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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Y además, al volverse, vio que el umbral que acababa de trasponer no era de madera, como le había parecido, sino de marfil macizo y sin junturas: supo más tarde que había sido tallado con un diente del Gran Dragón. La puerta que el viejo cerró detrás era de cuerno pulido, y a través de ella brillaba tenue la luz del día, y en la cara interior estaba tallado el Árbol de las Mil Hojas.

—Bienvenido a esta casa, muchacho —dijo el portero, y sin una palabra más lo condujo por salas y corredores hasta un patio abierto, muy alejado de los muros. El patio estaba en parte pavimentado con piedras, y en un arriate tapizado de hierba, bajo árboles jóvenes y a la luz del sol, murmuraba una fuente. Allí Ged esperó a solas un rato. No se movía, y el corazón le latía con fuerza, pues creía sentir alrededor presencias y poderes invisibles, y sabía que ese lugar estaba hecho no sólo de piedra sino también de una magia más fuerte que la piedra. Se encontraba en el corazón mismo de la Morada de los Sabios, y ese lugar era un patio a cielo abierto. De pronto advirtió la presencia de un hombre vestido de blanco que lo observaba a través del agua de la fuente.

En el momento en que sus miradas se encontraron, un pájaro trinó en las ramas del árbol. Y en ese mismo instante Ged comprendió el canto del pájaro, y el lenguaje del agua que caía en la pila de la fuente, y la forma de las nubes y el comienzo y el fin del viento que agitaba las hojas: le pareció que él mismo no era más que una palabra pronunciada por la luz del sol.

El momento pasó, y él y el mundo volvieron a ser como antes, o casi como antes. Ged se adelantó y se arrodilló delante del Archimago y le tendió la carta de Ogión.

El Archimago Nemmerle, Decano de Roke, era un hombre viejo, más viejo, se decía, que todos los hombres que vivían en el mundo. La voz se le quebró, como e, gorjeo de un pájaro, cuando saludó a Ged. Los cabellos, la barba y la túnica eran blancos, y parecía que los años le hubieran quitado sombra y dejándolo blanco y pulido como un madero que hubiese flotado a la deriva durante todo un siglo.

—Mis ojos están viejos, no puedo leer lo que me escribe tu maestro —dijo con voz temblorosa-—. Léeme la carta, muchacho.

Así pues, Ged descifró y leyó en voz alta el mensaje, que estaba escrito en runas hárdicas, y no decía casi nada:

¡Señor Nemmerle! Os envío al que será el más grande de los magos de Gont, si es verdad lo que soplan los vientos .

Estaba firmado, no con el verdadero de Ogión que Ged nunca había conocido, sino con la runa de Ogión, la Boca Cerrada.

—Te ha enviado quien frena al terremoto, por lo que eres dos veces bienvenido. El joven Ogión me era muy caro cuando vino aquí desde Gont. Cuéntame ahora de los mares y los portentos del viaje, muchacho.

—Una buena travesía, Señor, a no ser por la tempestad de ayer.

—¿Qué navío te ha traído aquí?

—El Sombra, un mercante de las Andrades.

—¿Qué voluntad te ha en enviado aquí?

—La mía.

El Archimago miró a Ged y luego apartó los ojos y se puso a hablar en una lengua que Ged no comprendía, musitando como un hombre muy viejo cuya cordura anda extraviada entre islas y años. Sin embargo, había en ese murmullo palabras que el pájaro había cantado y que el agua de la fuente había dicho. No estaba echando un sortilegio pero el poder que le emanaba de la voz trastornó a Ged, que por un instante tuvo la impresión de estar contemplándose a sí mismo, de pie en un lugar vasto, desierto y extraño, solo entre las sombras. Y sin embargo estaba tiempo en el patio soleado, escuchando el mismo susurro de la fuente.

Un gran pájaro negro, un cuervo de Osskil, se ácercó caminando por la terraza de piedras y las hierbas. Llegó hasta la orla de la túnica del Archimago y allí se detuvo, todo negro, con pico de daga, observando a Ged con una mirada oblicua. Tres veces picoteó el báculo blanco en que se apoyaba Nemmerle, y el viejo mago dejó de murmurar y sonrió.

