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Lois Bujold: Encantamiento

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Lois Bujold Encantamiento
  • Название:
    Encantamiento
  • Автор:
  • Издательство:
    Libros del Atril
  • Жанр:
  • Год:
    2007
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    978-84-96938-01-8
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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Encantamiento: краткое содержание, описание и аннотация

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Soltera y embarazada, la joven Fawn Bluefield huye de su comunidad de granjeros en busca del anonimato de la ciudad. Durante el largo y peligroso viaje, se encuentra con el poder y la magia del “andalago” Dag, quien patrulla con sus compañeros a la caza de los temibles dañiespectros conocidos como “malicias”. Las dificultades y sus mutuas soledades les llevarán a un romance imposible entre humanos pertenecientes a grupos que no pueden mezclarse.

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En una cosa todo el mundo estaba de acuerdo. Si sufrías el ataque de un dañiespectros, llamabas a los Andalagos. Y no les escamoteabas su justo pago una vez te habían librado del peligro.

Fawn no estaba totalmente segura de creer en dañiespectros. Pese a todo lo que se decía, ella nunca se había encontrado con uno en la vida, ni tampoco a nadie que lo hubiera hecho. Parecían ser tan sólo cuentos de fantasmas, inventados para divertir al público sensato y asustar al crédulo. Sus hermanos mayores la habían asustado demasiadas veces como para que cayera en la trampa.

Se quedó inmóvil de nuevo al darse cuenta de que uno de los patrulleros se estaba acercando a su árbol. Parecía distinto de los demás, y le llevó un momento darse cuenta de que no llevaba el pelo oscuro largo y trenzado, sino cortado en una desaliñada melena. Pero era alarmantemente alto, y muy delgado. Bostezó y se estiró, y algo brilló en su mano izquierda. Al principio Fawn pensó que era un cuchillo, y luego se dio cuenta con un leve escalofrío de que el hombre no tenía mano izquierda. El destello provenía de algún tipo de garfio o pinza, pero bajo la manga larga no pudo ver cómo lo llevaba sujeto a la muñeca. Para su consternación, caminó hasta la sombra justo bajo ella, agachó el largo cuerpo, apoyó cómodamente la espalda contra su árbol, y cerró los ojos.

Fawn se sobresaltó y casi cayó del árbol cuando la granjera hizo sonar la campana. Dos toques fuertes y luego tres, repetidos: sin duda una señal o llamada, no una alarma, porque durante todo el rato estuvo hablando animadamente con la patrullera. Ahora que los ojos de Fawn se habían acostumbrado a distinguirlos en sus extraños atavíos, pudo ver a tres o cuatro mujeres más entre los hombres. Un par de hombres estaban en el pozo, ocupados sacando el pozal y vertiendo agua en el abrevadero de madera del lado opuesto al banco; otros llevaban a los caballos por turnos para que bebieran. Un muchacho apareció a la carrera desde detrás de las casetas cuando sonó la campana, y la granjera lo envió al granero junto a varios patrulleros. Dos de las mujeres más jóvenes siguieron a la granjera al edificio principal, y salieron al cabo con paquetes envueltos en tela, obviamente más de la buena comida de la granja. Los demás salieron del granero acarreando sacos de lo que Fawn supuso sería grano para los caballos.

Se reunieron de nuevo junto al pozo, donde tuvo lugar una breve y enérgica conversación entre la granjera y la patrullera de pelo gris. Terminó con un cálculo de los sacos y paquetes, a cambio de monedas y de algunos pequeños artículos sacados de las alforjas de la patrullera que Fawn no alcanzó a ver, para aparente satisfacción de ambas partes. La patrulla se dispersó en pequeños grupos en pos de algo de sombra en el patio para compartir la comida.

La jefa de la patrulla caminó hasta el árbol de Fawn y se sentó con las piernas cruzadas junto al hombre alto.

—Has tenido una buena idea, Dag.

Un gruñido. Si el hombre abrió los ojos, Fawn no lo vio; su campo de visión, obstaculizado por las hojas, le mostraba dos óvalos, uno liso y gris, el otro enmarañado y oscuro. Y un par de piernas muy, muy largas, estiradas, enfundadas en botas.

—¿Qué te ha dicho tu amiga? —preguntó el hombre. Su voz grave sonaba cansada, o quizá fuera ronca por naturaleza—. ¿Se confirma que hay una malicia, o no?

—De momento sólo hay rumores de bandidos, pero también un montón de desapariciones en los alrededores de Glassforge. No se han encontrado cuerpos.

—Mm.

—Toma, come —le alargó algo, jamón entre pan a juzgar por el apetitoso aroma que se alzó hasta Fawn. La mujer bajó la voz—. ¿Sientes algo ya?

