Pero aún era muy pronto para tales esperanzas. La carretera que salía de Amblemorn pasaba entre Bimbak Oriental y Bimbak Occidental, después describía una pronunciada curva para bordear la increíble e irregular pendiente de la creta de Normork antes de llegar a la misma Normork, con el famoso muro de piedra construido a imitación —así afirmaba la leyenda— del gran muro de Velalisier. Bimbak Oriental recibió a Valentine como legítimo monarca y liberador. La recepción en Bimbak Occidental fue indiscutiblemente menos cordial, aunque no hubo conatos de resistencia: era obvio que sus habitantes aún no habían decidido cuál era la posición ventajosa en la extraña contienda que estaba desarrollándose. Y en Normork, la gran Puerta de Dekkeret estaba cerrada y sellada, quizá por primera vez desde su construcción. Fue un gesto hostil, pero Valentine prefirió interpretarlo como declaración de neutralidad, y pasó junto a Normork sin intentar entrar en la ciudad. Lo último que pensaba hacer era gastar energías poniendo cerco a una ciudad impenetrable. Es mucho más fácil, pensó Valentine, no considerar enemiga a la población.
Después de Normork la carretera cruzaba la Barrera de Tolingar, que no era ninguna barrera, sino tan sólo un inmenso parque, sesenta kilómetros de podada elegancia para diversión de los ciudadanos de Kazkas, Stipool y Dundilmir. Parecía que todos los árboles, todos los arbustos, habían sido modelados, afilados y podados hasta lograr que tuvieran la mejor de las formas. No había una sola rama torcida, todas guardaban idéntica proporción. Aunque la totalidad de los habitantes del Monte del Castillo hubieran trabajado como jardineros en la Barrera de Tolingar durante jornadas de veinticuatro horas, jamás habrían logrado tal perfección. Valentine sabía que esa perfección se había obtenido mediante un programa de crecimiento controlado, hacía cuatro mil años o quizá más, que se inició durante el reinado de lord Havilbove y prosiguió durante los reinados de los tres sucesores de éste. Las plantas se moldeaban y podaban ellas mismas, vigilaban eternamente la simetría de su forma. El secreto de esa magia se había perdido.
Y de ese modo el ejército de restauración entró en el nivel de las Ciudades Libres.
Allí, en el llano de Bibiroon que coronaba la Barrera de Tolingar, era posible volver la mirada hacia la ladera y disfrutar de una vista todavía comprensible, aunque ya inimaginablemente extensa. El maravilloso parque de lord Havilbove se retorcía como una lengua de verdor un poco más abajo, curvándose hacia al este, y más allá había meras motas grises, Dundilmir y Stipool, con la ligerísima insinuación de la reservada mole de la amurallada Normork visible a un lado. También se veía el asombroso deslizamiento del terreno en dirección a Amblemorn y las fuentes del Glayge. Y finalmente, impreciso como la niebla de un sueño, el esbozo, seguramente pintado por la imaginación, del río y sus atestadas ciudades, Nimivan, Mitripond, Threiz, Gayles del Sur. De Makroprosopos y Pendiwane no había ni siquiera un indicio, aunque Valentine vio que los nativos de esas ciudades miraban fija e intensamente, y señalaban con vehemencia mientras comentaban entre ellos que ese montecillo o aquella protuberancia eran sus hogares.
—¡Suponía que aquí se vería todo el recorrido desde Pidruid hasta el Monte del Castillo! —dijo Shanamir, que estaba al lado de Valentine—. Pero ni siquiera se ve el Laberinto. ¿Hay otra vista mejor más arriba?
—No —dijo Valentine—. Las nubes ocultan todo lo que hay más allá de las Ciudades Guardianas. A veces, cuando estás ahí arriba, te olvidas de que existe el resto de Majipur.
—¿Hace mucho frío? —preguntó el muchacho.
—¿Frío? No, en absoluto. La temperatura es tan benigna como aquí. Más benigna, incluso. Una perpetua primavera. El aire es templado y apacible, y siempre brotan flores.
