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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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El muchacho frunció el ceño. No le hacía ninguna gracia pasar por tonto. Ocultó su resentimiento y su impaciencia y trató de mostrarse obediente, para que Ogion consintiera al fin en enseñarle algo. Porque quería aprender, dominar los poderes. Aunque empezaba a sospechar que habría aprendido mucho más en compañía de un juntahierbas cualquiera o de un hechicero de aldea, y mientras bordeaban la montaña rumbo al oeste y se adentraban en los bosques solitarios más allá de Wiss, se preguntaba una y otra vez cuáles serían los poderes y la magia de este gran hechicero Ogión. Porque cuando llovía Ogión ni siquiera pronunciaba el conjuro con que cualquier hechicero de nubes aleja una tormenta. En una comarca pródiga en hechiceros, como Gont o las Enlandes, no es raro ver como una nube de agua se desplaza lentamente de un sitio a otro, desviada por hechicería, hasta que es empujada hacia el océano donde al fin puede deshacerse en lluvias. Pero Ogión había dejado que la lluvia cayera sin impedimentos, refugiándose bajo las ramas de un abeto robusto. Ged, acurrucado entre unos matorrales, mojado y melancólico se preguntaba de qué servia tener poder si una prudencia excesiva impedía utilizarlo, lamentaba no haber entrado de aprendiz del hechicero del Valle, donde al menos hubiera podido dormir en seco. No expresó en alta voz estos pensamientos. No dijo una sola palabra. El maestro sonrió y se durmió bajo la lluvia.

Cercano ya el Retorno del Sol, cuando en las altas cumbres de Gont empezaban a caer las primeras grandes nevadas, llegaron a Re Albi, la tierra natal del mago, una aldea encaramada en las rocas del Despeñadero y cuyo nombre significaba Nido de Halcón. Desde allí pueden verse, abajo y a lo lejos, el fondeadero y las torres del Puerto de Gont, y las naves que entran y salen por los canales de la bahía entre los Promontorios Fortificados, y más lejos, hacia el oeste y por encima del mar, las colinas azules de Oranea, la más oriental de las Islas Interiores.

La casa del mago, aunque amplia y sólidamente construida en madera, con hogar y chimenea en vez de fogón, se parecía a las cabañas de Diez Alisos: una sola habitación y a1 lado un cobertizo para las cabras. En la pared occidental se abría una especie de alcoba, y en ella dormía Ged. Arriba de esta yacija había una ventana que miraba al mar, pero los postigos y celosías estaban casi siempre cerrados contra los vientos invernales que soplaban del norte y el oeste. En la cálida penumbra de esa casa pasó Ged el invierno, escuchando el estrépito de la lluvia y el viento o el silencio de la nieve, aprendiendo a escribir y a leer las Seiscientas Runas Hárdicas. Y muy feliz se sentía de aprender esa ciencia, pues el mero recitado de conjuros y sortilegios no es lo que confiere poder a un hombre. La lengua hárdica del Archipiélago, aun cuando no haya en ella más magia que en cualquier otra lengua, procede del Habla Antigua, esa lengua en la que cada cosa tiene su nombre verdadero; y para comprenderla hay que estudiar primero las runas, que fueron escritas en los tiempos en que las islas del mundo emergieron del mar.

Nada maravilloso acontecía, sin embargo, ningún prodigio. Ged pasó el invierno volteando las pesadas páginas del Libro de las Runas, mientras llovía y nevaba, y Ogión volvía de los bosques helados o de los prados donde pastoreaban las cabras, y se sacudía la nieve de las botas y se sentaba en silencio junto al fuego. Y el largo y reconcentrado silencio del mago llenaba la estancia, y también la mente de Ged, que a veces tenía la impresión de haber olvidado cómo sonaban las palabras: y cuando al fin Ogión hablaba, era como si en ese instante y por primera vez estuviera inventando el lenguaje. Sin embargo, las palabras del mago no eran portentosas; se referían a las cosas más simples, el pan, el agua, el frío, el sueño.

