Lois Bujold - Encantamiento

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Encantamiento: краткое содержание, описание и аннотация

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Soltera y embarazada, la joven Fawn Bluefield huye de su comunidad de granjeros en busca del anonimato de la ciudad. Durante el largo y peligroso viaje, se encuentra con el poder y la magia del “andalago” Dag, quien patrulla con sus compañeros a la caza de los temibles dañiespectros conocidos como “malicias”. Las dificultades y sus mutuas soledades les llevarán a un romance imposible entre humanos pertenecientes a grupos que no pueden mezclarse.

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Su presa casi había atravesado el límite de su sentido esencial para cuando su montura llegó, bufando, y Dag subió a la silla. Donde iba un caballo, otro podía seguir, ¿verdad? Espoleó a Mocasín tras ellos a una velocidad que hubiera hecho que Mari le cubriera de insultos por arriesgar su tonto cuello en la oscuridad. Míos.

Fawn avanzaba con dificultades.

Ahora que dejaba las llanuras y entraba en las colinas del sudeste, la carretera recta no era tan llana como lo había sido desde Lumpton, ni tan recta. Sus suaves pendientes y curvas estaban intercaladas con extrañas cuestas a través de estrechos barrancos que cortaban la roca, o con bajadas por pontones de madera que reemplazaban puentes de piedra derruidos cuyos restos yacían como huesos viejos entre dos puntos imposibles de cruzar de un salto. El camino esquivaba torpemente viejas avalanchas, o mojaba sus pies y los de ella en torrenteras.

Fawn se preguntó cuándo llegaría por fin a Glassforge. No podía estar mucho más lejos, aunque hubiera ido lenta esa mañana. El último trozo de pan bueno no le había sentado mal, al menos. El día amenazaba volverse cálido y pegajoso más tarde. Aquí la carretera estaba agradablemente en sombra, con bosques a ambos lados.

Hasta el momento esa mañana había pasado un carro de granjeros, una caravana de mulas, y un pequeño rebaño de ovejas, todos yendo en dirección contraria. No había encontrado a nadie más durante casi una hora. Ahora alzó la vista y vio un caballo yendo hacia ella, a cierta distancia por la carretera. También yendo en dirección contraria, por desgracia. Se apartó cuando se acercó. No sólo iba hacia el norte, sino que además llevaba dos jinetes. Montaban a pelo. El animal avanzaba con dificultades, casi tan cansado como Fawn, su pelaje marrón sin cepillar manchado de costras saladas de sudor seco, con abrojos enredados en las crines y cola negras.

Los jinetes parecían tan cansados y maltrechos como el caballo. Un hombre grande que no parecía mucho mayor que ella montaba delante, con chaqueta arrugada y barba incipiente. Tras él se agarraba su compañero, más grande. El segundo hombre tenía rasgos bulbosos, largas uñas sin cortar tan llenas de mugre que parecían negras, y expresión vacua. Sus ropas eran demasiado pequeñas y parecía llevarlas como si fueran una ocurrencia de última hora: una camisa raída abierta, arremangada, pantalones que no llegaban a la caña de sus botas. Era difícil adivinar su edad. Fawn se preguntó si sería un idiota. Ambos parecían volver a casa tras una noche de borrachera, o peor. El joven llevaba un gran cuchillo de caza, aunque el otro parecía desarmado. Fawn pasó de largo con una breve inclinación de cabeza, sin saludarles, aunque por el rabillo del ojo vio que las cabezas de ambos se giraron. Siguió caminando, sin mirar atrás.

El ruido decreciente de los cascos se detuvo. Ella arriesgó una mirada por encima del hombro. Los dos hombres parecían discutir, con voces demasiado bajas para que ella pudiera entenderles, excepto un repetido «¡Ama quiere!», en tonos acuciantes por parte del idiota y un arisco e irritado «¿Por qué?» del otro. Ella bajó la cara y aceleró el paso. Los cascos sonaron de nuevo, pero en lugar de alejarse, se hicieron más fuertes.

El animal se puso a su lado.

—Buenos días —dijo el más joven en un tono que quería ser alegre.

Fawn miró hacia arriba. Él se dio un amable tironcillo del pelo rubio, pero su sonrisa no llegó a sus ojos. El idiota sólo la miraba, tenso.

Fawn combinó una cortés inclinación de cabeza con un ceño fruncido, empezando a pensar Por favor, que venga un carro. Vacas. Otros jinetes, cualquier cosa. No me importa en qué dirección.

