—Con el derecho del envío —dijo Sleet—. ¿También son criminales esos hermanos del bosque? He visto que ellos también iban a la fuente. Estamos entre salvajes, Valentine.
—No, salvajes, no. Gente extraña, con costumbres distintas a las de Majipur.
—Estoy resuelto a liberar al ser de piel azul. Si no con tu ayuda, yo solo.
—¿Ahora?
—¿Qué mejor momento? —preguntó Sleet—. Aún es de noche. Hay silencio. Abriré la jaula. Él se esconderá en la jungla.
—¿Piensas que la jaula no estará vigilada? No, Sleet. Espera. Esto es absurdo. Expondrás nuestras vidas si actúas ahora. Déjame hacer más averiguaciones sobre este prisionero y por qué está enjaulado. Y qué pretenden hacer con él. Si quieren sacrificarlo, lo harán en algún momento culminante de las fiestas. Hay tiempo.
—El envío acaba de llegarme —dijo Sleet.
—He tenido un sueño parecido al tuyo.
—Pero no ha sido un envío.
—No, no ha sido un envío. Sin embargo, basta para hacerme pensar que hay verdad en tu sueño. Te ayudaré, Sleet. Pero no ahora mismo. No es el momento oportuno.
Sleet estaba inquieto. Mentalmente ya estaba acercándose a las jaulas, y la oposición de Valentine le contrariaba.
—¿Sleet?
—¿Sí?
—Hazme caso. No es el momento oportuno. Hay tiempo.
Valentine miró fijamente al malabarista. Sleet le devolvió la mirada con igual obstinación durante unos instantes. Luego, bruscamente, su firmeza se quebró y bajó los ojos.
—Sí, mi señor —dijo en voz baja.
Durante el día Valentine trató de obtener información sobre el prisionero, pero con escaso éxito. Las jaulas, once con hermanos del bosque y la duodécima con el extraño, se encontraban en la plaza, delante de la Casa de los Servicios. Había cuatro pilas, con la jaula del extraño solitaria en lo alto, muy por encima del suelo. Piurivares armados con dagas las vigilaban.
Valentine se acercó, pero no logró pasar del centro de la plaza.
—Está prohibido que pases de aquí —le dijo un metamorfo.
Los hermanos del bosque hicieron resonar los barrotes. El ser de piel azul prorrumpió en gritos, palabras con un marcado acento que Valentine apenas logró entender. ¿Había dicho, «¡Huye, necio, antes de que te maten!», o era eso producto de la excitada imaginación de Valentine? Los guardianes habían establecido un apretado cordón alrededor de la plaza. Valentine se alejó. Cerca de allí preguntó a algunos niños si podían informarle sobre las jaulas; pero los pequeños le miraron guardando un obstinado silencio, fijaron en él sus inexpresivos ojos, murmurando entre ellos, efectuaron pequeñas metamorfosis para imitar el cabello rubio de Valentine, y luego se dispersaron y corrieron como si él fuera un demonio.
Durante toda la mañana no cesaron de entrar metamorfos en Ilirivoyne, llegando en tropel procedente de los caseríos forestales de las afueras. Se presentaron con adornos de numerosos tipos, guirnaldas, banderas, colgaduras, estacas decoradas con espejos y largas varas con misteriosas leyendas grabadas. Todos parecían saber qué hacer, y todos estaban enormemente atareados. No llovió después del amanecer. Los piurivares habían obtenido un raro día seco para el punto culminante de sus fiestas. ¿Por arte de magia, o era simplemente una coincidencia?, se preguntó Valentine.
A media tarde empezaron los festejos. Reducidas bandas de músicos interpretaron una música vibrante, discordante, de ritmo excéntrico y muy marcado, y multitudes metamorfas participaron en un lento y majestuoso baile de entrelazamiento, moviéndose como si fueran sonámbulos. En algunas calles se celebraron carreras; jueces apostados en puntos del recorrido se enzarzaron en complejas discusiones en cuanto los corredores pasaron a su lado. En puestos que al parecer habían sido levantados durante la noche se podía obtener sopa, guisados, bebidas y carne a la parrilla.