—Corre, ve a jugar, muchacho —dijo al fin como si le hablara a un niño pequeño.

De nuevo Ged se postró ante él con una rodilla en tierra. Cuando se levantó, el Archimago ya no estaba allí; sólo el cuervo, espiándolo, adelantando el pico como para morder el báculo desaparecido.

Y el cuervo habló en una lengua, pensó Ged, que acaso fuera la de Osskil.

—¡Terrenon ussbuk! —graznó—. ¡Terrenon ussbuk orrek! —Y se marchó pavoneándose, como había venido.

Ged se volvió para salir del patio, preguntándose a dónde iría. Bajo la arcada le salió al encuentro un joven alto que lo saludó cortésmente, inclinando la cabeza.

—Me llamo Jaspe, hijo de Enwit del Dominio de Eolg en la Isla de Havnor. Hoy estoy a tu servicio para mostrarte la Casa y responder a tus preguntas, si es posible. ¿Cómo he de llamarte, Señor?

A Ged, un aldeano montañés que nunca había frecuentado a los hijos de los nobles y los ricos mercaderes, le pareció que ese joven se burlaba de él con su «servicio», su «Señor» y sus reverencias. Respondió con sequedad:

—Gavilán, así me llaman.

El otro aguardó un momento como si esperase una respuesta más exacta, y por último enderezó la cabeza y se apartó. Era dos o tres años mayor que Ged, muy alto y de una gracia un tanto tiesa en los modales y en el andar, la afectación (pensó Ged) de un bailarín. Vestía una capa gris con la capucha echada hacia atrás. Ante todo lo condujo a la guardarropía donde Ged, como nuevo alumno de la Escuela, podía procurarse una capa igual, y otras ropas que necesitase. Se puso la oscura capa gris que había elegido y Jaspe le dijo:

—Ahora eres uno de los nuestros.

Jaspe parecía sonreír entre dientes mientras hablaba y Ged sospechó que aquellas palabras corteses ocultaban alguna ironía.

—¿Acaso el hábito hace al mago? —preguntó con hosquedad.

—No —respondió el otro—, mas he oído decir que los modales hacen al hombre. ¿A dónde quieres ir ahora?

—A donde tú quieras. No conozco la Casa.

Jaspe lo guió por los largos corredores de la Casa mostrándole los patios abiertos y los altos salones techados, la Sala de Estantes donde se guardaban los libros del saber y los volúmenes de las runas, el Salón del Hogar donde se reunían los alumnos en los días de fiesta, y escaleras arriba, en las buhardillas y torres, las pequeñas celdas donde dormían alumnos y Maestros. La de Ged, en la Torre Meridional, tenía una ventana, por la que se veían los techos empinados d Zuil luego el mar. Como todas las otras celdas destinadas al sueño no tenía otro mobiliario que un colchón de paja en un rincón.

—Llevamos una vida austera aquí —dijo Jaspe-—. Pero supongo que eso no te importará.

—Estoy acostumbrado. —Y de pronto, tratando de mostrarse a la altura de ese joven cortés y desdeñoso, Ged añadió: —Presumo que tú no lo estarías, cuando viniste.

Jaspe le echó una mirada, una mirada que decía sin palabras: « ¿Qué sabrás tú a qué estoy o no acostumbrado, yo, hijo del Señor del Dominio de Eolg en la Isla de Havnor?» Pero lo que dijo en voz alta fue simplemente:

—Sígueme.

Había sonado un golpe de gong mientras estaban arriba, y bajaron a compartir la comida del mediodía en la Mesa Larga del refectorio, con un centenar de muchachos y hombres jóvenes. Todos iban con su plato a las ventanillas de la cocina, y mientras bromeaban con los cocineros se servían de las enormes ollas que humeaban sobre el antepecho, sentándose luego en algún sitio de la Mesa Larga.

—Se dice —comentó Jaspe hablándole a Ged— que por muchos que vengan a sentarse a esta mesa, siempre habrá lugar para otro.

Y lo había por cierto, tanto para los alborotadores grupos de muchachos que conversaban y comían con entusiasmo, como para los mayores, de capa gris sujeta al cuello por un alfiler de plata, sentados de a dos o a solas, más silenciosos, y de rostros graves y meditativos, como si tuvieran mucho en qué pensar.

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