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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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—¿No será que tienes miedo?

—No, no tengo miedo.

Ella sonrió entonces con un ligero desdén.

—Tal vez eres demasiado joven.

Esto Ged no pudo soportarlo. No dijo mucho, pero resolvió que le probaría quién era. Le propuso que volviera al prado al día siguiente, si quería, y se despidió de ella para regresar a la casa mientras el mago estaba todavía ausente. Fue directamente al estante y bajó los dos Libros del Saber, que Ogión nunca le había mostrado.

Buscaba un sortilegio que le permitiera cambiar de forma, pero como era lento aún en la lectura de las runas, y entendía poco lo que leía, no lo encontró. Aquellos libros eran muy antiguos. Ogión mismo los había heredado de su maestro Heleth el Vidente, y Heleth de su maestro el Mago de Perregal, y así de maestro a discípulo desde tiempos inmemoriales. Menuda y extraña era la. escritura, con interlíneas y sobreescritos de numerosas manos, que ahora eran polvo. No obstante, algo lograba entender Ged de lo que leía, y acuciado todavía por las preguntas y el tono zumbón de la muchacha, se detuvo en una página que describía un conjuro para llamar a los muertos.

Mientras leía, descifrando uno por uno los símbolos y las runas, sintió que un horror estaba invadiéndolo. Tenía los ojos como magnetizados, y no pudo levantarlos hasta que hubo leído todo el conjuro.

Entonces, al alzar la cabeza, advirtió que la casa estaba a oscuras. Había estado leyendo sin ninguna luz, en la oscuridad. Cuando volvió a mirar el libro, ya no pudo distinguir las runas. Pero el horror crecía en él, parecía atarlo a la silla. Tenía frío. Espiando por encima del hombro vio algo agazapado junto a la puerta cerrada, un informe grumo de sombra más oscuro que la oscuridad. Parecía reptar hacia él, y susurrar llamándolo; pero las palabras eran incomprensibles para Ged.

La puerta se abrió de golpe. Un hombre entró envuelto en una luz blanca y resplandeciente, una gran figura luminosa que habló en voz alta y rotunda. La oscuridad y los murmullos se disiparon.

El horror abandonó a Ged, pero ahora tenía un miedo mortal, porque era Ogión el Mago quien estaba, allí en el vano de la puerta envuelto en una luz vivísima, y el báculo de encina que llevaba en la mano irradiaba un blanco resplandor.

Sin decir una palabra el mago pasó junto a Ged, encendió la lámpara y volvió a guardar los libros en el estante. Luego se volvió al muchacho y le dijo:

—Nunca podrás obrar este sortilegio sin poner en peligro tu poder y tu vida. ¿Fue por ese conjuro que abriste los libros?

—No, Maestro —murmuró el muchacho, y lleno de vergüenza confesó a Ogión lo que había ido a buscar y por qué motivo.

—¿Has olvidado entonces lo que te he dicho, que la madre de esa niña, la esposa del Señor de Re Albi, es una bruja?

En verdad el mago había dicho eso una vez, pero no le había hecho mucho caso; aunque ahora sabía que Ogión jamás le diría nada sin alguna buena.

—La niña misma es ya una bruja en ciernes. Quizá su madre la envió a hablar contigo. Quizá fue ella quien abrió el libro en la página que leíste. Los poderes a los que ella sirve no son los mismos a los que yo sirvo; Ignoro lo que pretende, mas sé que …no me desea ningún bien. Ged, escúchame ahora. Nunca ¿has pensado que así como hay oscuridad alrededor de la luz, también hay peligro alrededor del poder? Esta magia no es un juego al que nos dedicamos por placer o por halago. Piénsalo: en nuestro Arte, cada palabra que pronunciamos, cada acto que ejecutamos es para bien o para mal. ¡Antes de obrar o hablar hay que conocer el precio!

Avergonzado, Ged exclamó:

—¿Cómo puedo saber esas cosas cuando tú nada me enseñas? Desde el día en que vine a vivir contigo nada he hecho, nada he visto…

—Algo has visto ahora —dijo el mago—. junto a la puerta, en la oscuridad, cuando yo entré.

Ged no replicó.

