Orson Card - La memoria de la Tierra

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La memoria de la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace 40 millones de años la colonia humana del planeta Armonía ha sido regida por un poderoso ordenador conocido como Alma Suprema, que es venerado casi como un dios. Su misión consiste en mantener alejado al hombre de la capacidad destructiva que le obligó a abandonar la Tierra. La tecnología apenas existe en Armonía. Hay ordenadores y placas solares, pero el medio de transporte es el caballo y la única arma, la espada «energética». Alma Suprema, sin embargo, ha detectado fallos en sus propios sistemas y sólo podrá evitar una guerra catastrófica viajando a la Tierra de nuevo. Para ello debe escoger a un hombre íntegro y revelarle el antiguo conocimiento de los viajes a través de las estrellas.

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—El primer varón que atraviesa las aguas —comentó una mujer.

—El varón que atraviesa las aguas de las mujeres —dijo otra. Luet le explicó, con cierta confusión.

—Profecías famosas. Hay tantas que es difícil no cumplir alguna de vez en cuando.

Nafai sonrió. Sabía que Luet tomaba las profecías más en serio de lo que fingía. También él.

Nadie preguntó a Luet qué había ocurrido en el agua; nadie le preguntó si había visto una visión. Pero aguardaron, demorándose hasta que ella dijo:

—El Alma Suprema me dio confortación, y fue suficiente. Entonces se desperdigaron, aunque algunas miraron a Nafai hasta que él negó con la cabeza.

—Ya hemos terminado con la parte fácil —suspiró Luet.

Nafai pensó que era una broma, pero entonces ella lo condujo a través de la Puerta Privada, una legendaria brecha en la muralla roja, en cuya existencia no había creído del todo. Era un pasaje combado entre dos macizas torres, y en vez de guardias de la ciudad sólo había mujeres. Al otro lado se extendía Bosque Sin Sendas. Pronto supo que el nombre era merecido. Cuando llegaron al Camino del Bosque tenía el rostro cubierto de arañazos, al igual que Luet, y los brazos y piernas llenos de rasguños.

—Por allá está Puerta Trasera —dijo Luet—. Y por cualquiera de estos barrancos llegarás al desierto. No sé adonde irás desde allí.

—Con eso basta —dijo Nafai—. Sabré orientarme.

—Entonces he cumplido con lo que ordenó el Alma Suprema.

Nafai no supo qué decir. Ni siquiera conocía el nombre para sus sentimientos.

—Creo que no te conozco —dijo Nafai. Ella lo miró perpleja.

—No, no quise decir eso —dijo Nafai—. Creo que antes no te conocía, aunque creía conocerte, y ahora que al fin te conozco, no te conozco en absoluto.

Ella sonrió.

—Las corrientes cruzadas causan este efecto. No cuentes a nadie, hombre o mujer, lo que has hecho esta noche.

—Creo que al recordarlo no creeré que haya ocurrido.

—¿Te veremos de nuevo en casa de Tía Rasa?

—No lo sé. Sólo sé esto: que ignoro cómo obtener el índice sin hacerme matar, pero debo conseguirlo.

—Aguarda a que el Alma Suprema te indique qué hacer. Y luego hazlo.

Nafai asintió.

—Eso está bien, siempre que el Alma Suprema me diga algo.

—Lo hará. Cuando haya algo que hacer, ella te lo dirá.

Impulsivamente Luet tendió la mano y cogió la de Nafai, apenas un instante. Nafai recordó de nuevo, como un eco en la carne, lo que había sentido al aferrarse a ella en el lago, pero ahora sentía vergüenza y apartó la mano. Ella lo había visto en su debilidad. Lo había visto desnudo.

—¿Ves? —dijo Luet—. Ya estás olvidando cómo fue.

—No.

Ella dio media vuelta y enfiló calle abajo hacia Puerta Trasera. Nafai quiso llamarla para decir: Tenías razón, estaba olvidando cómo fue. Lo estaba recordando con ojos comunes, como el niño que fui antes, pero ahora recuerdo que yo no era débil ni desnudo, ni nada de lo que deba avergonzarme. Era yo irrumpiendo de la profecía como un gran héroe para atravesar el lago mágico, contigo como guía y maestra, y cuando nos quitamos la ropa no hubo un hombre y una mujer desnudos, sino dos dioses surgiendo de antiguos relatos de tierras lejanas, despojándose de su apariencia mortal para revelarse en su gloriosa inmortalidad, dispuestos a flotar en el mar de la muerte y surgir indemnes en la otra orilla.

Pero cuando Nafai hubo pensado todo lo que deseaba decir, Luet había desaparecido detrás de un recodo.

