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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1983, ISBN: 978-84-7002-356-9, издательство: Acervo, категория: Фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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—Y algunos reyes eran ahogados por sus esclavos, otros envenenados por sus primeros ministros, asfixiados por sus esposas o derribados por el pueblo al que fingían servir, y hasta el último de ellos está enterrado y olvidado. —Valentine notó el repentino y sorprendente acaloramiento del enojo. Escupió de disgusto—. Y muchos territorios de la Vieja Tierra siguen existiendo sin ningún rey. ¿Qué falta nos hacen en Majipur? Estos monarcas derrochadores, ese misterioso viejo Pontífice que se esconde en el Laberinto, y ese emisor de malos sueños que habita Suvrael… No, Shanamir. Tal vez yo sea demasiado simple para comprenderlo, pero esto me parece absurdo. ¡Qué locura! ¡Qué gritos de gozo! Nadie grita de gozo, apuesto a que no, cuando el alcalde de Pidruid recorre las calles.

—Necesitamos reyes —insistió Shanamir—. Este mundo es demasiado grande, los alcaldes no bastan para gobernarlo. Necesitamos símbolos notables y potentes, monarcas que sean prácticamente dioses, para que las cosas sigan en orden. Mire. Mire. —El muchacho señaló el balcón—. Ahí arriba, esa figura menuda con la capa blanca: la Corona de Majipur. ¿No siente un temblor que recorre su espalda cuando le digo esto?

—Nada.

—¿No siente un escalofrío al saber que en este mundo hay veinte mil millones de personas y que sólo una es la Corona, y que esta noche puede contemplar al príncipe con sus propios ojos, algo que jamás podrá volver a hacer? ¿No siente admiración?

—No.

—Usted es muy extraño, Valentine. Jamás había conocido otro hombre igual. ¿Cómo es posible que una persona permanezca impasible ante la visión de la Corona?

—Yo estoy impasible —dijo Valentine, indiferente, un poco aturdido por su comportamiento—. Vamos, salgamos de aquí. Este gentío me cansa. Busquemos la posada.

El trayecto para salvar la plaza fue muy largo, puesto que todas las calles iban a parar a ella pero pocas se extendían paralelamente. Valentine y Shanamir tuvieron que describir círculos cada vez más anchos para intentar avanzar hacia el oeste, con la hilera de monturas siguiendo plácidamente la dirección que tomaba el zagal. Pero por fin salieron de un barrio de hoteles y elegantes tiendas y llegaron a otro de almacenes y heniles. Se aproximaron a la orilla del mar y finalmente encontraron una posada muy castigada por la intemperie, con torcidos maderos negros y deshilachado techo de paja, con establos en la parte trasera. Shanamir recogió sus animales y cruzó un patio para entrar en la morada del posadero, mientras Valentine quedaba solo en las sombras. Tuvo que aguardar largo tiempo. Le pareció poder oír, incluso allí, los confusos y apagados gritos: ¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!… Que las multitudes gritaran su nombre no significaba nada para él, ya que se trataba del nombre de otra persona.

Shanamir volvió por fin, tras una corta y silenciosa carrera por el patio.

—Todo arreglado. Déme dinero.

—¿La moneda de cincuenta?

—Menos. Mucho menos. Media corona bastará.

Valentine metió la mano en la bolsa, eligió algunas bajo la tenue luz de los faroles y entregó a Shanamir varias piezas muy gastadas.

—¿Para el alojamiento? —preguntó.

—Para sobornar al portero —replicó Shanamir—. Por la noche es difícil entrar en un lugar para dormir. Meter una persona significa menos espacio para todas las demás, y si alguien cuenta cabezas y se queja, el portero tendrá que respaldarnos. Sígame y no abra la boca.

Entraron. El lugar olía a sal y moho. En el interior, un grueso yort de rostro grisáceo estaba sentado igual que un enorme sapo ante una mesa en la que estaba formando una figura con las cartas de una baraja. La criatura de áspera piel apenas levantó los ojos. Shanamir dejó las monedas ante el yort y éste hizo un gesto con una oscilación casi imperceptible de su cabeza. Los viajeros avanzaron hacia una habitación larga y estrecha, sin ventanas, iluminada por tres globos incandescentes que emitían una luz rojiza y nebulosa. Una hilera de colchones llegaba de un lado a otro de la habitación, y casi todos estaban ocupados.