Ogión se arrodilló en el suelo, preparó el fuego en el hogar y lo encendió, pues la casa estaba fría. Luego siempre de rodillas, dijo con voz apacible:

Ged mi joven halcón, no estás atado a mí ni a mi servicio. Tú no viniste a mi, yo fui hacia ti. Muy joven eres para hacer esta elección, mas yo no puedo hacerla en tu lugar. Si tal es tu deseo, te enviaré a la isla de Roke, donde se enseñan todas las Altas Artes. Cualquier arte que te propongas aprender, la aprenderás pues grande es tu poder. Más grande aún que tu orgullo, espero. Me gustaría retenerte conmigo, pues yo tengo lo que a ti te falta, mas no he de hacerlo contra tu voluntad. Escoge ahora entre Re Albi y Roke.

Ged seguía mudo, apabullado, el corazón en tumultuosa confusión. Había aprendido a querer a Ogión, a ese hombre que con un solo toque lo había curado, a ese hombre que no conocía la cólera; lo amaba y hasta ese momento no lo había sabido. Miró la vara apoyada contra la pared en el rincón de la chimenea, recordando la luz que había irradiado en la oscuridad, ahuyentando el mal, y sintió el deseo de quedarse junto a Ogión, de errar con él por los bosques, en largas caminatas, aprendiendo el silencio. Pero también había en él otros anhelos irreprimibles, la ambición de la gloria, el deseo de actuar. El camino de Ogión hacia la Maestría le parecía lento, un rodeo demasiado largo cuando él podía partir llevado por los vientos marinos hacia el Mar Interior, hasta la Isla de los Sabios, donde el aire brillaba de encantamientos, donde el Archimago se paseaba entre prodigios.

—Maestro —dijo—, quiero ir a Roke.

Así fue como pocos días más tarde, en una mañana de sol primaveral, Ogión bajó con Ged por el escarpado que a lo largo de veinte kilómetros descendía en pronunciada pendiente desde el Despeñadero hasta el Gran Puerto de Gont. Allí, entre los dragones esculpidos de las puertas del embarcadero, los guardias se arrodillaron a la vista del mago y con la espada desnuda le dieron la bienvenida. Conocían al mago y lo honraban por orden del Príncipe, y por propia gratitud, ya que diez años antes Ogión había salvado a la ciudad de un terremoto que amenazaba desmoronar las torres de los ricos y obstruir el Canal de los Promontorios Fortificados. Ogión le había hablado a la Montaña de Gont y la había apaciguado, había calmado el temblor de los precipicios como quien tranquiliza a una bestia aterrorizada. Ged conocía de oídas aquella proeza. La recordó ahora al ver a los guardias postrados ante el apacible maestro. Alzó la vista y miró casi con temor a ese hombre que había domesticado el terremoto; pero el rostro de Ogión estaba tan sereno como siempre.

Bajaron a los muelles, y el Capitán de Puerto acudió presuroso a dar la bienvenida a Ogión y a preguntarle qué podía hacer para servirlo. El mago se lo dijo y el hombre mencionó una nave que pronto partiría hacia el Mar Interior y en la que Ged podría viajar como pasajero.

—O quizá lo tomen para que llame a los vientos —añadió—, si tiene ese don. No llevan a bordo ningún hechicero de nubes.

—Tiene cierta habilidad con las brumas y las nieblas, pero ninguna con los vientos marinos —respondió el mago, posando la mano en el hombro de Ged—. No intentes níngún artilugio con la mar y los vientos de la mar, Gavilán; todavía eres hombre de tierra. Capiitan, ¿como se llama esa nave?

—Sombra, de las Andrades, y zarpa para Hortburgo con un cargamento de pieles y marfiles. Una buena nave, Maestro Ogión.

Al oír el nombre de la nave el rostro del mago pareció oscurecerse, pero dijo:

—Así sea. Entrega este mensaje al Decano de la Escuela de Roke, Gavilán. Que los vientos te sean propicios. ¡Adiós!

Y ésa fue toda su despedida. Dio media vuelta y echó a andar a largos trancos por los muelles. Y allí, parado, quedó Ged, viendo cómo su maestro desaparecía calle arriba.

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