa, cosa que con el jornal de un barrendero le costará el resto de su vida.

—Al menos recoger estiércol es un trabajo fijo —dijo Valentine.

Shanamir no rió la broma.

—Hay una posada para vendedores de monturas. Me conocen allí… es decir, conocen a mi padre. Me las arreglaré para meterle allí. Pero ¿qué habría hecho sin mí?

—Convertirme en recogedor de estiércol, supongo.

—Parece que no le importaría mucho. —El zagal tocó la oreja de su montura para que el animal se detuviera, y examinó atentamente a Valentine—. ¿Hay algo que le importe, Valentine? No le comprendo. ¿Es un necio, o simplemente el hombre más despreocupado de Majipur?

—Ojalá lo supiera —dijo Valentine.

Al pie de la colina el camino desembocaba en una gran carretera que descendía en dirección norte-sur y se curvaba hacia el oeste, hacia Pidruid. La nueva ruta, amplia y extendida a lo largo del valle, estaba delimitada por señales blancas en las que estaba grabado el doble emblema del Pontífice y de la Corona, el laberinto y el estallido estelar. El pavimento era de un material de color grisazulado y de suave elasticidad, una plataforma flexible e impecable que probablemente era de gran antigüedad, como tantas otras construcciones de Majipur. Las monturas prosiguieron incansablemente su pausada marcha. Al ser seres sintéticos, apenas sentían la fatiga y podían trotar desde Pidruid hasta Piliplok sin descansar y sin emitir una sola queja. Shanamir miraba atrás de vez en cuando, en busca de animales sueltos, ya que las cabalgaduras no estaban atadas; pero todas, invariablemente, permanecían en su lugar, una detrás de otra; el grueso hocico de una pegado a la burda y correosa cola de la precedente, a lo largo del lateral de la carretera.

El sol tenía el tenue tinte bronceado del crepúsculo, y la ciudad ya estaba muy cerca de los viajeros. En esa parte de la carretera había una vista sorprendente: ambos bordes estaban ocupados por majestuosos árboles veinte veces más altos que un hombre, con delgados y ahusados troncos de corteza azul oscuro y extraordinarias copas de relucientes hojas verdinegras tan afiladas como dagas. De esas copas surgían asombrosos racimos de flores, rojas con motas amarillas, que destellaban igual que faros ante los ojos de Valentine.

—¿Qué tipo de árbol es éste? —preguntó.

—Son palmeras flamígeras —dijo Shanamir—. Pidruid es famosa por estos árboles. Sólo crecen cerca de la costa y florecen únicamente durante una semana al año. En invierno producen bayas amargas con las que se hace un licor muy fuerte. Mañana podrá beberlo.

—Veo que la Corona ha elegido un buen momento para presentarse.

—Supongo que no habrá sido por casualidad.

La doble columna de brillantes árboles se prolongaba más y más. Los viajeros la siguieron hasta llegar a unos campos rasos cedidos a las primeras casas campestres. Después se introdujeron en zonas suburbanas repletas de viviendas más modestas, atravesaron, encontraron el viejo muro de la misma Pidruid, al que las palmeras flamígeras doblaban en altura, horadado por un puntiagudo arco provisto de almenas de aspecto arcaico.

—La Puerta de Falkynkip —anunció Shanamir—. El acceso oriental de Pidruid. Ahora vamos a entrar en la capital. Aquí hay once millones de almas, Valentine, y pueden encontrarse todas las razas de Majipur, no solamente la humana. Todas están mezcladas en Pidruid. La raza skandar, los yorts, los liis… todas. Incluso se rumorea que hay un reducido grupo de cambiaspectos.

—¿ Cambiaspectos ?

—La vieja raza. Los primeros nativos.

—Nosotros los llamamos de otro modo —dijo vagamente Valentine—. ¿Metamorfos?

—Es lo mismo. Sí, he oído decir que en el este los llaman así. Tiene usted un acento extraño, ¿lo sabe?

—No más extraño que el tuyo, amigo mío.

Shanamir se echó a reír.

—Su acento me resulta extraño. Y yo no tengo ningún tipo de acento. Hablo normalmente. Usted forma las palabras con sonidos curiosos. «Nosotros los llamamos metamorfos» —parodió Shanamir—. Eso es lo que yo oigo. ¿No es la forma de hablar de los nimoyanos?

Valentine replicó únicamente con un encogimiento de hombros.

—Me asustan esos cambiaspectos —dijo Shanamir—. Metamorfos. Este planeta sería más feliz sin ellos. Andan a escondidas por todas partes, imitan a otros, hacen maldades… Ojalá se quedaran en su territorio.

—Es lo que suelen hacer, ¿no?

—Suelen. Pero se rumorea que hay unos cuantos viviendo en todas las ciudades, tramando quién sabe qué tipo de problema para los demás. —Shanamir se inclinó hacia Valentine, le cogió el brazo y examinó solemnemente su rostro—. Uno puede encontrarse un metamorfo en cualquier parte. Sentado en una colina, contemplando Pidruid en una tarde calurosa, por ejemplo.

—¿Piensas que yo soy un metamorfo disfrazado? El muchacho rió temblorosamente.

—¡Demuestre que no lo es!

Valentine intentó buscar una forma de demostrar su autenticidad, pero no la encontró, e hizo una terrorífica mueca: estiro las mejillas como si fueran de goma, torció los labios en direcciones opuestas y puso en blanco los ojos.

—Mi auténtico rostro —dijo—. Me has descubierto.

Ambos se echaron a reír, y atravesaron la Puerta de Falkynkip para entrar en la ciudad de Pidruid.

Al otro lado todo parecía mucho más viejo. Las casas estaban construidas con un curioso estilo anguloso, las gibosas paredes proyectaban sus jorobas hacia afuera y hacia los tejados, y las mismas tejas estaban rotas y agrietadas, entremezcladas con abundantes masas de maleza y bulbosas hojas que habían encontrado apoyo en hendiduras y cavidades terrosas. Una espesa capa de niebla se cernía sobre la ciudad, y bajo ella había frío y oscuridad, y las luces brillaban en casi todas las ventanas. La carretera fue dividiéndose varias veces, hasta que Shanamir se encontró guiando a los animales por una calle mucho más estrecha, si bien bastante recta, con calles secundarias que se desplegaban en todas direcciones. Las calles estaban llenas de gente. El gentío hizo que Valentine se sintiera extrañamente inquieto. No recordaba haberse visto rodeado de pronto por tanta gente, gente que casi tocaba sus codos y rozaba su montura, gente que se empujaba y corría de un lado a otro, un forcejeante tumulto de cargadores, mercaderes, marineros, vendedores; gente de las montañas que, como el propio Shanamir, traían al mercado sus animales o sus productos, turistas con exquisitos ropajes de reluciente brocados, niños y niñas estorbando por todas partes. ¡Tiempo de fiesta en Pidruid! Llamativas banderas de color escarlata aparecían colgadas a lo largo de la calle, atadas a los pisos superiores de los edificios, varias en cada uno de los bloques, adornadas con el distintivo del estallido estelar, aclamando en letras verde brillante a lord Valentine, la Corona, dándole la bienvenida a la metrópoli más occidental.

—¿Esta lejos tu posada? —pregunto Valentine.

—En el centro de la ciudad. ¿Tiene hambre?

—Un poco. Más que un poco.

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