—Aquí —dijo Shanamir, tocando un colchón con la punta de su bota.

El zagal se despojó de las prendas exteriores y se tumbó, dejando sitio para Valentine.

—Buenos sueños —dijo.

—Buenos sueños —contestó Valentine.

Valentine se quitó las botas, se desnudó de cintura para arriba y se echó junto al muchacho. Gritos distantes resonaban en sus oídos, o quizás en su mente. Le asombró comprobar cuán cansado estaba. Esta noche tendría sueños, sí, y él los observaría atentamente para poder extraer su significado, pero antes habría un profundo sueño, el sueño de una persona extremadamente agotada. ¿Y por la mañana? Un nuevo día. Podía acontecer cualquier cosa. Cualquier cosa.

4

Hubo un sueño, naturalmente, cuando la noche ya estaba muy avanzada. Valentine se colocó a cierta distancia del sueño y observó su desarrollo, tal como le habían enseñado en la infancia. Los sueños tenían gran importancia, eran mensajes de los Poderes que gobernaban el mundo y servían de guía en la vida. Hacerles caso omiso era correr un riesgo, puesto que se trataba de manifestaciones de la más recóndita verdad. Valentine se vio atravesando una vasta llanura de color púrpura bajo un ominoso cielo de idéntico color y un abultado sol ámbar. Estaba solo, con el rostro contraído y los ojos tensos y muy abiertos. Mientras avanzaba, se abrían en la tierra horribles fisuras, grietas que parecían bocas con brillantes tonos anaranjados en su interior. De los boquetes surgieron seres, igual que juguetes infantiles saliendo inesperadamente de una caja, y esos seres se rieron chillonamente de Valentine y volvieron con rapidez a las fisuras cuando éstas se cerraron.

Eso fue todo. Y además, ni siquiera era un sueño completo, porque carecía de argumento, de cualquier tipo de conflicto con un desenlace. Sólo fue una imagen, una extravagante escena, el fragmento de un cuadro que aún no le había sido mostrado. Valentine ni siquiera podía asegurar si el sueño lo había enviado la Dama, la bendita Dama de la Isla del Sueño, o el malévolo Rey de los Sueños. Permaneció medio despierto durante un rato, meditando, y finalmente decidió no dedicar más atención al sueño. Sentía la curiosa sensación de ir a la deriva, de estar separado de su personalidad interna: como si él ni siquiera hubiera existido anteayer. E incluso la sabiduría de los sueños le rehuía.

Volvió a dormirse. Sólo hubo una interrupción, un suave golpeteo de la lluvia que cayó breve aunque ruidosamente, y no tuvo nuevos sueños. La luz del amanecer le despertó: una cálida luz verde y oro que entró por la parte opuesta de la estrecha y alargada habitación. La puerta estaba abierta. Shanamir no se encontraba allí. Valentine estaba solo aparte de un par de individuos que roncaban en las profundidades de la sala.

Valentine se levantó, se estiró, flexionó brazos y piernas, se vistió. Se lavó en una palangana que había junto a la pared, y salió al patio con una sensación de agilidad, de energía, dispuesto para cualquier cosa que el día le ofreciera. El aire matutino rebosaba de humedad, pero era cálido y nítido, y la niebla de la noche anterior se había extinguido por completo. Del claro cielo llegaba el palpitante calor del sol de verano. En el patio crecían tres enormes cepas, una por pared, con rugosos troncos más anchos que la cintura de un hombre, y hojas lustrosas en forma de pala con un marcado tinte de bronce, el color rojo brillante de los nuevos brotes. Las plantas estaban en flor, y sus vistosas flores amarillas parecían trompetillas, aunque también tenían fruto maduro, gruesas bayas blanco-azuladas con destellantes gotas de rocío. Valentine cogió una baya sin preocuparse por su descaro y se la llevó a la boca: dulce, y agria al mismo tiempo, con el mismo efecto embriagador que una uva muy grande. Comió otra, se dispuso a coger una tercera… y cambió de idea.

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