Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Corría y el gebbet lo seguía a un paso de distancia, incapaz de darle alcance pero sin perder terreno. Ged nunca volvió la cabeza; corría y corría por aquel enorme desierto crepuscular donde no había ningún posible escondite. Una vez el gebbet volvió a llamarlo con voz ronca y sibilante, dominando ya los poderes mágicos de Ged. No obstante no tenía ningún poder sobre el cuerpo del mago y no pudo obligarlo a detenerse. Ged corría.

La noche se espesaba en torno del cazador y la presa y la nieve soplaba en ráfagas finas sobre el sendero ya invisible para Ged. La sangre le martilleaba los ojos, el aire le quemaba la garganta, y en realidad ya no corría, avanzaba vacilante, tambaleándose: y sin embargo el infatigable perseguidor parecía incapaz de alcanzarlo, siempre a un paso detrás de él. Había empezado a llamarlo con murmullos y susurros y Ged supo que ese murmullo había estado siempre allí, en el umbral del oído, pero que ahora lo oía, ahora tenía que ceder, tenía que darse por vencido, y detenerse. Sin embargo no se detuvo, y siguió trepando con esfuerzo, penosamente, por una pendiente oscura, interminable. Le pareció ver una luz en algún lugar delante de él, y creyó oír una voz más arriba, en alguna parte, que lo llamaba:

—¡Ven! ¡Ven!

Trató de responder pero no tenía voz. La luz pálida apareció delante de él más clara y definida, alumbrando un portal. Ged no distinguía las paredes, pero veía las puertas. Ante ellas se detuvo, y el gebbet, aferrándose a la capa, buscó a tientas los flancos del hechicero, tratando de sujetarlo desde atrás. Con el último aliento que le quedaba, Ged se precipitó hacia la débil luz de la puerta. Pensó en volverse para cerrarle el paso al gebbet, pero las piernas no lo sostuvieron. Se tambaleó, buscando un apoyo., Unas luces le aparecieron ante los ojos, enceguecedoras. Sintió que caía y que algo lo sostenía al mismo tiempo. Pero la mente exhausta de Ged se hundió en las tinieblas.

El Vuelo del Halcón

Ged despertó, y durante un largo rato sólo supo que era agradable despertar, pues no había esperado despertar otra vez, y era maravilloso ver la luz, la vasta y simple luz del día alrededor. Tenía la sensación de flotar en esa luz, o de navegar en una barca a la deriva en aguas apacibles. Al fin se dio cuenta de que estaba acostado en una cama, mas no una cama como los jergones en que siempre había dormido. Estaba montada sobre una armazón sostenida por cuatro altas patas talladas, y los colchones eran grandes sacos de seda rellenos de pluma, y por eso él pensaba ue estaba flotando. Y de lo alto del lecho colgaba un dosel de seda carmesí para proteger de las corrientes a quien allí durmiera. A ambos lados del lecho el cortinado estaba recogido y Ged pudo ver que se encontraba en una alcoba con paredes y suelo de piedra. Por tres altas ventanas veía el páramo, desnudo y pardusco, moteado de nieve aquí y allá a la pálida luz del sol del invierno. La estancia debía de estar situada a gran altura, pues miraba a una vasta extensión de tierra.

Un cobertor de raso resbaló a un costado cuando Ged se incorporó, descubriendo que estaba vestido con una túnica de brocado de plata y seda, como un señor. junto al lecho, sobre una silla, lo esperaban un par de botas de cuero flexible y una capa forrada con piel de pellawi. Permaneció un rato sentado, sereno y atontado a la vez, como bajo el efecto de un encantamiento; de pronto se levantó y buscó la vara. Pero no la tenía.

La mano derecha, aunque recubierta de bálsamos y vendajes, tenía la palma y los dedos quemados. Y ahora le dolía, y también todo el cuerpo.

Otra vez permaneció un momento inmóvil, de pie. Luego llamó en voz queda y sin esperanza: —Hoeg… Hoeg… —pues la pequeña criatura de insobornable lealtad también había desaparecido, la pequeña alma silenciosa que una vez lo rescatara del dominio de la muerte. ¿Había estado aún con él en la víspera, cuando escapaba? ¿Y había sido la víspera, o muchas noches atrás? No lo sabía. Todo le parecía borroso y oscuro, el gebbet, la vara en llamas, la fuga, los murmullos, el portal. No recordaba nada claramente, ni siquiera ahora. Murmuró una vez más el nombre del otak, pero sin esperanza de que le respondiera, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Una pequeña campana sono a lo lejos, y una segunda tintineó justo del otro lado de la pared de la alcoba. Una puerta se abrió a espaldas de Ged, y entro una mujer.

