Ursula Le Guin - Un mago de Terramar

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Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales.
Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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De pie entre los dos que habían cedido, que habían consentido, miraba de uno a otro, mientras Benderesk avanzaba.

—Te lo dije, Serret —dijo el señor del Terrenón con voz seca—, te dije que se te escaparía de las manos. Serán locos tus hechiceros de Gont, pero son ladinos. Y tú también estás loca, mujer de Gont, si imaginas que nos engañarás a los dos, a él y a mi, que puedes dominamos a los dos con tu belleza, y utilizar el Terrenón para tus propios fines. Pero yo soy el Señor de la Piedra, y esto es lo que le hago a la esposa desleal: Ekabroe al oelwantar… —Era un sortilegio de transformación, y Benderesk había levantado. las largas manos para convertir a la temblorosa mujer en alguna cosa inmunda, una marrana, un perro, o una bruja vieja y babosa. Ged se adelantó y de un manotazo bajó las manos del señor, a la vez que pronunciaba una sola palabra. Y a pesar de que no tenía vara y se hallaba en tierra extranjera, en tierra maldita, en el dominio de las tinieblas, fue la voluntad de Ged la que prevaleció. Benderesk se había quedado inmóvil, los ojos turbios y coléricos clavaos en Serret.

—Ven —dijo ella con voz trémula—, Gavilán, ven pronto, antes que pueda llamar a los Servidores de la Piedra…

Y como en un eco, un murmullo recorrió la torre, a través de las piedras del suelo y de los muros, un murmullo seco y trepidante, como si la torre misma hablara.

Serret tomó la mano de Ged, y corriendo por pasadizos y salones bajó con él la larga espiral de la escalera. Salieron al patio del castillo, donde los reflejos plateados del sol vespertino flotaban aún sobre la nieve pisoteada y sucia. Tres de los servidores del castillo les cerraron el paso, hoscos e inquisitivos, como si sospecharan que aquellos dos planeaban algo contra el Señor.

—La noche cae, Señora —dijo uno, y otro—: No podéis salir a cabalgar en esta oscuridad.

—¡Fuera de mi camino, inmundicias! —gritó Serret, y dijo algo en la sibilante lengua osskiliana. Los hombres se apartaron de ella y cayeron al suelo. Uno de ellos no dejaba de gritar.

—Tendremos que salir por la puerta, no hay otra forma. ¿La ves tú? ¿Podrás encontrarla, Gavilán?

Le tironeó del brazo, mas Ged aún vacilaba.

—¿Qué les hiciste, qué sortilegio es ése?

—Les he echado plomo hirviente en la médula de los huesos, van a morir. Pronto, te digo, de prisa: lanzará sobre nosotros a los Servidores de la Piedra, y yo no encuentro la puerta… está defendida por un gran sortilegio. ¡Pronto!

Ged no entendía lo que Serret trataba de decirle, pues para él la puerta encantada era tan visible como la arcada del patio. Traspuso la arcada guiando a Serret, cruzó la nieve inmaculada del patio, y pronunciando un conjuro de apertura, atravesó con ella el portal de la muralla de sortilegios.

Cuando traspusieron esa última puerta, fuera ya del crepúsculo plateado de la Corte del Terrenón, ella se transfiguró. No porque fuera menos hermosa en la penumbra lóbrega de los páramos, mas su belleza tenía ahora un toque de brujesca ferocidad; y Ged la reconoció al fin: era la hija del Señor de Re Albi, hija de una bruja de Osskil, la que tiempo atrás, en los prados verdes de la casa de Ogión, se burlara de él incitándolo a leer el sortilegio que había liberado a la sombra. Pero no se demoró en estos pensamientos, pues ahora miraba atentamente alrededor, buscan o a aquel enemigo, la sombra que sin duda estaría esperándolo en alguna parte, fuera de las murallas mágicas. Quizá fuese todavía el gebbet, vestido con la muerte de Skior o escondido entre las sombras crecientes de la noche, informe y dispuesto a apoderarse de él y a ocupar la carne viviente de Ged. Ged no la veía, la sentía cerca.