14. LA SILLA DE ISSIB

Nafai no sabía qué esperar cuando llegó al escondrijo. Mientras cruzaba el desierto a la luz de las estrellas, imaginaba cosas tremendas. ¿Y si ninguno de sus hermanos lograba escapar? Ellos no contaban con la ayuda de Luet ni de las mujeres de Basílica. ¿Y si escapaban pero los soldados seguían a alguno hasta su reducto y los mataban? ¿Al llegar allí encontraría sus cuerpos mutilados? ¿O habría soldados al acecho, para capturarlo cuando él bajara por el barranco?

Se detuvo al borde de la sima, en el lugar donde habían elegido quién iría a la ciudad esa madrugada. Alma Suprema, dijo en silencio, ¿debo bajar allá?

La respuesta que obtuvo fue una imagen mental: uno de los inhumanos soldados de Gaballufix recorriendo la vacías calles nocturnas de Basílica. No supo cómo interpretarlo. ¿El Alma Suprema le indicaba que todos los soldados estaban en la ciudad? ¿O los soldados aguardaban en el barranco y su cerebro sólo había añadido irrelevantes detalles de la ciudad a la visión?

Algo era inequívoco: la sensación de urgencia que recibía del Alma Suprema. Como si hubiera una oportunidad que no podía perder. O un peligro que debía eludir.

Cuando el mensaje es tan ambiguo, pensó Nafai, ¿qué hacer salvo guiarme por mi propio juicio? Si mis hermanos están en apuros, debo saberlo. No puedo abandonarlos, aunque un peligro me aceche. Si me equivoco, aparta de mí este pensamiento.

Inició el descenso. No hubo estupor ni distracción. Aunque el mensaje fuera incierto, el Alma Suprema no se oponía a que acudiera a la cita con sus hermanos.

O bien había desistido de guiarlo. Pero no… Se había tomado demasiadas molestias para sacarlo de la ciudad, haciéndole cruzar el Lago de las Mujeres. El Alma Suprema no podía abandonarlo ahora.

El barranco estaba tan oscuro que Nafai tropezó, resbaló y rodó hasta la plataforma de grava donde sus hermanos debían esperarlo.

—Nafai.

Era la voz de Issib. Pero en cuanto la oyó, Nafai recibió un duro golpe. Una sandalia en el rostro, aplastándolo contra las piedras.

—¡Tonto! —gritó Elemak—. ¡Ojalá te hubieran cogido y matado, pequeño bastardo!

Otro pie, al otro lado, le pateó la nariz. Y la voz de Mebbekew.

—¡Toda nuestra fortuna perdida por tu culpa!

—¡El no la cogió, tontos! —exclamó Issib—. ¡Gaballufix la robó!

—¡Cállate! —gritó Mebbekew, abalanzándose sobre Issib. Nafai al fin vio lo que sucedía. Aunque le ardía el rostro por la grava incrustada en la suela de las sandalias, no lo habían lastimado mucho. Pero ahora notaba que estaban encolerizados. ¿Pero por qué con él?

—Fue Rash quien nos traicionó —dijo. Se volvieron hacia él de inmediato.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Elemak—. ¿No te dije que yo me encargaría de las negociaciones? Pude haber conseguido ese índice por un cuarto de lo que teníamos; pero no, tú tenías que…

—¡Estabas renunciando! —exclamó Nafai—. ¡Ibas a desistir!

Elemak rugió de furia, cogió a Nafai por la camisa, alzándolo en vilo.

—¡La mitad de un regateo consiste en desistir, idiota! ¿Crees que no sabía lo que me hacía? Yo, que he regateado en tierras extranjeras y he obtenido pingües beneficios con poca mercancía… ¿Por qué no pudiste confiar en mí? Tú sólo has regateado por unos estúpidos myachiks en el mercado, chiquillo.

—No lo sabía —susurró Nafai.

Elemak lo arrojó a suelo. Nafai se arañó los codos y se golpeó la cabeza contra las piedras. No pudo contener un grito.

—Déjalo en paz, cobarde —dijo Issib.

—¿Me llamas cobarde? —gritó Elemak.

—Gaballufix iba a quedarse con nuestro dinero de un modo u otro. Ya tenía a Rash de su parte.

—Vaya, ahora eres experto en lo que hubiera ocurrido —resopló Elemak.

—¡Nos juzgas desde tu trono! —chilló Mebbekew—. Y si crees que Nafai es tan inocente, ¿qué hay de ti? ¡Fuiste tú quien extrajo el dinero de las cuentas de Padre!

Nafai se incorporó. No le gustaban esas amenazas. Una cosa era que desquitaran su furia con él, pero muy otra que se dispusieran a lastimar a Issya.

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