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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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—Ven conmigo, muchacho —dijo el Capitán de Puerto, y lo condujo a lo largo de los muelles hasta el embarcadero donde el Sombra se aprontaba a soltar amarras.

Quizá parezca extraño que en una isla de ochenta kilómetros de extensión, en una aldea rodeada de acantilados que contemplan el mar eternamente, un niño pueda llegar a hombre sin haber pisado una embarcación, o haber mojado un dedo en agua salada, y sin embargo es así. Granjero, pastor de cabras o vacas, cazador o artesano, el hombre de tierra imagina el océano como un reino salado e inestable con el que no tiene ninguna relación. La aldea a dos días de camino de su propia aldea es una comarca extraña, y la isla a un día de navegación desde su propia isla es apenas un rumor, unas colinas brumosas apenas visibles más allá de las aguas, no la tierra firme por la que él camina.

Así, para Ged, que jamás había bajado de las alturas de la montaña, el Puerto de Gont era un mundo sobrecogedor y maravilloso: las casas enormes y las torres de piedra labrada, los muelles con embarcaderos, diques, espigones y amarraderos, el puerto marítimo donde medio centenar de navíos y galeras se bamboleaban a lo largo de los muelles o yacían en la playa con las quillas apuntando al cielo, o estaban anclados en la rada con las velas replegadas portalones cerrados, mientras los marineros hablaban a gritos en dialectos extraños y los estibadores corrían llevando unas cargas pesadas entre barriles y cajones y rollos de cable, y los mercaderes barbudos vestidos con togas de pieles conversaban apaciblemente mientras caminaban cuidando el paso para no resbalar en las piedras bañadas por las aguas, y los pescadores descargaban las barcas, los carenadores calafateaban los cascos, los carpinteros martilleaban lleaban, los vendedores de almejas cantaban pregones y los capitanes vociferaban órdenes; y más allá la bahía silenciosa, resplandeciente a la luz del sol. Con los ojos, los oídos y la mente confundidos, Ged siguió al Capitán de Puerto hasta el ancho muelle donde estaba amarrado el Sombra, y el Capitán de Puerto lo llevó a ver al capitán del barco.

Pocas palabras bastaron para que el capitán aceptara a Ged en calidad de pasajero hasta Roke, puesto que era un mago quien lo pedía; y el Capitán de Puerto se marchó, ejando allí al muchacho. El capitán del Sombra era un hombre gordo y corpulento, vestido con una capa carmesí orlada de piel de pellawi, como las capas de los mercaderes andradianos. Sin echarle una sola mirada, preguntó a Ged con voz tonante:

—¿Sabes mover las nubes, muchacho?

—Sí.

—¿Sabes atraer los vientos?

Ged tuvo que contestar que no sabía, y eso bastó para que el capitán le ordenase que se buscara un rincón donde no estorbara el paso y que no se moviera de allí.

Los remeros ya estaban subiendo a bordo, porque el navío saldría a la rada antes que cayera la noche, para levar velas con la marea menguante hacia el amanecer. No había ningún sitio donde Ged no estorbara, pero se encaramó lo mejor que pudo sobre los fardos de carga acordonados y cubiertos de piel en la popa del navío, y desde allí observó todo lo que ocurría. Los remeros, hombres robustos, de grandes brazos, saltaban a bordo, mientras los estibadores atronaban el muelle haciendo rodar barricas de agua y las ponían bajo los bancos de los remeros. La sólida nave se hundió bajo el peso de la carga, danzando suavemente sobre las rizadas olas de la orilla, lista para partir. El timonel ocupó su puesto a la derecha del codaste y esperó las instrucciones del capitán, de pie sobre una traviesa en la juntura de la quilla con el mascarón de proa, que representaba a la Antigua Serpiente de Andrade. El capitán rugió y el Sombra soltó amarras y fue remolcado fuera del embarcadero por dos laboriosos botes de remos. El capitán volvió a bramar: —¡Abrid los toletes!—, y los grandes remos emergieron restallando, quince en cada banda. Los remeros encorvaron las recias espaldas en tanto un muchacho de pie junto al capitán marcaba la cadencia con un tambor. Ligera como una gaviota se deslizó la nave. Los ruidos y el bullicio de la ciudad se apagaron de pronto detrás de ellos. Habían entrado en las aguas silenciosas de la bahía, dominadas por el blanco pico de la montaña, que parecía suspendido sobre el mar. En una cala poco profunda a sotavento del Promontorio Fortificado echaron anclas, y allí esperaron a que pasara la noche.

