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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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—Como castigo.

—¿Un criminal?

—Eso dicen —replicó vagamente el metamorfo—. ¿Por qué os preocupa tanto?

—Somos forasteros en vuestra tierra. Si aquí enjauláis a los forasteros, preferiríamos buscar trabajo en otro lugar.

Hubo un momentáneo temblor de emoción —¿diversión, desprecio?— en la boca y en las ventanas nasales del metamorfo.

—¿Por qué tenéis ese temor? ¿Sois criminales?

—Ni mucho menos.

—Entonces no os enjaularemos. Presentad vuestros respetos a la Danipiur y formuladle a ella todas las preguntas que queráis. Debo terminar importantes tareas.

Valentine miró a Lisamon, que se encogió de hombros. El metamorfo se alejó. No había nada que hacer aparte de volver al vagón.

Los cargadores levantaron las jaulas y las ataron a varas que luego cargaron a la espalda. De la jaula de mayor tamaño surgió un rugido de ira y desesperación.

13

Ilirivoyne no era una ciudad, no era un pueblo, sino algo intermedio, una calamitosa concentración de numerosas estructuras, bajas y de aspecto temporal, de mimbre y maderas ligeras, dispuestas en irregulares calles sin pavimento que se extendían a lo largo de considerables distancias en dirección al bosque. El lugar tenía apariencia de provisional, como si Ilirivoyne hubiera tenido otra ubicación hacía pocos años y pudiera estar en una zona completamente distinta dentro de un par de años. Que era época de fiestas en Ilirivoyne se notaba, aparentemente, en los fetiches en forma de vara plantados ante casi todas las viviendas, gruesos y desbastados palos con brillantes cintas y trozos de pieles. Además había muchas calles con entablados erigidos, bien para espectáculos artísticos o bien, pensó Valentine con gran intranquilidad, para ritos tribales muy siniestros.

Encontrar la Casa de los Servicios y a la Danipiur fue sencillo. La calle principal desembocaba en una amplia plaza limitada en tres de sus lados por pequeñas construcciones abombadas provistas de floridos techos entretejidos, y en el cuarto por una estructura de mayor tamaño, el primer edificio de tres pisos que los malabaristas habían visto en Ilirivoyne, con su cuidado jardín de arbustos globulares, blancos y grises y con gruesos tallos, en la entrada. Zalzan Kavol condujo el vagón hasta una zona despejada próxima a la plaza.

—Ven conmigo —dijo el skandar a Deliamber—. Veremos qué podemos conseguir.

Estuvieron en la Casa de los Servicios un buen rato. Cuando salieron iban acompañados por una metamorfa de gran presencia y autoridad, sin duda la Danipiur, y los tres permanecieron en el jardín en complicada conversación. La Danipiur señaló, Zalzan Kavol afirmó y negó alternativamente con movimientos de cabeza, y Autifon Deliamber, empequeñecido entre dos seres de gran estatura, hizo frecuentes y elegantes ademanes de diplomática conciliación. Finalmente Zalzan Kavol y el vroon regresaron al vagón. El skandar parecía más animado.

—Hemos llegado justo a tiempo —anunció—. Las fiestas ya han empezado. Mañana por la noche habrá una de las celebraciones principales.

—¿Nos pagarán? —preguntó Sleet.

—Era lo lógico —dijo Zalzan Kavol—. Pero no nos darán comida, ni alojamiento, porque en Ilirivoyne no hay posadas. Y no debemos entrar en determinadas zonas de la ciudad. Me han ofrecido mejores acogidas en otros sitios. Aunque también algunas menos amistosas de vez en cuando.

