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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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A media tarde dejaron de oír el sonido de la Fuente de Piurifayne, y el bosque se hizo más espeso, más impenetrable. En la carretera no había un solo letrero y, de improviso, se bifurcaba en un punto donde no existían indicios de lo que había más allá. Zalzan Kavol pidió consejo a Deliamber con la mirada, y el mago miró a Lisamon.

—Ojalá lo supiera, maldita sea mi estampa —tronó la voz de la giganta—. Elegid un camino al azar. Tenemos el cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

Pero Deliamber tenía una idea mejor, y se arrodilló en el lodo para efectuar un rito mágico de indagación. Sacó de su morral un par de recipientes con incienso mágico. Los protegió de la lluvia con la capa y los encendió para crear una humareda de color castaño claro. Inhaló el humo mientras agitaba los tentáculos formando intrincadas volutas. La guerrillera soltó una risotada.

—Sólo es un fraude. Moverá los brazos un rato y luego intentará adivinar el camino. Cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

—El lado izquierdo de la bifurcación —anunció finalmente Deliamber.

Fue un buen recurso mágico, o una afortunada conjetura, porque poco después fueron aumentando las señales de ocupación metamorfa. No hubo más aislados grupos de solitarias cabañas, sino pequeñas concentraciones de moradas de mimbre, ocho, diez o más, muy juntas y cada cien metros o incluso más cerca. Además creció el número de transeúntes, sobre todo niños aborígenes que llevaban livianas cargas en hondas suspendidas de sus cabezas; muchos se detuvieron al ver el vagón, señalaron y emitieron suaves sonidos en voz baja.

Era indudable que los malabaristas estaban aproximándose a una gran población. El camino estaba atestado de niños y adultos, y las viviendas eran numerosas. Los niños formaban una inquieta cuadrilla. Parecían practicar su inmaduro talento transformativo mientras caminaban, y adoptaban numerosas formas, casi todas grotescas: a uno le habían brotado piernas similares a zancos, otro tenía extremidades tentaculares de vroon que le llegaban casi al suelo y un tercero hinchó su cuerpo hasta formar una masa globular apoyada en diminutos puntales.

—¿Somos nosotros los artistas de circo —preguntó Sleet—, o son ellos? ¡Esta gente me pone enfermo!

—Paz —dijo en voz baja Valentine.

—Creo que aquí tienen diversiones muy tétricas —comentó Carabella en apagada voz—. Mirad.

Un poco más adelante, al borde del camino, había varias jaulas de mimbre. Grupos de cargadores, que al parecer acababan de dejarlas en el suelo, descansaban junto a las jaulas. De los barrotes salían menudas manos de largos dedos, y algunas colas prensiles se enrollaban en gestos de angustia. Cuando el vagón pasó por allí, Valentine vio que las jaulas estaban repletas de hermanos del bosque, tres o cuatro muy apretados en cada jaula, en camino a Ilirivoyne para… ¿qué? ¿Para ser sacrificados y vendidos como carne? ¿Para ser torturados en las fiestas? Valentine se estremeció.

—¡Esperad! —gritó de pronto Shanamir mientras el vagón pasaba junto a la última jaula—. ¿Qué hay aquí?

La última jaula era mayor que las otras, y no contenía hermanos del bosque, sino otro tipo de cautivo, un ser de obvia inteligencia, alto y extraño, de piel color azul oscuro, ojos púrpura ardientes y melancólicos, de extraordinaria intensidad y luminosidad, y un amplio tajo con finos labios que era su boca. Su ropa —de un elegante tejido verde— estaba desgarrada, convertida en harapos y salpicada de oscuras manchas, tal vez de sangre. Aquel ser aferraba los barrotes de su jaula con terrible fuerza, los sacudía, tiraba de ellos. Y pidió ayuda a los malabaristas con una voz ronca, rara, totalmente extraña. El vagón prosiguió su marcha.

—¡Este ser no es de Majipur! —dijo Valentine, estremecido, a Deliamber.

—No —dijo el mago—. Nunca había visto un ser así.

—Yo vi uno hace tiempo —intervino Lisamon—. Un ser de otro mundo, un nativo de una estrella próxima, aunque no recuerdo el nombre.

