Ged no despegó los labios.
—¿Le tienes miedo a la piedra? —preguntó ella como si no pudiera creerlo; y él respondió:
—Sí.
En el frío y el silencio de muerte de aquella celda defendida por muros y muros de sortilegios y piedra, y a la luz del único candil que llevaba en la mano, Serret lo observó una vez más con ojos centelleantes.
—Gavilán —dijo—, tú no tienes miedo.
—No, pero no quiero hablar con ese espíritu —respondió Ged, y mirándola de frente agregó con una grave temeridad—: Ese espíritu, mi Señora, está aprisionado en una piedra, y la piedra está ahí condenada por un sortilegio de atadura y ceguera, y un encantamiento de reclusión y guardia, y las triples murallas de una fortaleza en un páramo desolado y baldío, y está ahí no porque sea preciosa sino porque puede hacer mucho daño. Ignoro lo que te han dicho cuando viniste. Mas tú que eres joven y de corazón tierno, sería mejor que no la tocaras, y que ni siquiera la miraras. No te procurará ningún bien.
—La he tocado. Le he hablado y la he oído hablar. No me ha causado ningún mal.
La Dama dio media vuelta y regresaron por las puertas y pasadizos, y al llegar a la ancha escalera de la torre, a la luz de las antorchas, Serret sopló la llama del candil. Se separaron con pocas palabras.
Poco durmió Ged esa noche. No era el pensamiento de la sombra lo que lo mantenía despierto; ese pensamiento había sido casi desplazado or la imagen pertinaz, insistente de aquella piedra, la piedra fundamental de la torre, y por la visión del rostro de Serret, a la vez claro y sombrío, a la luz del candil. No podía olvidar aquellos ojos clavados en él y trataba de decidir qué expresión habían mostrado cuando él se negó a tocar la piedra. ¿Era desdén o dolor? Cuando por fin se acostó y se durmió, las sábanas de seda estaban frías como el hielo, y se despertaba una y otra vez en la oscuridad, siempre pensando en la piedra y en los ojos de Serret.
Al otro día la encontró en el curvo salón de mármol gris, iluminado ahora por la luz declinante del sol, y en el que ella acostumbraba a pasar las tardes jugando con las doncellas o hilando en la rueca. Le dijo:
—Dama Serret, he sido descortés. Te pido perdón.
—No… —respondió ella con aire pensativo, y repitió: —No… —Despidió a las doncellas que la acompañaban y cuando quedaron solos se volvió a Ged.— Mi huésped, mi amigo —le dijo—, tú eres muy clarividente pero acaso no veas todo lo que hay que ver. En Gont, en Roke, se enseña alta hechicería. Mas no toda la hechicería. Esto es Osskil, el País ,de los Cuervos: no es una comarca hárdica; no está por los magos, ni ellos saben mucho de ella. Acontecen cosas aquí que escapan al saber de los Maestros del Sur, y que no aparecen en las listas de Nombres. Uno teme siempre lo que ignora. Mas aquí, en la Corte M Terrenón, no tienes nada que temer. Por cierto, un hombre más débil podría tener miedo. Tú no. Tú eres el que ha nacido con el poder de dominar lo que está en el cuarto secreto. Lo sé. Y por eso estás ahora aqui.
—No entiendo.
—No entiendes porque mi señor Benderesk no te ha hablado con franqueza. Yo seré franca contigo. Ven, siéntate a mi lado.
Ged fue a sentarse junto a ella en el alféizar bajo guarnecido de cojines mullidos. La luz de la e moribunda los envolvía en un frío resplandor; abajo, en los páramos que ya se hundían en las sombras, la nieve de la noche pasada era un palio blanco y opaco sobre la tierra.
Serret habló en voz queda:
—Benderesk es Señor y Heredero del Terrenón, pero no puede utilizarla, no consigue que ella le obedezca. Tampoco yo puedo, sola o con él. Ni él ni yo tenemos el don y el poder necesarios. Tú sí, tú tienes las dos cosas.
—¿Y cómo lo sabes?
—¡Por la Piedra misma! Te he dicho ya que habló de tu venida. Conoce a su amo. Ha estado esperando tu llegada. Te esperaba desde antes que tú nacieras, esperaba a aquel capaz de dominarla. Y aquél que consiga que el Terrenón responda y obedezca, ese hombre tiene poder sobre su propio destino: la fuerza de aplastar a cualquier contendiente mortal o de otro mundo, y clarividencia, y sabiduría, riqueza y poder, ¡y será hacedor de hechicerías capaces de humillar al Archimago mismo! Lo mucho o poco que quieras tomar de todo eso es tuyo; basta con que lo pidas.