De los setenta tripulantes del navío algunos eran, como Ged, muy jóvenes en años, pero ya todos habían entrado en la Mayoridad. Invitaron a Ged a que compartiera con ellos la comida y la bebida; eran muchachos afables, aunque traviesos y aficionados a las burlas. Lo llamaron Cabrerizo, es cierto, puesto que venía de Gont, pero no fueron más allá. Ged era tan alto fuerte como los de quince y siempre tenía una rep ica a flor de labios tanto para una broma como para una burla, y de ese modo se ganó un lugar entre ellos y ya desde la primera noche empezó a vivir como un tripulante y a aprender el oficio. Esto les pareció bien a los oficiales de a bordo, ya que no había lugar en la nave para pasajeros ociosos.

Poco sitio había en verdad para la tripulación, y nada que pudiera hacer la vida algo más cómoda, en una galera desprovista de puente y atiborrada de hombres, aparejos y mercancías; mas, ¿qué le importaba todo eso a Ged? Esa noche se acostó entre los fardos de pieles de las islas septentrionales y contempló las estrellas de la primavera que brillaban sobre las aguas del puerto y las tenues luces amarillas de la ciudad a popa, y se durmió y despertó complacido y satisfecho. Antes del alba, la marea cambió. Levaron anclas y se deslizaron entre los Promontorios Fortificados remando despacio. Cuando el sol del amanecer tiñó de rojo la Montaña de Gont a popa del navío, izaron la vela mayor y navegando por el mar de Gont fueron rumbo al sudoeste.

Entre Barnisk y Torheven navegaron con viento flojo, y al segundo día avistaron la Isla Grande, Havnor, corazón y cuna del Archipiélago. Durante tres días tuvieron a la vista las verdes colinas de Havnor mientras recalaban en la costa oriental sin tocar la orilla. Muchos años habrían de pasar antes de que Ged visitara esas tierras o viera las blancas torres del Gran Puerto de Havnor en el centro del mundo.

Pasaron una noche en Kemberburgo, el puerto septentrional de la Isla de Way, y la siguiente en una ciudad pequeña a la entrada de la Bahía de Felkway; al otro día, después de rodear el cabo septentrional de O, se internaron en los Estrechos de Ebavnor. Allí arriaron la vela y prosiguieron a remo, siempre con la tierra a cada lado y otros navíos al alcance de la voz, grandes y pequeños, mercantes y de cabotaje, algunos de regreso de los Confines Lejanos con extraños cargamentos, al cabo de un viaje de varios años, otros que saltaban como gorriones de isla en isla por el Mar Interior. Virando luego al sur de los citados estrechos dejaron Havnor a popa y navegaron entre las dos hermosas islas de Ark e Ilien, coronadas y escalonadas de ciudades, y luego, en medio de una lluvia y un viento creciente, empezaron a cruzar el Mar Interior rumbo a la Isla de Roke.

Por la noche, viendo que el viento refrescaba y se huracanaba, bajaron la vela y el mástil, y durante todo el día siguiente navegaron a remo. La galera se mantenía a flote sobre las olas y avanzaba con valentía, pero en la popa el timonel que maniobraba el largo remo de espadilla miraba la lluvia que azotaba el mar y no veía nada más que lluvia. De acuerdo con la brújula navegaban rumbo al sudoeste, y sabían así en qué dirección iban, pero no qué aguas eran aquéllas. Ged oyó que los hombres hablaban de bajíos en las aguas al norte de Roke, y de las Rocas Borilas en el este; otros sostenían que ya navegaban a la deriva por las aguas desiertas del sur de Kamery. Y el viento soplaba cada vez más, desgarrando las crestas de las enormes olas en andrajos de espuma volante; y los hombres no dejaban de remar hacia el sudoeste, viento en popa. Los turnos de remo se multiplicaron; la faena era dura, y a los muchachos más jóvenes los ponían en parejas en cada remo, y Ged se esforzaba junto con ellos, como había hecho desde que zarparan de Gont. Cuando no remaban achicaban el agua, pues las olas irrumpían con violencia en el navío. Así trabajaban en medio de las olas que se precipitaban en montañas humeantes bajo el viento, mientras la lluvia dura y fría les azotaba las espaldas y los golpes de tambor resonaban en el estrépito de la tempestad como los latidos de un corazón.

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