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Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: El castillo de lord Valentine» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1983, ISBN: 978-84-7002-356-9, издательство: Acervo, категория: Фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Miles de años después de nuestra era, en el planeta Majipur existe un arcaico imperio feudal en el que, no obstante persisten restos de una avanzada tecnología. En este marco Valentine, un juglar itinerante, descubre a través de sueños y portentos su verdadera identidad: él es Lord Valentine, la Corona. Su cuerpo y su trono han sido ocupados por un usurpador.

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—He ido a la plaza —dijo en voz baja—. Las jaulas siguen apiladas. Pero casi todos los guardianes deben estar bailando. Conseguí intercambiar algunas palabras con el prisionero antes de que me echaran de allí.

—¿Y?

—Dice que lo sacrificarán en la fuente a medianoche, igual que en mi envío. Y que mañana por la noche nos ocurrirá lo mismo.

—¿Qué?

—Lo juro por la Dama —dijo Sleet. Sus ojos parecían taladros—. Llegué a este lugar porque así te lo juré, mi señor. Me aseguraste que no sufriría daño alguno.

—Tus temores me parecieron irracionales.

—¿Y ahora?

—Voy a revisar mi opinión —dijo Valentine—. Pero saldremos de Ilirivoyne con perfecta salud. Te lo prometo. Hablaré con Zalzan Kavol después de la actuación, en cuanto haya tenido oportunidad de consultar con Deliamber.

—Me complacería más estar antes en la carretera.

—Los metamorfos están gozando y bebiendo esta noche. Más tarde habrá menos posibilidades de que noten nuestra marcha —dijo Valentine—, y estarán menos capacitados para perseguirnos, si es que pretenden hacerlo. Además, ¿crees que Zalzan Kavol estaría de acuerdo en cancelar una actuación simplemente porque hay rumores de peligro? Actuaremos, y luego saldremos del aprieto. ¿Qué opinas?

—Estoy contigo, mi señor —replicó Sleet.

14

Fue una actuación espléndida, y nadie estuvo más en forma que Sleet, que efectuó el número de malabarismo a ciegas y lo hizo sin fallos. Los skandars intercambiaron antorchas con vertiginoso desenfreno, Carabella hizo cabriolas sobre la esfera giratoria, y Valentine hizo malabares mientras bailaba, brincaba, se arrodillaba y corría. Los metamorfos se sentaron en círculos concéntricos alrededor de los artistas, sin apenas comentarios, sin aplaudir una sola vez, contemplando el espectáculo en la nebulosa penumbra con insondable fuerza de concentración.

Trabajar ante ese público fue difícil. Peor que un ensayo, pues nadie espera público en un momento así, mientras que en la actuación hubo miles de espectadores que no ofrecieron nada a los artistas. Inmóviles como estatuas, igual como estuvieron los niños anteriormente, un austero público que no demostró aprobación o desaprobación sino algo que debía interpretarse como indiferencia. En esa situación, los malabaristas presentaron ejercicios cada vez más gravosos y maravillosos, pero durante más de una hora no obtuvieron respuesta.

Y luego, de un modo asombroso, los metamorfos iniciaron un número de malabarismo, una imitación espectral e irreal de la actuación de la compañía.

Grupos de dos o tres piurivares salieron de la oscuridad y tomaron posiciones en el centro del escenario a pocos metros de los malabaristas. Durante la actuación sufrieron rápidos cambios de apariencia: seis adoptaron aspecto de velludos y macizos skandars, uno se hizo menudo y ágil, muy parecido a Carabella, otro lució la sólida figura de Sleet, y un piurivar alto y rubio, imitó la imagen de Valentine. Esta asunción de los cuerpos de los malabaristas no tuvo ningún carácter festivo: a Valentine le pareció ominosa, una burla, una clara amenaza. Y cuando observó el lugar ocupado por los miembros de la compañía que no actuaban, vio que Autifon Deliamber hacía gestos de preocupación con sus tentáculos, Vinorkis estaba muy serio y Lisamon oscilaba de un lado a otro, de puntillas, como si se preparara para entrar en combate.

Zalzan Kavol también estaba desconcertado por el curso de los acontecimientos.

—Continuad —dijo roncamente—. Estamos aquí para actuar.

