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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Fue entonces cuando la necesidad trajo sabiduría: Duny, viendo que la niebla volaba y se disipaba, y descubría así el camino ante los kargos, recordó un encantamiento que podría serle útil. Un viejo mago del Valle, que había querido ganarse al muchacho como aprendiz, le había enseñado varios encantamientos. Uno de éstos era el truco llamado tramanieblas, que congrega las nieblas en un lugar determinado durante un breve lapso. Mediante este truco un ilusionista avezado puede modelar la niebla y transformarla en apariciones fantasmales que duran un tiem y luego se desvanecen. El muchacho no tenía esa habilidad, pero sí la fuerza necesaria para que el hechizo sirviera a lo que él se proponía. De prisa y en voz muy alta nombró los distintos sitios y los límites de la aldea, y luego recitó el conjuro tramanieblas, pero enlazando las palabras con las de un hechizo de ocultamiento, y por último gritó la palabra que movía toda esta magia.

No había acabado aún cuando su padre, apareciendo de improviso detrás de él, le asestó un fuerte golpe en el costado de la cabeza, tirándolo al suelo.

—¡Cállate, imbécil! ¡Deja de dar voces y escóndete si no te atreves a pelear!

Duny se puso de pie. Podía oír a los kargos a la entrada de la aldea, no más lejos del añoso tejo que crecía junto a los corrales del curtidor. Las voces se oían, claras, y también los golpes y crujidos de las armas y los arneses, mas no se los veía. La niebla se había cerrado alrededor de la aldea; la luz se había vuelto gris y el mundo borroso, a tal punto que los hombres a duras penas alcanzaban a distinguir sus propias manos.

—Los he escondido a todos —dijo Duny con voz hosca, porque le dolía la cabeza a causa del golpe que le propinara el padre, y el esfuerzo del doble hechizo lo había agotado—. Mantendré esta niebla todo el tiempo que pueda. Haz que los otros los guíen hacia el Gran Precipicio.

El forjador miró con asombro a su hijo, como si fuese un fantasma salido de aquella bruma densa y misteriosa. Tardó un momento en comprender lo que Duny decía, pero al fin echó a correr sin hacer ruido, buen conocedor como era de cada cerca y de cada esquina del poblado, y fue en busca de los otros para decirles lo que tenían que hacer. Ahora, a través de la bruma gris, florecía un manchón encarnado: era el techo de paja de una cabaña que ardía, incendiada por el invasor. Pero los kargos aún no habían entrado en la aldea y esperaban abajo, a la entrada, a que la niebla se levantase y descubriera la presa y el botín.

El curtidor, a quien pertenecía la casa incendiada, envió a un par de muchachos a que pasaran haciendo cabriolas ante las mismas narices de los kargos, los provocaran con burlas y desaparecieran al instante como humo en el humo. Mientras tanto, arrastrándose or detrás de las cercas y corriendo de casa en casa, los mayores se aproximaron por el otro lado y descargaron una lluvia de flechas y lanzas sobre los guerreros que esperaban amontonados en un solo racimo. Un kargo rodó por tierra retorciéndose, el cuerpo traspasado por una lanza que aún conservaba el calor de la fragua. Otros fueron alcanzados por las flechas. Entonces, cegados por la ira, arremetieron decididos a aplastar a aquellos agresores insignificantes, pero sólo encontraron niebla, una niebla poblada de voces. Guiados por ellas, se lanzaron al ataque, hendiendo el aire con las largas lanzas empenachadas y ensangrentadas. Recorrieron a gritos la calle, sin ni siquiera enterarse de que habían atravesado la aldea entera, cuyas chozas y casas vacías aparecían y desaparecían entre los celajes grises de la bruma. Los aldeanos se dispersaban a todo correr, la mayoría ganando distancia, ya que conocían el terreno palmo a palmo, pero algunos, los niños y los ancianos, era más lentos. Cuando tropezaban con ellos los kargos les clavaban las lanzas y blandían furiosos las espadas mientras lanzaban el grito de guerra —¡Vulúa! ¡Attvúa!— invocando a la Hermandad Blanca de Atuán.