—¿Vas a Glassforge? —preguntó él.

—Me esperan —dijo ella secamente. Marchaos. Daos la vuelta y marchaos.

—¿Familia allí?

—Sí. —Sopesó si inventarse algunos enormes hermanos y tíos en Glassforge, o sólo recolocar a los de verdad. La plaga de su vida, y casi deseaba tenerlos aquí ahora.

El idiota golpeó a su amigo en el hombro, con mala cara.

—No habla. Sólo coge —su voz salió indistinta, como si su boca tuviera la forma incorrecta por dentro.

Un carro de estiércol sería maravilloso. Uno con mucha gente encima, mejor.

—Pues hazlo tú —saltó el hombre joven.

El idiota se encogió de hombros y se deslizó desde la grupa del caballo. Aterrizó con más limpieza de lo que Fawn esperaba. Ella apretó el paso; cuando él rodeó el caballo hacia ella, echó a correr frenéticamente.

Los árboles no ayudarían. Cualquier cosa a la que ella pudiera trepar, él también podría. Para desaparecer de su vista el tiempo suficiente como para esconderse en los bosques, tendría que sacar a su perseguidor una ventaja imposible. ¿Podría mantener la distancia hasta que ocurriera un milagro, tal como alguien cabalgando por aquella curva de delante?

Se movía más rápido de lo que había supuesto para un hombre de su tamaño. Antes de su tercer paso o respiración, unas manos enormes se cerraron en torno a sus brazos y la alzaron en el aire, todavía moviendo los pies. A esa distancia ella vio que sus uñas no estaban sucias, sino que eran completamente negras, como garras. Se le clavaron a través de la chaqueta cuando la hizo girar.

Gritó tan alto como pudo:

—¡Dejadme en paz! ¡Soltadme! —seguido de alaridos que le destrozaron la garganta.

Pateó y luchó con todas sus fuerzas. Era como luchar contra un roble, y con los mismos resultados.

—Ves, ahora está toda alterada —dijo el joven, disgustado. Él también se bajó del caballo, se quedó un momento mirando, y se sacó la cuerda que le sujetaba los pantalones—. Tendremos que atarle las manos. A menos que quieras que te saque los ojos.

Buena idea. Fawn lo intentó. Fue inútil: las manos del idiota siguieron sujetándole las muñecas, tensas sobre la cabeza. Se retorció y mordió un brazo desnudo y peludo. La piel del gigantón tenía un peculiar olor y sabor, como a pelo de gato, no tan horrible como había esperado. Su satisfacción cuando hizo sangre duró poco; la hizo girar y, aun sin mostrar emoción alguna, le dio un bofetón que le echó atrás la cabeza y la tiró al suelo, con sombras negras y púrpuras bailando en su campo de visión.

Todavía le zumbaban los oídos cuando la incorporaron y ataron, y luego la levantaron en vilo. El idiota se la dio al joven, que había vuelto a subir al caballo. Le empujó las faldas y la colocó erguida ante él, poniéndole los brazos en torno a la cintura. El sudoroso torso del caballo era cálido bajo sus piernas. El idiota tomó las riendas para guiarlos, y empezó a caminar de nuevo, más rápido.

—Así es mejor —dijo el hombre que la sujetaba, con su aliento agrio soplando en su oreja—. Siento que te pegara, pero no deberías haber intentado escapar de él. Ven, te lo pasarás mejor conmigo —una mano subió y le apretó un pecho—. Huh. Más madura de lo que pensé.

Fawn, jadeando y todavía temblando por el susto, se lamió un hilillo húmedo que le corría por la nariz. ¿Eran lágrimas, sangre, o ambas cosas? Tiró disimuladamente de la cuerda que le ataba dolorosamente las muñecas. Los nudos parecían muy apretados. Pensó si gritar más. No, podrían pegarle otra vez, o amordazarla. Mejor fingir estar aturdida, y si pasaban junto a alguien al alcance de la voz, aún estaría en posesión de su voz y sus piernas.

Este esperanzado plan duró diez minutos, cuando, antes de que nadie más apareciera, se salieron de la carretera por un camino escondido. La presa del hombre joven se había convertido en un abrazo casi indolente, y sus manos le recorrían el torso. Cuando empezaron a subir una cuesta, él se echó hacia delante cuando ella resbaló hacia atrás, apartó el hatillo, y le sujetó la espalda más estrechamente contra él, dejando que los movimientos del caballo les frotaran uno contra otro.

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