Cuando llegó la primavera, vivaz y luminosa, Ogión mandaba a menudo a Ged a los prados altos de Re Albi en busca de hierbas, diciéndole que podía dedicar a esa tarea todo el tiempo que creyera conveniente, con la libertad de pasarse el día entero vagabundeando por los arroyos crecidos con las lluvias, y por los bosques y campos húmedos y verdes bajo el sol. Para Ged cada una de aquellas salidas era una fiesta y nunca regresaba antes del anochecer; pero no olvidaba las hierbas. Mientras trepaba y vagabundeaba, vadeando arroyos y explorando, no dejaba de buscarlas, y siempre volvía con algunas. Descubrió entre dos arroyos un prado donde la flor llamada santónica crecía en abundancia, y como esta planta es rara y muy apreciada por los curanderos, volvió allí al día siguiente. Alguien había llegado antes que él, una muchacha a quien Ged conocía de vista: era la hija del viejo Señor de Re Albi. Ged no le hubiera hablado, pero ella se le acercó y lo saludó con amabilidad.

—Te conozco —le dijo—, tú eres Gavilán, el discípulo de nuestro mago. ¡Me gustaría que me contaras cosas de brujería!

Ged, tímido al principio y receloso, con la mirada fija en las flores blancas que rozaban la falda blanca de la muchacha, apenas le respondió. Pero ella siguió hablando en un tono franco, desenvuelto e insistente, y poco a poco fue ganando la confianza de Ged. Era una muchacha de la edad de él, alta y muy pálida, de tez blanquecina; se decía en la aldea que la madre era de Osskil o de algún otro país lejano. Los cabellos largos y lacios le caían como una cascada de agua negra. A Ged le pareció muy fea, pero de pronto, mientras conversaban, empezó a sentir el deseo de agradarle, de que ella lo admirase. Le contó la historia de los artilugios con la niebla, y cómo había vencido a los guerreros kargos, y ella lo escuchó como si todo aquello la asombrara y maravillara, pero sin alabanzas ni elogios. Y un momento después se interesaba en otra cosa:

—¿Puedes hacer que vengan a ti las aves y las bestias? —le preguntó.

—Puedo —dijo Ged.

Ged sabía que había un nido de halcón en lo alto de los acantilados que dominaban el prado, y llamó al ave por su nombre, El halcón acudió, mas esta vez no se posó en la muñeca de Ged, desconcertado quizá por la presencia de la joven. Lanzó un grito, batió el aire con las anchas alas listadas, y se elevó en el viento.

—¿Cómo se llama ese hechizo que trae al halcón?

—Es un sortilegio de llamada.

—¿Puedes traer también a los espectros de los muertos?

Ged en que se burlaba de él con esa pregunta, pues el halcón no había obedecido del todo a la llamada. No permitiría que se burlase de él.

—Podría si quisiera —respondió con voz calma.

—¿No es muy difícil, muy peligroso, llamar a un espectro?

—Difícil, sí lo es. ¿Peligroso? —Ged se encogió de hombros.

Esta vez estaba casi seguro de que los ojos de ella brillaban de admiración.

—¿Sabes echar un sortilegio de amor?

—Eso no requiere ninguna maestría.

—Es verdad —dijo ella—, cualquier bruja de aldea puede hacerlo. ¿Sabes echar sortilegios de transformación? ¿Puedes tú mismo cambiar de forma, como dicen que hacen los magos?

Tampoco esta vez estuvo seguro Ged de que no hubiera un dejo de burla en la pregunta, así que volvió a responder:

—Podría si quisiera.

Ella le suplicó entonces que se transformara en algo, en cualquier o halcón, en toro, en fuego, en árbol. Ged la disuadió recurriendo a las palabras misteriosas que usaba su maestro, pero ella insistía y él no sabía cómo negarse rotundamente. No sabía tampoco si él mismo creía o no aquello de que se jactaba. Se marchó, pues, diciendo que el mago, su maestro, estaba esperándolo, y no volvió al prado al día siguiente. Pero al otro día volvió, diciéndose que tenía que recoger más santónicas mientras estuviesen en flor. Ella ya estaba allí y los dos juntos vadearon descalzos las hierbas legamosas, arrancando los pesados capullos blancos. Resplandecía el sol primaveral y ella hablaba con él tan alegremente como cualquier pastora de cabras de su propia aldea. Volvió a hacerle preguntas sobre hechicería y magia y escuchaba todo con ojos tan asombrados que Ged se dejó llevar una vez más por la vanidad. Luego ella le pregunto si no haría un sortilegio de transformación y como él murmurara alguna excusa, ella lo miró, apartándose de la cara los cabellos negros, y le dijo:

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