—¿Pero qué hace aquí un ser de otro planeta? —preguntó Carabella—. Actualmente hay poco tráfico entre las estrellas, y pocas naves llegan a Majipur.

—Pero algunas nos visitan —dijo Deliamber—. Aún no estamos totalmente aislados de las rutas estelares, aunque es indudable que se nos considera como un lugar atrasado en el comercio interplanetario. Y…

—¿Os habéis vuelto locos todos? —exclamó Sleet, exasperado—. ¿Sentados aquí igual que sabios, discutiendo el comercio interplanetario, y en esa jaula hay un ser civilizado que pide socorro, que seguramente será espetado y devorado en las fiestas metamorfas? ¿Y no prestamos atención a sus gritos, seguimos despreocupadamente hacia la capital?

Sleet emitió un atormentado sonido de rabia y se precipitó hacia el asiento del cochero. Valentine, temiendo que hubiera problemas, le siguió. Sleet tiró de la capa de Zalzan Kavol.

—¿Lo has visto? —preguntó—. ¿Lo has visto? ¿Al extraño de la jaula?

—¿Y? —dijo el skandar, sin volverse.

—¿Pasarás por alto esos gritos?

—No es asunto nuestro —replicó tranquilamente Zalzan Kavol—. ¿Debemos liberar a los prisioneros de un pueblo independiente? Tendrán algún motivo para haber detenido a ese ser.

—¿Motivo? ¡Sí, freírlo para cenar! Y nosotros estamos en la siguiente cazuela. Te pido que volvamos y liberemos…

—Imposible.

—¡Al menos preguntemos por qué está enjaulado! ¡Zalzan Kavol, podemos estar cabalgando alegremente hacia la muerte! ¿Tanta prisa tienes en llegar a Ilirivoyne que no vas a pararte a hablar con alguien que tal vez conozca las condiciones de este territorio, y que se encuentra en un grave apuro?

—Lo que dice Sleet es sensato —observó Valentine.

—¡Muy bien! —espetó Zalzan Kavol. Detuvo el vagón—. Sal e investiga, Valentine. Pero no tardes mucho.

—Yo le acompañaré —dijo Sleet.

—Tú quédate aquí. Si él necesita guardaespaldas, que se lleve a la giganta.

Una observación razonable. Valentine hizo un gesto a Lisamon, y ambos bajaron del vagón y retrocedieron hacia las jaulas. En ese mismo instante los hermanos del bosque empezaron a rascar y golpear los barrotes de las jaulas. Los cargadores metamorfos —armados, comprobó Valentine, con dagas de madera o cuerno pulido, muy eficaces en apariencia— se formaron en falange en la carretera, sin darse excesivas prisas, y evitaron que Valentine y Lisamon se acercaran más a la jaula de mayor tamaño. Un metamorfo, sin duda el jefe del grupo, se adelantó y aguardó las preguntas con amenazadora calma.

—¿Sabrán hablar en nuestro idioma? —preguntó en voz baja Valentine a la giganta.

—Seguramente. Inténtalo.

—Somos una compañía de malabaristas ambulantes —dijo Valentine en voz alta y clara—. Hemos venido para actuar en las fiestas que sabemos vais a celebrar en Ilirivoyne. ¿Estamos cerca de la ciudad?

El metamorfo, quince centímetros más alto que Valentine, aunque con una constitución mucho más frágil, parecía divertido.

—Estáis en Ilirivoyne —fue la fría, remota respuesta.

Valentine se humedeció los labios. Aquellos metamorfos despedían un olor suave, definido, acre pero no desagradable. Sus ojos, extrañamente sesgados, tenían una aterradora inexpresividad.

—¿A quién debemos dirigirnos para poder actuar en Ilirivoyne?

—La Danipiur interroga a todos los forasteros que llegan a Ilirivoyne. La encontraréis en la Casa de Servicios.

La frígida y reservada conducta del metamorfo era desconcertante.

—Otra cosa —dijo Valentine al cabo de unos instantes—. Vemos que en esa gran jaula hay un ser de una raza desconocida. ¿Puedo preguntar por qué está ahí?

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