Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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Todos los osskilianos libres llevaban un cuchillo largo en la cintura, y un mediodía, mientras los remeros de Ged compartían el almuerzo, uno de ellos le preguntó:

—¿Eres esclavo o perjuro, Kelub? Ni lo uno ni lo otro.

—¿Por qué no un cuchillo, entonces? ¿Miedo de pelear? —dijo el hombre, Skior, con sorna.

—No.

—¿Tu perrito pelea por ti?

—Otak —dijo otro que escuchaba—. No un perro, un otak— y dijo algo en osskillano que hizo que Skior frunciera el ceño y volviera la cara. Y en el momento mismo en que se volvía, Ged notó un cambio en su rostro, vio que las facciones se le movían y reordenaban, como si por un instante algo lo hubiese transformado, se hubiese servido de él para echar una mirada de reojo a Ged. Pero en seguida lo vio otra vez, de frente, el rostro normal, y Ged se dijo que era su propio miedo lo que había visto, su propio miedo reflejado en los ojos del otro. Sin embargo esa noche, anclados en el puerto de Esen, Ged soñó, y Skior se le apareció en sueños. Después de eso evitó al hombre todo lo posible y le pareció que Skior también lo evitaba, y ya no hubo más palabras entre ellos.

Las montañas de Haynor, coronadas de nieve y empañadas por las primeras brumas invernales, desaparecieron en la lejanía hacia el sur. Dejaron atrás el estuario del Mar de Ea, donde en tiempos lejanos Elfarran pereciera ahogada, y las Enlades. Permanecieron dos días en el puerto de Berila, la Ciudad de Marfil, que se alza blanca sobre la bahía del oeste de Enlad, la isla de los mitos. Como en todos los puer tos que tocaban, los tripulantes no bajaron a tierra. Luego, cuando asomó un sol rojo, remaron hacia el Mar de Osskil, y alcanzaron los vientos del noreste, que soplan día y noche desde el vasto piélago del Confín del Septentrión. Después de navegar dos días, desde Berila por aquellas aguas hostiles, llegaron con la carga a salvo al puerto de Neshum, la ciudad mercantil de Osskil Oriental.

Ged vio una costa baja azotada por un viento lluvioso, una ciudad gris apeñuscada detrás de la escollera, y detrás de la ciudad las colinas desnudas bajo un cielo ensombrecido por la nieve. Muy lejos estaban ahora de los soles del Mar Interior.

Los estibadores del gremio marítimo de Neshum subieron a bordo para descargar las mercancías: oro, plata, joyas, sedas finas y tapices del sur, todos los tesoros que codician y acumulan los Señores de Osskil; y los hombres de la tripulación que no eran esclavos abandonaron la nave. Ged le habló en el muelle a uno de estos hombres. Hasta ese momento había evitado decir a dónde iba, pues no confiaba en ellos, pero ahora, a solas y a pie en un país extraño, necesitaba que alguien lo guiase. El hombre siguió caminando, impaciente, respondiendo que no sabía, pero Skior, que había escuchado la pregunta, le dijo:

—¿La Corte del Terrenón? En los Paramos de Keksemt. Yo voy por ese camino.

No era Skior el compañero que Ged hubiera preferido, pero como no conocía el camino ni la lengua, poco podía elegir. Tampoco importaba mucho, pensó, ya que no era él quien había decidido ese viaje. Algo lo había llevado, y ahora lo seguía llevando. Se echó la capucha sobre la cabeza, recogió el cayado y el saco y siguió al osskiliano a través de las calles de la ciudad y cuesta arriba hacia las colinas nevadas. El pequeño otak no iba en el hombro de Ged; como siempre que hacía frío se le había escondido bajo la capa, en el bolsillo de la túnica, de piel de cordero. Las colinas se prolongaban en páramos ondulados hasta donde alcanzaba la vista. Ged y Skior caminaban en silencio y el silencio del invierno pesaba sobre la tierra.

—¿Estamos lejos todavía? —Preguntó Ged después de haber recorrido varios kilómetros, sin ver ninguna aldea o granja alrededor, y recordando que no llevaban víveres. Skior se levantó el capuchón y volvió la cabeza un momento.