Valentine se sintió como un intruso en aquel lugar. Experimentó el deseo de pedir disculpas a los metamorfos por haberlos visitado en la época más sagrada. No obstante, nadie aparte de los niños pareció prestar atención a los malabaristas, y era evidente que los pequeños piurivares los consideraban como rarezas traídas allí para su diversión. Jóvenes y desconfiados metamorfos estaban al acecho en todas partes, para hacer rápidas y confusas imitaciones de Deliamber, Sleet, Zalzan Kavol y todos los demás, pero sin permitir que los forasteros se acercaran a ellos.
Zalzan Kavol había convocado un ensayo para últimas horas de la tarde, junto al vagón. Valentine fue uno de los primeros en llegar, contento de tener una excusa para alejarse de las atestadas calles. Sólo encontró a Sleet y a dos skandars.
Tuvo la impresión de que Zalzan Kavol le miraba de un modo extraño. Había algo nuevo e inquietante en el tipo de atención del skandar. Al cabo de algunos minutos Valentine empezó a sentirse molesto.
—¿Algo va mal? —preguntó.
—¿Qué puede ir mal?
—Pareces haber perdido la serenidad.
—¿Yo? ¿Yo? No pasa nada. Un sueño, eso es todo. Estaba pensando en un sueño que tuve ayer por la noche.
—¿Soñaste con el prisionero de piel azul?
Zalzan Kavol reflejó desconcierto.
—¿Por qué me lo dices?
—A mí me pasó, y a Sleet.
—Mi sueño no tenía nada que ver con el de la piel azul —replicó el skandar—. Y no quiero discutirlo. Fue una tontería, pura tontería.
Y Zalzan Kavol se fue, cogió dos pares de cuchillos y se puso a hacer malabares con ellos de un modo nervioso, como si estuviera distraído.
Valentine no le dio más importancia. Ni siquiera había imaginado que los skandars soñaran, y mucho menos que tuvieran sueños perturbadores. Pero era lógico, se trataba de ciudadanos de Majipur que compartían todos los atributos del resto de las razas, recibían envíos del Rey y de la Dama, y sufrían aisladas intrusiones de las mentes de seres inferiores y derrames procedentes de las partes más recónditas de su ser. Igual que los humanos o, suponía Valentine, los yorts, vroones y liis. De todos modos, era un hecho curioso. Zalzan Kavol se mostraba mesurado en sus emociones, reacio a permitir que su personalidad real fuera descubierta por otros (sólo reflejaba codicia, impaciencia e irritación), y por eso a Valentine le pareció extraña aquella admisión de algo tan personal como que estaba pensando en un sueño.
Valentine se preguntó si los metamorfos tendrían sueños con significado, envíos y demás.
El ensayo se desarrolló bien. Luego los malabaristas hicieron una cena, ligera y no muy satisfactoria, con frutas y bayas recogidas en el bosque por Lisamon Hultin, acompañadas con el poco vino comprado en Khyntor que les quedaba. Las hogueras ardían ya en numerosas calles de Ilirivoyne, y la discordante música de las diversas bandas creaba extraños, estruendosos sonidos casi armoniosos. Valentine supuso que la actuación tendría lugar en la plaza, pero no fue así. Varios metamorfos, ataviados con vestiduras de aspecto sacerdotal, se presentaron en la oscuridad para acompañar a los malabaristas a una parte totalmente distinta de la ciudad, un claro oval y mucho más espacioso que ya se encontraba cercado por cientos, miles de ansiosos espectadores. Zalzan Kavol y sus hermanos inspeccionaron el terreno con suma atención, en busca de obstáculos ocultos o irregularidades que pudieran entorpecer sus movimientos. Normalmente Sleet participaba en ese reconocimiento, pero el malabarista, notó de pronto Valentine, había desaparecido en el recorrido desde el lugar del ensayo hasta el claro. ¿Se había agotado su paciencia, se había decidido a cometer una imprudencia? Valentine estaba a punto de ir en su busca cuando apareció Sleet, jadeando suavemente como si acabara de hacer un número de malabarismo.
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