—¿Mi señor? —dijo Ermanar—. Aguardamos sus instrucciones, mi señor.
Valentine vaciló.
—Rodeadle —replicó—. Neutralizadle. Cogedle prisionero, si es posible.
—Podríamos concentrar el fuego en…
—No se le hará ningún daño —ordenó rotundamente Valentine.
—Mi señor…
—Ningún daño, he dicho.
—Sí, mi señor.
Pero no hubo excesiva convicción en la respuesta de Ermanar. Para Ermanar, sabía Valentine, un enemigo era simplemente un enemigo, y ese general causaría menos daño si se le mataba con rapidez. ¡Pero era Elidath!
Tenso y afligido, Valentine vio que Ermanar ordenaba dar la vuelta a sus tropas y las guiaba hacia el campamento de Elidath. Era muy sencillo ordenar que Elidath no sufriera daño alguno, pero ¿cómo verificar un acto así, en el calor de la batalla? Era lo que Valentine había temido más, que un amado compañero dirigiera las tropas contrarias. Mas saber que se trataba de Elidath, que Elidath estaba en peligro en el campo de batalla, que Elidath debía sucumbir para que el ejército de liberación avanzara… ¡qué angustia! Valentine se levantó.
—Usted no debe… —empezó a decir Deliamber.
—Debo hacerlo —dijo Valentine, y salió corriendo del vagón antes de que el vroon pudiera someterle a alguna hechicería.
Afuera, en plena confusión, todo era incomprensible: figuras yendo de un lado a otro, enemigos indistinguibles de los amigos, todo ruido, tumulto, gritos, alarmas, polvo y locura. Los fragmentos de batalla que Valentine había discernido desde su coche flotante no eran visibles. Creyó percibir que las tropas de Ermanar se apiñaban a un lado mientras una turbia y caótica lucha tenía lugar en la dirección del campamento de Elidath.
—¡Mi señor! —le gritó Shanamir—. ¡No debe estar tan a la vista! ¡Debe…!
Valentine le hizo callar con un ademán y avanzó hacia la zona principal de la batalla.
La suerte había cambiado de nuevo, así lo parecía, gracias al ataque combinado de Ermanar al campamento de Elidath. Los invasores estaban abriendo brechas y provocando de nuevo el desorden del enemigo. Las tropas de Barjazid retrocedían, caballeros y ciudadanos por igual, corrían en aleatorios círculos, intentando huir de los crueles atacantes, mientras en una zona más alejada un grupo de defensores resistían firmemente en torno a Elidath, solitaria y firme roca en el incontenible torrente.
Que Elidath no sufra daño alguno, imploró Valentine. Que le cojan prisionero, y que sea con rapidez, pero que no le pase nada.
Valentine se abrió paso como pudo, casi inadvertido en el campo de batalla. Una vez más la victoria parecía estar a su alcance. Pero a un coste demasiado elevado, elevadísimo, si esa victoria se compraba con la muerte de Elidath.
Valentine vio a poca distancia a Lisamon y Khun de Kianimot, hombro a hombro, abriendo a estocadas un paso para que los demás pudieran penetrar, y estaban empujando todo lo que había delante de ellos. Khun se reía, como si durante toda su vida hubiera aguardado ese momento de feroz compromiso.
En ese instante un dardo enemigo alcanzó en el pecho al ser de piel azul. Khun se tambaleó y se le doblaron las rodillas. Lisamon, al ver que empezaba a desplomarse, le cogió y le dejó cuidadosamente en el suelo.
—¡Khun! —exclamó Valentine, y se abalanzó hacia el caído.
A veinte metros de distancia ya vio que Khun había sufrido una terrible herida. Jadeaba, y su enjuto rostro estaba distorsionado y casi pálido. Los ojos no tenían brillo. Al ver a Valentine, Khun se iluminó ligeramente y trató de enderezarse.
—¡Mi señor! —dijo la giganta—. ¡Este no es lugar para ti! Valentine hizo caso omiso y se agachó junto al herido.
—¿Khun? ¿Khun? —susurró apremiantemente.
—Todo va bien, mi señor. Yo sabía que… debía haber una razón… para venir a tu mundo…
—¡Khun!
—Qué lástima… me perderé el banquete de la victoria…
Desesperado, Valentine asió a Khun por sus huesudos hombros y le abrazó, pero la vida del herido se escabulló rápida y silenciosamente. Su largo y extraño viaje había concluido. Al fin había encontrado una finalidad, y paz.
