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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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¿Y qué podía opinarse de una Corona caída que prefiere aceptar su alterado destino y no hace frente al usurpador? ¿Acaso no era una abdicación? ¿Y cuántas abdicaciones de este tipo se habían producido en la historia de Majipur? ¿No iba a ser él cómplice de Dominin Barjazid en la subversión del orden?

Las últimas dudas de Valentine desaparecieron. A Valentine, el malabarista, le habían parecido cómicos, o extravagantes, los primeros indicios de que él pudiera ser la genuina Corona, lord Valentine. Un absurdo, una locura, una farsa. Todo había cambiado. La estructura de sus sueños soportaba el peso de la credibilidad. Había ocurrido un hecho monstruoso, efectivamente. La importancia global de ese hecho estaba mostrándose con claridad. Y era obligación de Valentine, una obligación que debía aceptar sin más dudas, reparar el daño.

¿Pero cómo? ¿Enfrentándose a la Corona en funciones? ¿Rebelándose vestido con ropa de malabarista para recuperar el Monte del Castillo?

Valentine pasó la mañana en silencio, sin revelar un solo detalle de sus pensamientos. Estuvo largo rato en la barandilla, contemplando la distante orilla. La inmensidad del río superaba su comprensión. La vía fluvial era tan ancha en algunos puntos que resultaba imposible divisar tierra, y en otros lugares lo que parecía ser ribera era en realidad una isla, también enorme, con kilómetros de agua entre ella y la verdadera orilla. La corriente era fuerte, y el gran barco se arrastraba con rapidez hacia el este.

El día era brillante, y el río se rizaba y destellaba bajo el rutilante sol. Por la tarde hubo una llovizna, caída de nubes tan compactas que el sol continuó brillando alrededor de ellas. La intensidad de la lluvia aumentó después y los malabaristas tuvieron que anular la segunda actuación, con gran disgusto de Zalzan Kavol. Todos se agazaparon bajo techo.

Esa noche Valentine se acostó al lado de Carabella, y dejó que los skandars se las arreglaran con los ronquidos de Lisamon Hultin. Esperó casi ansiosamente las revelaciones de nuevos sueños. Pero los que tuvo no le fueron de utilidad: la vulgar e informe mezcolanza de fantasía y caos, calles sin nombre y rostros desconocidos, brillantes luces y chillones colores, absurdas disputas, inconexas conversaciones, imágenes mal enfocadas… Por la mañana el barco fluvial llegó al puerto de Verf en la orilla sur del río.

11

—La provincia de los metamorfos —dijo Autifon Deliamber— se llama Piurifayne, derivada de la palabra que usan los metamorfos para denominar su raza, Piuriyar. Limita al norte con la periferia de Verf, al oeste con la Escarpa de Velathys, al sur con una importante cordillera, las Montañas Gonghar, y al este con el río Steiche, notable afluente del Zimr. He visto con mis propios ojos todas estas zonas limítrofes, aunque jamás he entrado en Piurifayne. Entrar es difícil, ya que la Escarpa de Velathys es un muro de casi dos kilómetros de altura y quinientos metros de longitud. Las Gonghar están azotadas por las tormentas y son montañas desagradables. Y el Steiche es un río turbulento lleno de rápidos y remolinos. La única ruta racional es atravesar Verf y llegar hasta la Puerta de Piurifayne.

Los malabaristas se hallaban a pocos kilómetros de dicha entrada, tras haber abandonado la monótona ciudad mercantil de Verf con la máxima rapidez posible. La lluvia, suave pero insistente, continuó durante toda la mañana. El paisaje era trivial, un lugar de frágil suelo arenoso y densas agrupaciones de árboles enanos de corteza verde claro y hojas estrechas y agitadas. Hubo poca conversación en el vagón. Sleet se entregó a la meditación, Carabella practicó obsesivamente con tres bolas rojas en el espacio central del vehículo, los skandars que no se preocupaban de las monturas se enzarzaron en un complicado juego con astillas de marfil y pequeños fardos de negros pelos de drole, Shanamir dormitó, Vinorkis asentó diversas entradas en un diario que llevaba, Deliamber se entretuvo con sortilegios de poca importancia —encender diminutas velas nigrománticas y otros pasatiempos mágicos— y Lisamon Hultin, que había enganchado su montura junto con las que tiraban del vagón para protegerse de la lluvia, roncó como un dragón marino arrastrado hasta la playa, despertándose de vez en cuando para beber un vaso de vino gris de poca calidad que había comprado en Verf.