Algunos de los guerreros se detenían al descubrir que el terreno que pisaban se hacía más escarpado, pero los demás proseguían en ciega carrera en busca —del poblado fantasma y a la caza de las formas vagas y flotantes que se les escapaban de las manos. La niebla misma había cobrado vida con aquellas siluetas fantasmales y fugaces que se desvanecían en todas direcciones. Un grupo de kargos persiguió a los espectros hasta el Gran Precipicio, un acantilado de treinta metros de altura que se alzaba por encima de las fuentes del Ar. Las figuras flotaron en el aire un momento y se desvanecieron junto con la niebla que en aquel paraje empezaba a disiparse, en tanto los perseguidores se precipitaban al vacío dando alaridos, al principio lo entre las brumas, y de improviso a plena luz sol E ara ir a estrellarse contra los charcos del rocoso echo del río. Y los que venían detrás no cayeron, se detuvieron allí, al borde mismo del abismo, y escucharon.

Y el pavor dominó de pronto a los kargos, y se buscaron unos a otros, no ya a los campesinos, en aquella niebla fantasmagórica. Se congregaron en la ladera pero también allí estaban las apariciones, las formas espectrales y otras que corrían fugaces como sombras y golpeaban desde atrás con lanzas y cuchillos y luego se desvanecían. Los kargos se precipitaron cuesta abajo; iban todos juntos y atropellándose, pero en silencio, hasta que se encontraron de pronto fuera de la niebla cerrada y pudieron ver el río a los les de la aldea y las quebradas resplandecientes a la luz descarnada del sol matutino. Entonces se detuvieron y reagrupándose miraron atrás. Un muro de niebla ondulante retorcida, cruzaba el sendero, ocultando lo que había del otro lado. De pronto, de esa cortina impenetrable emergieron dos o tres rezagados, con las largas lanzas balanceándose sobre los hombros. Ni uno solo volvió la cabeza para mirar atrás por segunda vez. Continuaron descendiendo, de prisa, procurando alejarse de aquel sitio embrujado.

La verdadera lucha comenzó más adelante, en el Valle del Norte. Los poblados del Bosque del Levante, desde Ovark hasta la costa, habían congregado a sus gentes y los enviaban a enfrentar a los invasores. Cuadrilla tras cuadrilla bajaban de los cerros, y durante ese día y el siguiente la invasión fue rechazada y los kargos tuvieron que replegarse a las playas del Puerto del Este, donde descubrieron que les habían quemado todas las naves. Y así continuaron luchando, de espaldas al mar, y al fin todos murieron, y las arenas del estuario del Ar estuvieron teñidas de rojo hasta que subió la marea.

Aquella mañana en la aldea de Diez Alisos, y hasta las alturas del Gran Precipicio, la niebla húmeda y gris persistio todavía un tiempo, y de repente echó a volar, dispersándose d y disolviéndose. Alguno que otro hombre se levantaba del suelo y miraba en torno con asombro, en medio de las ráfagas de viento y al resplandor del sol de la mañana. Aquí yacía el cadáver de un kargo, la larga cabellera amarilla suelta y ensangrentada; más allá yacía el curtidor de la aldea, muerto en combate como un rey.

Abajo, en la aldea, la casa que incendiaran los kargos aún ardía en llamas. Corrieron a apagar el fuego; la batalla había concluido. En la calle cerca del gran tejo, encontraron a Duny, el hijo del forjador de pie, solo e ileso, pero mudo y atontado como quien ha sufrido un gran golpe. Todos sabían lo que había hecho; lo llevaron a casa de su padre y fueron a buscar a la bruja y a pedirle que saliera de la cueva y bajase a sanar al chiquillo que había salvado las vidas y las posesiones de todos, salvo cuatro vecinos que habían muerto a manos de los kargos, y la casa que había sido quemada.

Ningún arma había tocado al muchacho, pero no comía ni dormía ni hablaba: parecía no oír lo que le decían, ni ver a quienes iban a visitarlo. Y en aquellos parajes no había nadie que fuera capaz de quitarle ese mal. La tía dijo: —Ha abusado del poder—. Pero ella no sabía cómo ayudarlo.

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