Valentine se levantó y miró alrededor, percibiendo igual que en sueños la locura del campo de batalla. Un cordón de soldados leales le rodeaba, y uno de ellos… Sleet, vio Valentine, tiraba de él intentando conducirle a un lugar más seguro.
—No —murmuró Valentine—. Déjame pelear…
—No aquí, mi señor. ¿Quieres compartir la suerte de Khun? ¿Qué haremos los demás, si pereces? Las tropas enemigas fluyen como ríos hacia nosotros procedentes del paso de Peritole. El combate no tardará en endurecerse. No debes estar aquí.
Valentine lo comprendía. Al fin y al cabo Dominin Barjazid no estaba allí, y probablemente nunca se presentaría. Pero ¿cómo podía él permanecer sentado cómodamente en un coche flotante, cuando otros estaban muriendo por él? Khun, que ni siquiera era una criatura de Majipur, ya había dado su vida por él, y su amado Elidath, al otro lado del cerro de la llanura, podía estar en peligro frente a las tropas del mismo Valentine. Valentine se debatió en su indecisión. Sleet, con el rostro desolado, le soltó, pero únicamente para llamar a Zalzan Kavol. El gigante skandar, blandiendo espadas en tres manos y una pistola de energía en la cuarta, no se hallaba muy lejos. Valentine vio que Sleet conferenciaba con él, y Zalzan Kavol, que mantenía a raya a los defensores de un modo casi desdeñoso, empezó a abrirse paso hacia Valentine. Dentro de un momento, supuso Valentine, el skandar me arrastrará por la fuerza, sin importarle que sea o no sea un Poder coronado, fuera del campo de batalla.
—Aguardad —dijo Valentine—. El presunto heredero está en peligro. ¡Os ordeno que me sigáis!
Sleet y Zalzan Kavol se quedaron desconcertados al oír el extraño título.
—¿El presunto heredero? —repitió Sleet—. ¿Quién…?
—Acompañadme —dijo Valentine—. Es una orden.
—Su seguridad, mi señor —refunfuñó Zalzan Kavol—, es…
—No es lo único importante. ¡Sleet, a mi izquierda! ¡Zalzan Kavol, a mi derecha!
Los dos estaban demasiado aturdidos para desobedecerle. Valentine también llamó a Lisamon Hultin. Y de este modo, protegido por sus amigos, avanzó rápidamente por la elevación del terreno en dirección a la vanguardia del enemigo.
—¡Elidath! —gritó Valentine con toda su fuerza.
Su voz llegó a media legua de distancia, así lo pareció, y el sonido del potente bramido hizo que la acción cesara unos instantes alrededor de él. Tras cruzar una avenida de inmóviles guerreros, Valentine miró a Elidath, y cuando los ojos de los dos se encontraron vio que el hombre moreno se detenía, fruncía el ceño, se encogía de hombros.
—¡Capturad a ese hombre! —gritó Valentine a Sleet y Zalzan Kavol—. ¡Traédmelo! ¡Sin hacerle daño!
El instante de estancamiento finalizó. Con redoblada intensidad, el tumulto de la batalla se reanudó. Las fuerzas de Valentine se lanzaron de nuevo hacia el acosado y flaqueante enemigo. Valentine vio fugazmente a Elidath, rodeado por la protección de los suyos, resistiendo ferozmente. Después ya no vio nada más, porque todo volvió a ser caótico. Alguien le agarró —¿Sleet, quizá? ¿Carabella?— instándole otra vez a regresar a la seguridad del coche, pero él gruñó y se soltó.
—¡Elidath de Morvole! —gritó Valentine—. ¡Elidath, ven a parlamentar!
—¿Quién pronuncia mi nombre? —fue la réplica.
De nuevo la pululante multitud se apartó entre él y Elidath. Valentine extendió los brazos hacia la extrañada figura y se dispuso a responder. Pero las palabras serían muy lentas, y muy torpes, y Valentine lo sabía. De repente se puso en estado de trance, concentrando toda su fuerza de voluntad en el aro de plata de su madre, y proyectó, a través del espacio que le separaba de Elidath de Morvole, la plena intensidad de su alma en una simple y comprimida fracción de un instante de imágenes de sueños, energía de sueños…
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