Valentine se sentó en un rincón, apoyado en una ventana y pensó en el Monte del Castillo. ¿Qué aspecto tendría una montaña de cincuenta mil metros de altura? ¿Una solitaria columna de piedra que se alzaba como una colosal torre hacia la negra noche del espacio? Si la Escarpa de Velathys, cuya altura no llegaba a los dos mil metros, era un muro inaccesible según Deliamber, ¿cómo sería una barrera treinta veces más alta? ¿Qué sombra proyectaba el Monte del Castillo cuando el sol se encontraba al este? ¿Una franja oscura que se extendía por Alhanroel entero? ¿Y cómo obtendrían calor y aire para respirar las ciudades de la encumbrada ladera? Existían máquinas de los antiguos, así le había explicado a Valentine, que producían calor y luz y distribuían aire puro, máquinas milagrosas de la olvidada era tecnológica, hacía miles de años, cuando las viejas artes procedentes de la Tierra aún gozaban de amplia práctica. Pero entender el funcionamiento de esas máquinas era tan difícil como comprender las fuerzas que accionaban los motores de la memoria de Valentine para indicarle que esa mujer morena era Carabella, o que aquel hombre canoso era Sleet. Valentine pensó también en la parte más elevada del Monte del Castillo, en el edificio de cuarenta mil habitaciones que había en la cima, el castillo que en ese momento pertenecía a lord Valentine, que había sido de lord Voriax hasta hacía poco tiempo y de lord Malibor cuando Valentine era un niño viviendo una infancia que ya no recordaba. ¡El castillo de lord Valentine! ¿Existía realmente un lugar así, o castillo y monte eran una simple fábula, una visión, una fantasía similar a la de los sueños? ¡El castillo de lord Valentine!

Valentine lo imaginó aferrado a la cumbre de la montaña como una capa de pintura, una brillante pincelada de color de pocas moléculas de espesor. Así debía ser el castillo comparado con aquella titánica e increíble montaña, una salpicadura que se extendía regularmente por el flanco de la cima de un modo tentacular. Cientos de habitaciones en un ala, cientos más en otra, un racimo de enormes cámaras que se extendían como seudópodos por ahí, un nido de patios y galerías por allí. Y en el lugar más recóndito, la Corona con toda su grandeza, lord Valentine con su negra barba, aunque la Corona no estaría allí en ese momento, sino continuando la gran procesión por el reino, tal vez en Ni-moya u otra ciudad oriental. ¿Y yo, pensó Valentine, he vivido en ese monte, yo? ¿He habitado en ese castillo? ¿Qué hice yo mientras fui la Corona, qué decretos, qué citas, qué tareas? La imagen de conjunto era inconcebible, y sin embargo, Valentine sentía que la convicción iba dominándole. Había plenitud, densidad y sustancia en los fantasmales fragmentos de memoria que flotaban en su mente. Sabía ya que no había nacido junto al recodo del río en Ni-moya, tal como indicaban los falsos recuerdos implantados en su mente, sino en una de las cincuenta ciudades del Monte, casi al borde del mismo Castillo, y que le habían educado junto con la casta real, como un componente más del cuadro que forjaba príncipes, que su infancia y su adolescencia habían sido cómodas y privilegiadas. Valentine continuaba sin recordar a su padre, que debió ser un distinguido príncipe del reino. Y pocos recuerdos tenía de su madre aparte de que tenía el cabello oscuro y la piel aceitunada, igual que la de él en otro tiempo, y… Un recuerdo surgido de la nada fluyó en su conciencia repentinamente: ella le abrazó un día, hacía mucho tiempo, y lloró un poco antes de explicarle que Voriax había sido elegido para sustituir al ahogado lord Malibor y que por tanto ella iba a convertirse en la Dama de la Isla del Sueño. ¿Sería cierto, o acababa de imaginarlo? En aquel tiempo él debía tener… Valentine meditó, calculó… Él debía tener veintidós años, aproximadamente, cuando Voriax llegó al poder. ¿Le habría abrazado su madre? ¿Había llorado el día de su elección como Dama? ¿O le había alegrado que ella y su hijo mayor hubieran sido nombrados Poderes de Majipur? Lloros y alegría al mismo tiempo, tal vez. Valentine sacudió la cabeza. Esas vibrantes escenas, esos momentos de vigorosa historia… ¿Volvería a conocerlos algún día, o tendría que avanzar penosamente, siempre con la desventaja que le habían impuesto los ladrones de su pasado? Hubo una enorme explosión en lontananza, un estruendo grave y prolongado que hizo temblar la tierra y que atrajo la atención de todos los ocupantes del vagón. El ruido se prolongó varios minutos, menguó hasta convertirse en un suave latido, y desapareció.

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