—Tu sentido esencial es mejor que el mío —masculló él con la boca llena—. Si tú no sientes nada, seguro que yo tampoco.

—Experiencia, Dag. Yo he asistido quizá a nueve cacerías en mi vida. Tú has estado en… ¿cuántas? ¿Quince? ¿Veinte?

—Más, pero las otras fueron pequeñas. Encontronazos afortunados.

—Afortunados, ja, y las pequeñas cuentan como las otras. Hubieran sido grandes al año siguiente. —Tomó un bocado de su comida, masticó, y suspiró—. Los niños están emocionados.

—Lo he notado. Van a empezar a pelearse entre sí si se ponen aún más nerviosos .

Un gruñido, probablemente de aquiescencia.

La voz ronca cobró una repentina cualidad apremiante.

—Si encontramos la guarida de la malicia, pon a los jóvenes detrás.

—No puedo. Necesitan la experiencia, igual que nosotros en su día.

Un murmullo:

—Hay experiencias que no necesita nadie.

La mujer ignoró esto último, y dijo:

—He pensado en poner a Saun contigo.

—Ahórramelo. A menos que me toque guardia de campamento. Otra vez.

—Esta vez no. La gente de Glassforge ha ofrecido un grupo de hombres para ayudar.

—Ah, ahórranoslo a todos. Granjeros torpes, peores que los niños.

—Es su gente la que se ha perdido. Tienen derecho.

—Dudo que puedan siquiera con bandidos de verdad —tras un momento, añadió—: O lo hubieran hecho ya —y al cabo de otro—: Si fueran bandidos de verdad.

—He pensado dejar a los de Glassforge encargados de sujetar los caballos, principalmente. Si es una malicia, y si ha crecido tanto como Chato teme, necesitaremos a toda nuestra gente en primera línea.

Un breve silencio.

—Mala elección de palabras, Mari.

—El pozal está ahí. Chapúzate la cabeza, Dag. Sabes lo que he querido decir.

La mano derecha hizo un gesto.

—Sí, sí.

Con un «uuf», la mujer se levantó.

—Come. Es una orden, si lo prefieres.

Yo no estoy nervioso.

—No —suspiró la mujer—. No, nervioso no estás —se alejó dando zancadas.

El hombre se recostó de nuevo. Lárgate, pensó Fawn con resentimiento. Tengo que hacer pis.

Pero al cabo de unos minutos, justo antes de que las necesidades de su cuerpo la obligaran a mostrar un coraje que no deseaba, el hombre se levantó y fue tras la jefa de la patrulla. Sus pasos eran tranquilos pero largos, y llegó al otro lado del patio antes de que la jefa lanzara una mirada de soslayo e hiciera un vago gesto con la mano. Fawn no vio cómo aquello podía tomarse como una orden, pero de algún modo todos los de la patrulla se levantaron y se movieron, empaquetando alforjas, apretando cinchas. Estaban montados y en camino en cinco minutos.

Fawn se deslizó tronco abajo y atisbo. El hombre manco —que al parecer cabalgaba en retaguardia— estaba mirando por encima del hombro. Ella se escondió de nuevo hasta que el sonido de los cascos se desvaneció, y luego soltó el tronco del manzano y fue en busca de la granjera. Su bolsa, notó con alivio al pasar, estaba intacta en el banco.

Dag miró hacia atrás, preguntándose de nuevo por la pequeña granjera que había estado tímidamente escondida en el manzano. Allí, sí… Ahora bajaba, pero aun así no pudo verla claramente. Aunque unas pocas ramas y hojas no podían esconder a su sentido esencial una chispa vital tan brillante a esa distancia.

Su imaginación conjuró una imagen de su pulcra granjita atacada por los hombres de barro de una malicia, toda su alegre rutina convertida en cenizas y sangre y humo de matadero. O peor —y esta vez no fue la imaginación, sino la memoria la que suministró la visión—, una ruina como los Llanos Occidentales más allá del Gray River, a menos de seiscientas millas de aquí. No tan lejos para él, que había recorrido la distancia a pie o a caballo una docena de veces, pero a inmensa distancia para los horizontes de estos lugareños. Millas interminables de llanura desnuda, tan devastada que ni siquiera las rocas podían aguantar y se desmoronaban en polvo gris. Cruzar esa vasta llaga extraía la esencia del cuerpo, al igual que un desierto resecaba la boca, y demorarse allí era igualmente letal. Mil años de escasas lluvias acababan de empezar a modelar los Llanos en algo parecido a un paisaje de nuevo. Ver las verdes tierras onduladas de esa muchacha arrasadas así…

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