—Bienvenido, Gavilán —dijo, sonriendo.

Era joven y alta, y estaba vestida de blanco y plata; una red de plata le coronaba los cabellos que caían como una cascada de aguas negras.

Ged se inclinó en una tiesa reverencia.

—No te acuerdas de mí, parece.

—¿Acordarme de ti, Señora?

Sólo una vez había visto a una mujer hermosa y con atavíos adecuados: la Dama de O que había asistido con su Señor a la fiesta del Retorno del Sol en Roke. Ella había sido como la llama leve y vivaz de una bujía, pero esta mujer era como la blanca luna nueva.

—Pensé que no me recordarías —dijo ella, sonriendo—. Pero, aunque tengas poca memoria, eres bienvenido aquí, como un viejo amigo.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Ged, todavía tieso y torpe de lengua. Le costaba hablarle a esa mujer, y también le costaba dejar de mirarla. Las ropas principescas con que estaba vestido le eran extrañas, las piedras que pisaba no eran el suelo familiar, hasta el aire que respiraba le parecía distinto; él no era él, no el Ged que siempre había sido.

—Esta fortaleza es la Corte del Terrenón. Mi Señor, cuyo nombre es Benderesk, es soberano de esta comarca desde el confín de los Páramos de Keksemt, al,norte, hasta las Montañas de Os, y es él quien guarda la piedra preciosa llamada Terrenón. En cuanto a mí, aquí en Osskil me llaman Serret, que en la lengua del país significa Plata. Y en cuanto a ti, lo sé, a veces te llaman Gavilán, y te invistieron hechicero en la Isla de los Sabios.

Ged se miró la mano quemada y dijo:

—No sé qué soy yo. En otro tiempo tenía poder. Pero creo que lo he perdido.

—¡No! No lo has perdido, o acaso sólo para recobrarlo multiplicado diez veces. Aquí estás protegido de lo que te persiguió hasta esta corte, amigo mío. Hay murallas poderosas alrededor de esta torre, y no todas son de piedra. Aquí podrás descansar, recobrarte. Y quizá encuentres aquí, además, una fuerza diferente, y una vara que no se consuma en cenizas mientras la tienes en la mano. Al fin y al cabo, un camino nefasto puede conducir a un fin venturoso. Y ahora ven conmigo, quiero mostrarte nuestro dominio.

Tan dulcemente hablaba la mujer, que Ged apenas oía las palabras, y se dejó llevar sólo por la voz. La siguió. La alcoba de Ged estaba en verdad a gran altura en aquella torre que se elevaba como un diente acerado sobre la cresta de la colina. Descendiendo por una marmórea escalera de caracol fue detrás de Serret a través de ricos salones y aposentos, cuyas altas ventanas, orientadas hacia el norte, el sur, el este y el oeste, dominaban el monótono paisaje de las colinas bajas que se extendían sin casas ni árboles bajo el pálido sol de un cielo invernal. Sólo hacia el norte, en lontananza, algunos pequeños picos blancos se recortaban contra el azul, y en el horizonte austral podían adivinarse los reflejos espejeantes del mar.

Las puertas eran abiertas por sirvientes que se hacían a un lado para dar paso a Ged y la dama, osskillanos todos ellos, de rostros pálidos y hoscos.

También ella era clara de tez, pero hablaba bien la lengua hárdica, y hasta con el acento de Gont, le pareció a Ged. Un poco más tarde, ese día, le presentó a su esposo Benderesk, Señor del Terrenón Tres veces mayor que ella, esquelético, de una palidez cadavérica y mirada turbia, el Señor Benderesk recibió a Ged con una fría y recelosa cortesía, invitándolo a permanecer como huésped del torreón todo el tiempo que quisiera. Después de eso, poco más tuvo que decir: nada le preguntó a Ged acerca de sus viajes o del enemigo que había estado persiguiéndolo. Tampoco se lo había preguntado la Dama Serret.

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