—¡Pero si el Monte se estira tanto hacia el cielo! Las montañas de los Límites de Khyntor no son tan altas, ni mucho menos… ni siquiera son un trozo del Monte del Castillo, y me han dicho que la nieve cae en las cumbres y a veces permanece durante todo el verano. En el Castillo todo debería ser negro como la noche, Valentine, y tendría que hacer mucho frío, un frío mortal.
_No —dijo Valentine—. Las máquinas de los antiguos crean una primavera sin fin. Esos aparatos tienen profundas raíces en el Monte, y succionan energía, no tengo la menor idea de cómo, y la transforman en magnífico aire puro, ligero, cálido. He visto las máquinas, en las entrañas del Castillo. Enormes aparatos de metal, metal suficiente para construir una ciudad, gigantescas bombas, inmensas tuberías y conductos de cobre…
—¿Cuándo llegaremos allí, Valentine? ¿Estamos cerca? Valentine sacudió la cabeza.
—Ni siquiera a medio camino.
La vía de ascenso más directo en la zona de las Ciudades Libres pasaba entre Bibiroon y Amanecer Alto. Se trataba de un amplio saliente plano del Monte, con una pendiente muy suave que evitaba perder mucho tiempo en subidas en zigzag. Mientras se aproximaban a Bibiroon, Valentine supo por Gorzval, el skandar que desempeñaba el cargo de oficial de intendencia, que el ejército estaba escaso de carne y fruta fresca. Parecía más prudente aprovisionarse en aquel nivel, antes de emprender el ascenso hacia las Ciudades Guardianas.
Bibiroon era una ciudad de veinte millones de habitantes, situada de forma espectacular a lo largo de un reborde de ciento cincuenta kilómetros, que parecía suspendida sobre la falda del Monte. Sólo había un medio de llegar a la ciudad: por el lado de Amanecer Alto, atravesando una garganta tan abrupta y angosta que cien soldados podían defenderla frente a un millón. Sin que fuera sorpresa alguna para Valentine, el paso estaba ocupado cuando lo alcanzaron, y no precisamente por sólo cien soldados.
Ermanar y Deliamber se adelantaron para parlamentar. Poco después regresaron con la noticia de que Heitluig, duque de Chorg, de cuya provincia era capital Bibiroon, estaba al mando de las tropas que ocupaban la garganta y deseaba hablar con lord Valentine.
—¿Quién es ese Heitluig? —dijo Carabella—. ¿Le conoces? Valentine asintió.
—Vagamente. Pertenece a la familia de Tyeveras. Espero que no sienta animosidad por mí.
—Él podría ganar el favor de Dominin Barjazid —dijo sombríamente Sleet— si te vence en este paso.
—¿Y sufrir por ello todas las horas que duerma? —preguntó Valentine, y se echó a reír—. Puede ser un borrachín, pero no un asesino, Sleet. Es un noble del reino.
—Igual que Dominin Barjazid, mi señor.
—El mismo Barjazid no se atrevió a matarme cuando tuvo la oportunidad. ¿Debo esperar la presencia de asesinos siempre que vaya a parlamentar? Bien, estamos perdiendo el tiempo.
Valentine fue a pie hasta la entrada de la garganta, acompañado por Ermanar, Asenhart y Deliamber. El duque y tres de sus hombres estaban aguardándoles.
Heitluig era un hombre corpulento, de aspecto fuerte, con abundantes canas que formaban bastos rizos y tez encarnada, carnosa. Miró fijamente a Valentine, quizás examinando los rasgos del rubio extraño en busca de una traza de la presencia del alma de la genuina Corona. Valentine le saludó tal como correspondía a una Corona que visita a un duque provincial: mirada imperturbable y la palma de una mano vuelta hacia arriba. E inmediatamente Heitluig se encontró en dificultades, sin duda inseguro de la correcta forma de respuesta.
—Se me ha informado que usted es lord Valentine, transformado por una hechicería. Si ello es cierto, le ofrezco la bienvenida, mi señor.
—Créame, Heitluig, es cierto.
—Ha habido envíos en ese sentido. Y también envíos contrarios.
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