Tropeles de niños metamorfos, solemnes y silenciosos, siguieron al vagón cuando el vehículo abandonó la plaza y se dirigió a un lugar situado detrás de la misma para poder aparcar. A últimas horas de la tarde los malabaristas celebraron una sesión de práctica, y aunque Lisamon Hultin hizo formidables esfuerzos para alejar de allí a los niños metamorfos, le fue imposible evitar que los pequeños volvieran y asomaran la cabeza entre árboles y arbustos para contemplar a los artistas. Valentine se puso nervioso al tener que actuar delante de los niños, y no fue el único, ni mucho menos, porque Sleet estuvo tenso y anormalmente torpe, e incluso Zalzan Kavol, maestro de maestros, tiró un bastón al suelo por primera vez en el recuerdo de Valentine. El silencio de los niños era molesto, parecían inexpresivas estatuas, un público distante que extraía energía y no daba nada a cambio. Pero todavía era más molesto el truco de la metamorfosis: los pequeños piurivares cambiaban de aspecto con tanta naturalidad como un niño humano se chupaba el pulgar. El objetivo aparente de los niños era la imitación, ya que las formas que adoptaban eran burdas, semirreconocibles versiones de los malabaristas, tal como habían hecho los metamorfos adultos en la Fuente de Piurifayne. Los niños conservaban una forma brevemente —su talento parecía escaso— pero durante las pausas entre ejercicios Valentine vio que algunos tenían su pelo rubio, las canas de Sleet o el cabello moreno de Carabella; otros se transformaron en seres osunos y con muchos brazos, igual que los skandars, o intentaron imitar caras, rasgos personales, expresiones, y todo ello hecho de un modo deformado y poco halagador.

Los viajeros pasaron la noche apretados a bordo del vagón, muy juntos, y durante toda la noche, así lo pareció, cayó una persistente lluvia. Valentine sólo logró dormir a ratos, simples cabezadas, y durante muchas horas escuchó los poderosos ronquidos de Lisamon o los sonidos aún más grotescos de los skandars. En algún momento de la noche debió dormirse de verdad, ya que tuvo un sueño, nebuloso e incoherente; vio a los metamorfos encabezando una procesión de prisioneros, hermanos del bosque y el extraño de piel azul, por la carretera que llevaba a la fuente de Piurifayne, que entró en erupción y se elevó sobre el mundo como una colosal montaña blanca. Y casi al amanecer durmió profundamente un rato, hasta que Sleet le sacudió el hombro para despertarle poco antes de la salida del sol. Valentine se incorporó y se frotó los ojos.

—¿Qué pasa?

—Vamos afuera. Tengo que hablarte.

—¡Aún es de noche!

—Es igual. ¡Vamos!

Valentine bostezó, se estiró y se levantó ruidosamente. Él y Sleet avanzaron cautelosamente entre los adormecidos cuerpos de Carabella y Shanamir, evitaron tropezar con un skandar, y bajaron la escalerilla del vagón. La lluvia había cesado, pero la mañana era oscura y fría, y una desagradable niebla se alzaba del suelo.

—He tenido un envío —dijo Sleet—. De la Dama, creo.

—¿De qué tipo?

—Sobre ese ser de la piel azul, el de la jaula, del que dijeron que era un criminal a punto de recibir castigo. Me ha hablado en mi sueño y me ha explicado que no es un criminal, sino sólo un viajero que cometió el error de entrar en territorio metamorfo. Lo capturaron porque tienen la costumbre de sacrificar un forastero en la Fuente de Piurifayne en época de fiestas. Y he visto cómo lo hacían. La víctima, atada de pies y manos, ocupa el hoyo de la fuente, y cuando se produce la explosión, sale despedida hacia el cielo.

Valentine notó un escalofrío que no estaba causado por la niebla matutina.

—Yo he soñado algo similar —dijo.

—En mi sueño me he enterado de más cosas —siguió explicando Sleet—. También nosotros estamos en peligro, quizá no en peligro de que nos sacrifiquen, pero igualmente corremos riesgos. Y si liberamos al extraño, él nos ayudará a salvarnos, pero si consentimos que muera, no saldremos con vida de territorio piurivar. Ya sabes que temo a estos cambiaspectos, Valentine, pero este sueño es distinto. Ha tenido la claridad de un envío. No hay que despreciarlo como un temor más del tonto Sleet.

—¿Qué quieres hacer?

—Rescatar al extraño.

—¿Y si es realmente un criminal? —contestó Valentine, intranquilo—. ¿Con qué derecho nos entrometemos en la justicia piurivar?

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