De pronto vio una cosa pequeña y oscura, enterrada en la nieve, a pocos pasos de la puerta. Se inclinó, y la levantó con cuidado del suelo. Era el otak, el suave y corto pelaje cubierto de cuajarones de sangre y el cuerpecito menudo rígido, frío y sin peso.

—¡Transfórmate! ¡Transfórmate, ya llegan!… —gritó Serret aferrándole el brazo y señalando la torre que se alzaba a espaldas de ellos como un gigantesco diente blanco a la luz crepuscular. Unas criaturas negras salían reptando de las troneras cercanas al suelo, batían unas grandes alas y girando en círculos lentos se elevaban por encima de los muros y descendían hacia Ged y Serret, que esperaban inmóviles e indefensos en la ladera desnuda. El murmullo trepidante que habían escuchado dentro de la fortaleza era ahora mucho más fuerte, una queja, un estremecimiento de la tierra misma.

Una furia inconmensurable, un odio frenético contra todas las criaturas crueles y mortíferas que lo engañaban, le tendían celadas, lo perseguían sin tregua, estalló en el corazón de Ged.

—¡Transfórmate! — gritó Serret, y ella misma habló en un susurro rápido, casi sin aliento, y se convirtió en una gaviota blanca, y echó a volar. Pero Ged se agachó, arrancó una brizna de hierba seca y frágil que asomaba en la nieve, en el mismo sitio en que yaciera el pequeño otak. La levantó y le habló en voz alta en el Habla Verdadera; y mientras hablaba, la brizna se alargó y espesó; y cuando Ged calló al fin, tenía en la mano una gran vara, una vara de hechicero. Ningún fuego rojo y maléfico se encendió o consumió a lo largo de la vara cuando las negras criaturas voladoras de la Corte del Terrenón se abatieron sobre Ged y él las golpeó; ardió, sí, con el fuego mágico que no quema, pero que ahuyenta la oscuridad.

Las criaturas volvieron al ataque: bestias torpes, engendros que venían de eras remotas, antes de que existieran el ave, el dragón o el hombre, olvidadas a lo largo de milenios por la luz del día, mas recordadas y convocadas por el poder maléfico e inmemorial de la Piedra. Lo cercaron, y como aves de rapiña se .abatieron sobre él. Ged sintió las garras que hendían el aire como guadañas todo alrededor, y el olor inmundo de las bestias. Se defendió y golpeó con furia feroz, atacándolas con la vara llameante nacida de su cólera y de una brizna de hierba.

Y de pronto todas a la vez, como cuervos aterrorizados por la carroña, se elevaron y se alejaron, silenciosas, sacudiendo las alas, en la dirección en que había desaparecido Serret, convertida en gaviota. Las grandes alas se movían lentamente, pero las criaturas eran rápidas, ya que cada aleteo las desplazaba a gran distancia por el aire.

Ninguna gaviota podría adelantarse durante mucho tiempo a ese vuelo sostenido, pesado.

Con tanta presteza como lo hiciera antaño en Roke, Ged tomó la forma de un gran halcón: no el halcón-gavilán del que llevaba el nombre, sino el Halcon Peregrino, veloz como una flecha, veloz como el pensamiento. Remontándose sobre alas listadas, aceradas y vigorosas, voló persiguiendo a los perseguidores. Ya el aire se oscurecía y algunas estrellas asomaban brillantes entre las nubes. Delante de él, a cierta distancia, volaba la hueste negra, ahora descendiendo hacia un unto, un punto en el aire. ,Más allá de la abominable bandada negra se extendía el mar, pálido al último resplandor ceniciento de la tarde. Directa y rápidamente el halcón-Ged se lanzó sobre ellas, y las criaturas de la Piedra se dispersaron como gotas cuando se arroja un guijarro al agua. Mas ya habían dado caza a la presa. Había sangre en el risco de una de aquellas criaturas y plumas blancas en a garras de otra, y ninguna gaviota volaba ahora delante de ellas rozando la espuma del mar pálido.

Y cuando ya, rápidos y torpes, adelantando y abriendo los picos acerados, se precipitaban de nuevo sobre él, Ged se elevó con un solo movimiento y lanzó el grito del halcón, un grito de furia y desafío. Y sobrevolando como una flecha las playas bajas de Osskil, se remontó sobre las encrespadas olas del mar.

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