—Mi opinión —dijo Valentine— es que estamos aquí para divertirlos, aunque no por fuerza como artistas.

—Es igual, somos artistas, y actuaremos.

Hizo una señal y acometió la realización, en compañía de sus hermanos, de un deslumbrante intercambio de innumerables objetos, todos ellos afilados y peligrosos. Sleet, tras un instante de duda, cogió un puñado de bastones y los lanzó al aire en cascadas, igual que Carabella. Las manos de Valentine quedaron congeladas: no sintió deseo alguno de actuar.

Los nueve metamorfos que había en el escenario también se pusieron a hacer malabares.

Sólo fue una falsificación, una ilusión de malabarismo, sin verdadero talento o arte. Una burla y nada más. Los piurivares llevaban en las manos frutas negras de áspera piel, trozos de madera y otros objetos vulgares, y se los pasaron de una mano a otra como niños parodiando a un malabarista. Incluso cometieron fallos en los ejercicios más simples y tuvieron que agacharse con rapidez para recuperar el objeto que se les había caído. Esa actuación enardeció al público, al contrario que todo lo que los genuinos malabaristas habían hecho. Los metamorfos emitieron sonidos inarticulados —¿acaso se trataba de su equivalente al aplauso?— y se movieron rítmicamente mientras se daban palmadas en las rodillas. Y Valentine vio que algunos se transformaban de un modo casi caprichoso, adoptando raras formas alternativas, humanas, yorts o susúheris, por puro antojo, o moldeándose a semejanza de los skandars, Carabella o Deliamber. En un momento dado vio que había seis o siete Valentine en las filas más cercanas.

Actuar en ese circo de distracciones era simplemente imposible, pero los malabaristas continuaron de un modo inflexible los ejercicios durante algunos minutos más. La actuación perdió la perfección, cayeron bastones al suelo, los ritmos se alteraron, fallaron los intercambios tantas veces practicados. El canturreo de los metamorfos se hizo más intenso.

—¡Oh, mirad, mirad! —gritó de pronto Carabella.

Señaló a los nueve falsos malabaristas, concretamente al que imitaba a Valentine.

Valentine se quedó sin aliento.

Lo que estaba haciendo aquel metamorfo era contrario a la razón, y conmocionó a Valentine, le dejó rígido, aterrorizado y asombrado. Porque el piurivar estaba oscilando entre dos formas. Una era la imagen de Valentine, un hombre joven, alto y rubio, con anchos hombros y gruesas manos.

Y la otra era la imagen de lord Valentine, la corona.

La metamorfosis era casi instantánea, como el destello de una luz. Valentine veía a su hermano gemelo delante de él, y un instante después lo sustituía la Corona, con su barba negra y sus penetrantes ojos, un personaje autoritario y de gran porte, que desaparecía y volvía a ser el sencillo malabarista. El canturreo de la multitud se hizo más intenso: daban su aprobación al espectáculo. Valentine… lord Valentine… Valentine… lord Valentine…

Mientras observaba, Valentine notó que un hormigueo de glacial frigidez recorría su espalda. Sintió picazón en la cabeza, sus rodillas temblaron. Era imposible confundir la importancia de la grotesca pantomima. ¿No había deseado confirmación de todo lo que había arrasado su mente durante las últimas semanas, desde la llegada a Pidruid? Pues ahí la tenía. Pero ¿en ese lugar? ¿En una población selvática, entre aquellos aborígenes?

Contempló la imitación de su cara.

Contempló el semblante de la Corona.

Los demás malabaristas metamorfos saltaban y hacían cabriolas en una danza de pesadilla, con las piernas alzándose y cayendo con fuerza, los falsos brazos de skandar agitándose y golpeando los costados de los imitadores, los falsos cabellos de Sleet y Carabella revueltos bajo el viento nocturno… La imagen de Valentine permaneció inmóvil mientras cambiaba de cara, y finalmente desapareció. Nueve metamorfos ocupaban el centro del círculo, con las manos extendidas hacia el público, y el resto de piurivares se pusieron de pie y bailaron con idéntica locura.

La actuación había terminado. Sin dejar de bailar, los metamorfos se alejaron en tropel entre las sombras, hacia los puestos y juegos de su fiesta.

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