Una vez más la Dama lo miro con ojos extraños y brillantes, y Ged se echó a temblar como transido de frío. Sin embargo había temor en el rostro de Serret, como si necesitara ayuda y fuese demasiado orgullosa para pedirla. Ged no sabía qué pensar. Mientras hablaba, Serret había puesto una mano sobre la de él; suave, y ligera, clara y menuda, contrastaba con la oscura y vigorosa mano de Ged. Ged dijo, suplicó:
—¡Serret! No tengo ese poder que me atribuyes… Si alguna vez lo tuve, he renunciado a él. Yo no puedo ayudarte, no, no puedo hacer nada por ti. Pero sé una cosa. Las Antiguas Potestades de la Tierra no están para servir a los hombres. jamás han sido puestas en nuestras manos, y en nuestras manos sólo engendrarán dolor y ruina. Lo maligno sólo puede obrar el mal. Yo no fui atraído a este sitio, he sido empujado, y la fuerza que me ha empujado hasta aquí trabaja para destruirme. No puedo ayudarte.
—Aquel que renuncia a su poder se ve a veces recompensado por un poder mucho más alto —dijo ella, y le sonrió, como si los temores y escrúpulos de Ged fuesen cosas de niño—. Quizá yo sepa más que tú de lo que te trajo aquí. ¿No te interpeló un hombre en las calles de Orrirny? Era un mensajero, un servidor del Terrenón. También él fue hechicero en un tiempo, y dejó la vara para servir a un poder más grande que el de la magia . Y viniste a Osskil y en los páramos trataste de luchar contra una sombra con la ayuda de tu vara de madera; y a duras penas pudimos saIvarte pues esa cosa que te persigue es demasiado astuta, y ya se había apoderado de una gran parte de tu fuerza… Sólo la sombra puede luchar contra la sombra. Sólo la oscuridad puede derrotar a la oscuridad. ¡Escúchame, Gavilán! ¿Qué necesitas, entonces, para derrotar a esa sombra que te aguarda fuera de estas murallas?
—Necesito lo que no puedo saber. Qué nombre tiene.
—El Terrenón, que conoce todos los nacimientos, las muertes, y todas las existencias antes y después de la muerte, los no-nacidos y los no mortales, el mundo de la luz y el de la oscuridad, te dirá ese nombre.
—¿Y el precio?
—No hay precio. Te obedecerá, te servirá como esclavo.
Tembloroso, atormentado, Ged no respondió. Ahora Serret le aferraba las dos manos y lo miraba a la cara. El sol se había hundido en las brumas que velaban el horizonte, y hasta el aire parecía empañado; sólo el rostro de Serret resplandecía triunfante, mirando a Ged y viendo como le flaqueaba la voluntad. Le susurró quedamente:
—Serás el más poderoso de los hombres, un rey de reyes. Reinarás y yo reinaré contigo…
Ged se levantó, y bastó un solo paso para que viera más allá, en la curva de la larga pared de la sala, al Señor del Terrenón: de pie junto a la puerta, escuchaba con una vaga sonrisa en los labios. A Ged se le aclararon los ojos y la mente. Miró a Serret.
—Es la luz lo que triunfa sobre la oscuridad —dijo, tartamudeando—, la luz.
Mientras hablaba vio, con tanta claridad como si las palabras mismas fuesen la luz que lo alumbraba, de qué modo lo habían arrastrado allí, con engaños, aprovechando el miedo que le tenía a la sombra para atraerlo; y una vez que le tuvieran allí nunca dejarían que se fuese. Lo habían salvado de la sombra, sí, pero porque no querían que la sombra se adueñara de él antes de que se hubiera convertido en esclavo de la Piedra. Una vez que el poder de la Piedra lo dominara, permitirían que la sombra entrara en la fortaleza porque un gebbet era mejor esclavo que un hombre. Si hubiese tocado la Piedra una sola vez, si le hubiese hablado, no habría habido salvación para él. Sin embargo, así como la sombra no había conseguido darle alcance y apoderarse de él, así tampoco la Piedra había podido utilizarlo… no del todo. Había estado a punto de ceder, pero no del todo No había consentido, y es muy difícil que el Mal tome posesión de un alma que no consiente.
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