—No lejos —dijo.

Tenía una cara horrible, pálida, ruda y cruel, pero Ged no temía a ningún hombre, aunque quizá temiera el lugar al que ese hombre podía conducirlo. Asintió en silencio y prosiguieron la marcha. El sendero era apenas un rastro en el desierto de nieve fina matorrales sin hojas. De tanto en tanto otras h as lo cruzaban o se alejaban de él. Ahora que el humo de las chimeneas de Neshum había desaparecido detrás de las colinas en el lóbrego atardecer, no había nada que indicase a dónde tenían que ir, o de dónde venían; sólo el viento, que soplaba siempre del este. Al cabo de varias horas de marcha, Ged creyó ver sobre las lejanas colinas del nordeste, hacia donde el sendero parecía llevarlos, una pequeñísima mancha contra el cielo, blanca, como un diente. Mas la luz del corto día boreal empezaba a extinguirse, y en la siguiente elevación del terreno trató de ver qué era aquello: torre, árbol o alguna otra cosa.

—¿Es allí adonde vamos? —preguntó, señalando.

Skior no respondió; siguió avanzando sobre la nieve, embozado en la puntiaguda capucha osskiliana orlada de pieles. Ged caminaba junto a él. Habían andado mucho, y el paso regular de la marcha y la fatiga de los días y las noches del barco empezaban a adormecerlo. Le parecía que había caminado eternamente y que seguiría caminando eternamente, al lado de aquel ser silencioso, por un mundo de silencio que la noche invadía. Avanzaba como en un largo, largo sueño, que no llevaba a ninguna parte.

El otak se agitó en el bolsillo, y una pequeña ola de temor despertó y se agitó también en la mente de Ged. Se obligó a hablar.

—La noche cae y continúa nevando. ¿Cúanto falta aún, Skior?

Tras un momento de silencio el otro respondió, sin volverse:

—No lejos.

Pero la voz de Skior no sonó como una voz humana, sino como la de una bestia, ronca y sin labios, que intenta hablar.

Ged se detuvo de golpe. Alrededor se extendían desiertas las colinas a la postrera luz del atardecer. Los copos de nieve giraban en pequeños torbellinos.

—¡Skior! —gritó Ged, y el otro se detuvo y se volvió. Bajo la capucha puntiaguda no había ningún rostro.

Antes que Ged pudiera pronunciar un sortilegio o recurrir a sus propios poderes, el gebbet habló, diciendo con voz ronca:

—¡Ged!

Era tarde ya para que el joven hechicero obrara una transformación:, encerrado allí en sí mismo, tenía que enfrentarse al gebbet sin ninguna defensa. Tampoco podía pedir ayuda, en esa tierra extraña donde no conocía nada ni nadie, y nada ni nadie acudirían. Estaba solo, y entre él y su enemigo sólo se interponía la vara de tejo que sostenía en la mano derecha.

La cosa que se había apoderado de la carne de Skior y le había devorado la mente hizo que el cuerpo avanzara un paso hacia Ged, extendiendo los brazos, tanteando a ciegas. Fuera de sí, horrorizado, Ged blandió en alto la vara y la abatió sobre la capucha que escondía el rostro-sombra. Bajo el golpe feroz, capa y capucha se hundieron casi hasta el suelo, como si no envolvieran nada más que al viento, y luego entre sacudidas y contorsiones, se irguieron otra vez. El cuerpo de un gebbet ha sido vaciado de sustancia propia y es algo así como una cáscara o vapor de forma humana, una carne irreal que envuelve a una sombra real. Así, agitándose y ondulando, como impulsado por el viento, la sombra extendió los brazos y se lanzó sobre Ged, tratando de aferrarse a él como aquella primera vez en el Collado de Roke; si lo conseguía se desprendería de la envoltura de Skior y entraría en Ged, lo devoraría por dentro y se adueñaría de él, pues no deseaba otra cosa. Ged la golpeó otra vez con la vara y la derribó, pero la sombra volvió a levantarse. Y Ged golpeó de nuevo, antes de soltar el cayado que ardía en llamas, quemándole la mano. Retrocedió unos pasos y luego, de pronto, dio media vuelta y echó a correr.

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